Dom Vital Lehodey

El Santo Abandono

 

1. Naturaleza del Santo Abandono

  

1. LA VOLUNTAD DE DIOS, REGLA SUPREMA

Queremos salvar nuestra alma y tender a la perfección de la vida espiritual, es decir, purificarnos de veras, progresar en todas las virtudes, llegar a la unión de amor con Dios, y por este medio transformarnos cada vez más en El; he aquí la única obra a la que hemos consagrado nuestra vida: obra de una grandeza incomparable y de un trabajo casi sin límites; que nos proporciona la libertad, la paz, el gozo, la unción del Espíritu Santo, y exige a su vez sacrificios sin número, una paciente labor de toda la vida. Esta obra gigantesca no seria tan sólo difícil, sino absolutamente imposible si contásemos sólo con nuestras fuerzas, pues es de orden absolutamente sobrenatural.

«Todo lo puedo en Aquel que me conforta»; sin Dios sólo queda la absoluta impotencia, por nosotros nada podemos hacer: ni pensar en el bien, ni desearlo, ni cumplirlo. Y no hablemos de la enmienda de nuestros vicios, de la perfecta adquisición de las virtudes, de la vida de intimidad con Dios que representan un cúmulo enorme de impotencias humanas y de intervenciones divinas. El hombre es, pues, un organismo maravilloso, por cuanto es capaz con la ayuda de Dios de llevar a cabo las obras más santas; pero es a la vez lo más pobre y necesitado que hay, ya que sin e! auxilio divino no puede concebir siquiera el pensamiento de lo bueno. Por dicha nuestra, Dios ha querido salir fiador de nuestra salvación, por lo que jamás podremos bendecirle como se merece, pero no quiere salvarnos sin nosotros y, por consiguiente, debemos unir nuestra acción a la suya con celo tanto mayor cuanto sin El nada podemos.

Nuestra santificación, nuestra salvación misma es, pues, obra de entrambos: para ella se precisan necesariamente la acción de Dios y nuestra cooperación, el acuerdo incesante de la voluntad divina y de la nuestra. El que trabaja con Dios aprovecha a cada instante; quien prescinde de El cae, o se fatiga en estéril agitación. Es, pues, de importancia suma no obrar sino unidos con Dios y esto todos los días y a cada momento, así en nuestras menores acciones como en cualquier circunstancia. porque sin esta íntima colaboración se pierde trabajo y tiempo. ¡Cuántas obras, llenas en apariencia, quedarán vacías por sólo este motivo! Por no haberlas hecho en unión con Dios, a pesar del trabajo que nos costaron, se desvanecerán ante la luz de la eternidad como sueño que se nos va así que despertamos.

Ahora bien, si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que El lleve la dirección de la obra: nada se deberá hacer que no sea conforme a sus planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. El es el primer principio y último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones. Nos llama «a la escuela del servicio divino», para ser El nuestro maestro; nos coloca en «el taller del Monasterio», para dirigir allí nuestro trabajo; «nos alista bajo su bandera» para conducirnos El mismo al combate. Al Soberano Dueño pertenece mandar, a la suma sabiduría combinar todas las cosas; la criatura no puede colaborar sino en segundo término con su Creador.

Esta continua dependencia de Dios nos impondrá innumerables actos de abnegación, y no pocas veces tendremos que sacrificar nuestras miras limitadas y nuestros caprichosos deseos con las consiguientes quejas de la naturaleza; mas guardémonos bien de escucharla. ¿Podrá cabemos mayor fortuna que tener por guía la divina sabiduría de Dios, y por ayuda la divina omnipotencia, y ser los socios de Dios en la obra de nuestra salvación; sobre todo si se tiene en cuenta que la empresa realizada en común sólo tiende a nuestro personal provecho? Dios no reclama para sí sino su gloria y hacernos bien, dejándonos todo el beneficio. El perfecciona la naturaleza, nos eleva a una vida superior, nos procura la verdadera dicha de este mundo y la bienaventuranza en germen. ¡Ah, si comprendiéramos los designios de Dios y nuestros verdaderos intereses! Seguro que no tendríamos otro deseo que obedecerle con todo esmero, ni otro temor que no obedecerle lo bastante; le suplicaríamos e insistiríamos para que hiciera su voluntad y no la nuestra. Porque abandonar su sabia y poderosa mano para seguir nuestras pobres luces y vivir a merced de nuestra fantasía, es verdadera locura y supremo infortunio.

Una consideración más nos mostrará «que en temer a Dios y hacer lo que El quiere consiste todo el hombre»; y es que la voluntad divina, tomada en general, constituye la regla suprema del bien, «la única regla de lo justo y lo perfecto»; y que la medida de su cumplimiento es también la medida de nuestro progreso.

«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». No basta pues, decir: ¡Señor, Señor!, para ser admitido en el reino de los cielos; es necesario hacer la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos. «El que mantiene unida su voluntad a la de Dios, vive y se salva: el que de ella se aparta muere y se pierde». «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, ven y sígueme». Es decir, haz mejor la voluntad de Dios, añade a la observancia de los preceptos la de los consejos.

Si quieres subir hasta la cumbre de la perfección, cumple la voluntad de Dios cada día más y mejor. Te irás elevando a medida que tu obediencia venga la ser más universal en su objetivo, más exacta en su ejecución, más sobrenatural en sus motivos, más perfecta en las disposiciones de tu voluntad. Consulta los libros santos, pregunta a la vida y a la doctrina de nuestro Señor y verás que no se pide sino la fe que se afirma con las obras, el amor que guarda fielmente la palabra de Dios. Seremos perfectos en la medida que hagamos la voluntad de Dios.

Este punto es de tal importancia que nos ha parecido conveniente apoyarlo con algunas citas autorizadas.

«Toda la pretensión de quien comienza oración-y no se olvide esto, que importa mucho-, ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias puedan hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; y, como diré después, en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual. No penséis que hay aquí más algarabías, ni cosas no sabidas y entendidas, que en esto consiste todo nuestro bien». La conformidad ha de entenderse aquí en su más alto sentido.

«Cada cual -explica San Francisco de Sales- se forja la perfección a su modo: unos la ponen en la austeridad de los vestidos: otros, en la de los manjares, en la limosna, en la frecuencia de los Sacramentos, en la oración, en una no sé qué contemplación pasiva y supereminente: otros, en aquéllas gracias que se llaman dones gratuitos: y se engañan tomando los efectos por la causa, lo accesorio por lo principal. y con frecuencia la sombra por el cuerpo... En cuanto a mi yo no se ni conozco otra perfección sino amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a nosotros mismos». Y completa el pensamiento en otra parte, cuando dice que «la devoción (o la perfección) sólo añade al fuego de la caridad la llama que la hace pronta, activa y diligente, no sólo en la guarda de los mandamientos de Dios, sino también en la práctica de los consejos e inspiraciones celestiales» . Así como el amor de Dios es la forma más elevada y más perfecta de la virtud, una sumisión perfecta a la voluntad divina es la expresión más sublime y más pura, la flor más exquisita de este amor... Por otra parte, ¿no es evidente que, no existiendo nada tan bueno y tan perfecto como la voluntad de Dios, se llegará a ser más santo y más virtuoso, cuanto más perfectamente nos conformemos con esta voluntad?

Un discípulo de San Alfonso ha resumido su doctrina diciendo que personas que hacen consistir su santidad en practicar muchas penitencias, comuniones, oraciones vocales, viven evidentemente en la ilusión. Todas estas cosas no son buenas sino en cuanto Dios las quiere, de otra suerte, en vez de aceptarlas las detesta, pues tan sólo sirven de medios para unirnos a la voluntad divina.

Tenemos verdadera satisfacción en repetirlo: toda la perfección, toda la santidad consiste en ejecutar lo que Dios quiere de nosotros; en una palabra, la voluntad divina es regla de toda bondad y de toda virtud; por ser santa lo santifica todo. aun las acciones indiferentes, cuando se ejecutan con el fin de agradar a Dios... Si queremos santificación, debemos aplicarnos únicamente a no seguir jamás nuestra propia voluntad, sino siempre la de Dios porque todos los preceptos y todos los consejos divinos se reducen en sustancia a hacer y a sufrir cuanto Dios quiere y como Dios lo quiere. De ahí que toda la perfección se puede resumir y expresar en estos términos: «Hacer lo que Dios quiere, querer lo que Dios hace».

«Toda nuestra perfección -dice San Alfonso- consiste en el amor de nuestro Dios infinitamente amable; y toda la perfección del amor divino consiste a su vez en la unión de nuestra voluntad con la suya... Si deseamos, pues, agradar y complacer al corazón de Dios, tratemos no sólo de conformarnos en todo a su santa voluntad, sino de unificarnos con ella (si así puedo expresarme), de suerte que de dos voluntades no vengamos a formar sino una sola... Los santos jamás se han propuesto otro objeto sino hacer la voluntad de Dios, persuadidos de que en esto consiste toda la perfección de un alma. El Señor llama a David hombre según su corazón, porque este gran rey estaba siempre dispuesto a seguir la voluntad divina; y Maria, la divina Madre, no ha sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber estado de continuo más perfectamente unida a la voluntad de Dios.» Y el Dios de sus amores, Jesús, el Santo por excelencia, el modelo de toda perfección, ¿ha sido jamás otra cosa que el amor y la obediencia personificados?... Por la abnegación que profesa a su Padre y a las almas, sustituye a los holocaustos estériles y se hace la Víctima universal. La voluntad de su Padre le conducirá por toda suerte de sufrimientos y humillaciones, hasta la muerte y muerte de cruz. Jesús lo sabe; pero precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir esa voluntad, que a trueque de crucificarle, se convertiría en fuente de vida. Desde su entrada en el mundo declara al Padre que ha puesto su voluntad en medio de su corazón para amarla, y en sus manos para ejecutarla fielmente. Esta amorosa obediencia será su alimento, resumirá su vida oculta, inspirará su vida pública hasta el punto de poder decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre»; y en el momento de la muerte lanzará bien alto su triunfante «Consummatum est»: Padre mío, os he amado hasta el último límite, he terminado mi obra de la Redención, porque he hecho vuestra voluntad, sin omitir un solo ápice.

«Uniformar nuestra voluntad con la de Dios, he ahí la cumbre de la perfección -dice San Alfonso-, a eso debemos aspirar de continuo, ése debe ser el fin de nuestras obras, de todos nuestros deseos, de todas nuestras meditaciones, de nuestros ruegos.» A ejemplo de nuestro amado Jesús, no veamos sino la voluntad de su Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con fidelidad siempre creciente e infatigable generosidad y por motivos totalmente sobrenaturales. Este es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y subir junto a El en la gloria. «Un día fue conducida al cielo en visión la Beata Estefanía Soncino, dominica, donde vio cómo muchos que ella había conocido en vida estaban levantados a la misma jerarquía de los Serafines; y tuvo revelación de que habían sido sublimados a tan alto grado de gloria por la perfecta unión de voluntad con que anduvieron unidos a la de Dios acá en la tierra.»

2. LA VOLUNTAD DIVINA SIGNIFICADA Y LA VOLUNTAD DE BENEPLACITO

La voluntad divina se muestra para nosotros reguladora y operadora. Como reguladora, es la regla suprema del bien, significada de diversas maneras; y que debemos seguir por la razón de que todo lo que ella quiere es bueno, y porque nada puede ser bueno sino lo que ella quiere. Como operadora, es el principio universal del ser, de la vida, de la acción; todo se hace como quiere, y no sucede cosa que no quiera, ni hay efecto que no venga de esta primera causa, ni movimiento que no se remonte a este primer motor, ni por tanto hay acontecimiento, pequeño o grande, que no nos revele una voluntad del divino beneplácito. A esta voluntad es deber nuestro someternos, ya que Dios tiene absoluto derecho de disponer de nosotros como le parece. Dios nos hace, pues, conocer su voluntad por las reglas que nos ha señalado, o por los acontecimientos que nos envía. He ahí la voluntad de Dios significada y su voluntad de beneplácito.

La primera, «nos propone previa y claramente las verdades que Dios quiere que creamos, los bienes que esperemos, las penas que temamos, las cosas que amemos, los mandamientos que observemos y los consejos que sigamos. A esto llamamos voluntad significada, porque nos ha significado y manifestado cuanto Dios quiere y se propone que creamos, esperemos, temamos, amemos y practiquemos. La conformidad de nuestro corazón con la voluntad significada consiste en que queramos todo cuanto la divina Bondad nos manifiesta ser de su intención; creyendo según su doctrina, esperando según sus promesas, temiendo según sus amenazas, amando y viviendo según sus mandatos y advertencias»

La voluntad significada abraza cuatro partes, que son: los mandamientos de la ley de Dios y de la Iglesia, los consejos, las inspiraciones, las Reglas y las Constituciones.

Es necesario que cada cual obedezca a los mandamientos de Dios y de la Iglesia, porque es la voluntad de Dios absoluta que quiere que los obedezcamos, si deseamos salvarnos.

Es también voluntad suya, no imperativa y absoluta, sino de sólo deseo, que guardemos sus consejos; por lo cual, aun cuando sin menosprecio los dejamos de cumplir por no creernos con valor para emprender la obediencia a los mismos, no por eso perdemos la caridad ni nos separamos de Dios; además de que ni siquiera debemos acometer la práctica de todos ellos, habiéndolos como los hay entre sí opuestos, sino tan sólo los que fueren más conformes a nuestra vocación... Hay que seguir, pues, concluye el santo, los consejos que Dios quiere sigamos. No a todos conviene la observancia de todos los consejos. Dados como están para favorecer la caridad, ésta es la que ha de regular y medir su ejecución... Los que tenemos que practicar los religiosos, son los comprendidos en nuestras Reglas. Y a la verdad, nuestros votos, nuestras leyes monásticas, las órdenes y consejos de nuestros Superiores constituyen para nosotros la expresión de la voluntad divina y el código de nuestros deberes de estado.

Poderosa razón tenemos para bendecir al divino Maestro, pues ha tenido la amorosa solicitud de trazarnos hasta en los más minuciosos detalles su voluntad acerca de la Comunidad y sus miembros.

En las inspiraciones nos indica sus voluntades sobre cada uno de nosotros más personalmente. « Santa María Egipciaca se sintió inspirada al contemplar una imagen de nuestra Señora; San Antonio, al oír el evangelio de la Misa; San Agustín, al escuchar la vida de San Antonio; el duque de Gandía, ante el cadáver de la emperatriz; San Pacomio, viendo un ejemplo de caridad; San Ignacio de Loyola, leyendo la vida de los santos»; en una palabra, las inspiraciones nos vienen por los más diversos medios. Unas sólo son ordinarias en cuanto nos conducen a los ejercicios acostumbrados con fervor no común; otras «se llaman extraordinarias porque incitan a acciones contrarias a las leyes, reglas y costumbres de la Santa Iglesia, por lo que son más admirables que imitables.» El piadoso Obispo de Ginebra indica con qué señales se pueden discernir las inspiraciones divinas y la manera de entenderlas, terminando con estas palabras: «Dios nos significa su voluntad por sus inspiraciones. No quiere, sin embargo, que distingamos por nosotros mismos sí lo que nos ha inspirado es o no voluntad suya, menos aún que sigamos sus inspiraciones sin discernimiento. No esperemos que El nos manifieste por Sí mismo sus voluntades, o que envíe ángeles para que nos las enseñen, sino que quiere que en las cosas dudosas y de importancia recurramos a los que ha puesto sobre nosotros para guiamos» .

Añadamos, por último, que los ejemplos de Nuestro Señor y de los santos, la doctrina y la práctica de las virtudes pertenecen a la voluntad de Dios significada; si bien es fácil referirlas a una u otra de las cuatro señales que acabamos de indicar.

«He ahí, pues, cómo nos manifiesta Dios sus voluntades que nosotros llamamos voluntad significada. Hay además la voluntad de beneplácito de Dios, la que hemos de considerar en todos los acontecimientos, quiero decir, en todo lo que nos sucede; en la enfermedad y en la muerte, en la aflicción y en la consolación, en la adversidad y en la prosperidad, en una palabra, en todas las cosas que no son previstas.» La voluntad de Dios se ve sin dificultad en los acontecimientos que tienen a Dios directamente por autor; y lo mismo en los que vienen de las criaturas no libres, porque si obran es por la acción que reciben de Dios a quien sin resistencia obedecen. Donde hay que ver la voluntad de Dios es principalmente en las tribulaciones, que por más que El no las ame por sí mismas, las quiere emplear, y efectivamente las emplea, como excelente recurso para satisfacer el orden, reparar nuestras faltas, curar y santificar las almas. Más aún, hay que verla incluso en nuestros pecados y en los del prójimo: voluntad permisiva, pero incontestable. Dios no concurre a la forma del pecado que es lo que constituye su malicia: lo aborrece infinitamente y hace cuanto está de su parte para apartarnos de él; lo reprueba y lo castigará. Mas, para no privarnos prácticamente de la libertad que nos ha concedido, como nosotros nada podemos hacer sin su concurso, lo da en cuanto a lo material del acto, que por lo demás no es sino el ejercicio natural de nuestras facultades. Por otra parte, El quiere sacar bien del mal, y para ello hace que nuestras faltas y las del prójimo sirvan a la santificación de las almas por la penitencia, la paciencia, la humildad, la mutua tolerancia, etc. Quiere también que, aun cumpliendo el deber de la corrección fraterna, soportemos al prójimo, que le obedezcamos conforme a nuestras Reglas, viendo hasta en sus exigencias y en sus sinrazones los instrumentos de que Dios se sirve para ejercitamos en la virtud. Por esta razón, no temía decir San Francisco de Sales que por medio de nuestro prójimo es como especialmente Dios nos manifiesta lo que desea de nosotros.

Existen profundas diferencias entre la voluntad de Dios significada y la de beneplácito.

1º La voluntad significada nos es conocida de antemano, y por lo general, de manera clarísima mediante los signos del pensamiento, a saber: la palabra y la escritura. De esta manera conocemos el Evangelio, las leyes de la Iglesia, nuestras santas Reglas; donde sin esfuerzo y a nuestro gusto podemos leer la voluntad de Dios, confiaría a nuestra memoria y meditarla. Las inspiraciones divinas y las órdenes de nuestros Superiores sólo en apariencia son excepciones, pues ellas tienen por objeto la ley escrita, cristiana o monástica. Al contrario, «casi no se conoce el beneplácito divino más que por los acontecimientos.» Decimos casi, porque hay excepciones; lo que Dios hará más tarde, podemos conocerlo de antemano, si a El le place decirlo; también se puede presentir, conjeturar, adivinar, ya por el rumbo actual de los hechos, ya por las sabias disposiciones tomadas y las imprudencias cometidas. Mas, en general, el beneplácito divino se descubre a medida que los acontecimientos se van desarrollando, los cuales están ordinariamente por encima de nuestra previsión. Aun en el propio momento en que se verifican, la voluntad de Dios permanece muy oscura: nos envía, por ejemplo, la enfermedad, las sequedades interiores u otras pruebas; en verdad que éste es actualmente su beneplácito, mas ¿será durable? ¿Cuál será su desenlace? Lo ignoramos.

2º De nosotros depende siempre o el conformarnos por la obediencia a la voluntad de Dios significada o el sustraernos a ella por la desobediencia. Y es que Dios, queriendo poner en nuestras manos la vida o la muerte, nos deja la elección de obedecer a su ley o de quebrantarla hasta el día de su justicia. Por su voluntad de beneplácito, al contrario, dispone de nosotros como Soberano; sin consultarnos, y a las veces aun contra nuestros deseos, nos coloca en la situación que nos ha preparado, y nos propone en ella el cumplimiento de los deberes. Queda en nuestro poder cumplir o no estos deberes, someternos al beneplácito o portarnos como rebeldes; mas es preciso aguantar los acontecimientos, queramos o no, no habiendo poder en el mundo que pueda detener su curso. Por ese camino, como gobernador y juez supremo, Dios restablece el orden y castiga el pecado; como Padre y Salvador, nos recuerda nuestra dependencia y trata de hacernos entrar en los senderos del deber, cuando nos hemos emancipado y extraviado.

3º Esto supuesto, Dios nos pide la obediencia a su voluntad significada como un efecto de nuestra elección y de nuestra propia determinación. Para seguir un precepto o un punto de regla, para producir los actos de las virtudes teologales o morales, nos es preciso sin duda una gracia secreta que nos previene y nos ayuda, gracia que nosotros podemos alcanzar siempre por medio de la oración y de la fidelidad. Pero aun cuando la voluntad de Dios nos sea claramente significada, puestos en trance de cumplirla, lo hacemos por nuestra propia determinación; no necesitamos esperar un movimiento sensible de la gracia, una moción especial del Espíritu Santo, digan lo que quieran los semiquietistas antiguos y modernos. Por el contrario, si se trata de la voluntad del beneplácito divino, es necesario esperar a que Dios la declare mediante los acontecimientos: sin esa declaración no sabemos lo que El espera de nosotros; con ella, conocemos lo que desea de nosotros, primero, la sumisión a su voluntad, después, el cumplimiento de los deberes peculiares a tal o cual situación que El nos ha deparado.

San Francisco de Sales hace, a este propósito, una observación muy atinada: «Hay cosas en que es preciso juntar la voluntad de Dios significada a la de beneplácito» . Y cita como ejemplo el caso de enfermedad. Además de la sumisión a la Providencia divina será preciso llenar los deberes de un buen enfermo, como la paciencia y abnegación, y permanecer manteniéndose fiel a todas las prescripciones de la voluntad significada, salvo las excepciones y dispensas que puede legitimar la enfermedad. Insiste mucho el santo Doctor sobre que en esta concurrencia de voluntades «mientras el beneplácito divino nos sea desconocido, es necesario adherirnos lo más fuertemente posible a la voluntad de Dios que nos es significada, cumpliendo cuidadosamente cuando a ella se refiere; mas tan pronto como el beneplácito de su divina Majestad se manifieste, es preciso rendirse amorosamente a su obediencia, dispuestos siempre a someternos así en las cosas desagradables como agradables, en la muerte como en la vida, en fin, en todo cuanto no sea manifiestamente contra la voluntad de Dios significada, pues ésta es ante todo». Estas nociones son algo áridas, pero importa entenderlas bien y no olvidarlas, por la mucha luz que derraman sobre las cuestiones siguientes.

 

3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA

Dejamos ya establecido que la voluntad de Dios, tomada en general, es la sola regla suprema, y que se avanzará en perfección a medida que el alma se conforme con ella. Bajo cualquier forma en que llegue hasta nosotros, sea como voluntad significada o de beneplácito, es siempre la voluntad de Dios, igualmente santa y adorable. La obra, pues, de nuestra santificación implica la fidelidad a una y a otra. Sin embargo, dejando por el momento a un lado el beneplácito divino, querríamos hacer resaltar la importancia y necesidad de adherirnos de todo corazón y durante toda nuestra existencia a la voluntad significada, haciendo de ella el fondo mismo de nuestro trabajo. Al fin de este capítulo daremos la razón de nuestra insistencia sobre una verdad que parece evidente.

La voluntad de Dios significada entraña, en primer lugar, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y nuestros deberes de estado. Estos deben ser, ante todo, el objeto de nuestra continua y vigilante fidelidad, pues son la base de la vida espiritual; quitadla y veréis desplomarse todo el edificio. «Teme a Dios -dice el Sabio-, y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre». Podrá alguien figurarse que las obras que sobrepasan el deber santifican más que las de obligación, pero nada más falso. Santo Tomás enseña que la perfección consiste, ante todo, en el fiel cumplimiento de la ley. Por otra parte, Dios no podría aceptar favorablemente nuestras obras supererogatorias, ejecutadas con detrimento del deber, es decir, sustituyendo su voluntad por la nuestra.

La voluntad significada abraza, en segundo lugar, los consejos. Cuando más los sigamos en conformidad con nuestra vocación y nuestra condición, más semejantes nos harán a nuestro divino Maestro, que es ahora nuestro amigo y el Esposo de nuestras almas y que ha de ser un día nuestro Soberano Juez. Ellos nos harán practicar las virtudes más agradables a su divino corazón, tales como la dulzura, y la humildad, la obediencia de espíritu y de voluntad, la castidad virginal, la pobreza voluntaria, el perfecto desasimiento, la abnegación llevada hasta el sacrificio y olvido de nosotros mismos; en ellos también encontraremos el consiguiente tesoro de méritos y santidad. Observándolos con fidelidad apartaremos los principales obstáculos al fervor de la caridad, los peligros que amenazan su existencia; en una palabra, los consejos son el antemural de los preceptos. Según la expresión original de José de Maistre: «Lo que basta no basta. El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto lo que no lo está; el que no hace sino lo estrictamente obligatorio, bien pronto no lo hará completamente.»

La voluntad significada abraza por último las inspiraciones de la gracia. «Estas inspiraciones son rayos divinos que proyectan en las almas luz y calor para mostrarles el bien y animarlas a practicarlo; son prendas de la divina predilección con infinita variedad de formas; son sucesivamente y según las circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones, remordimientos, temores saludables, suavidades celestiales, arranques del corazón, dulces y fuertes invitaciones al ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores reciben con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho que las sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso el apoyo que nos prestan! ¡Con cuánta razón decía el Apóstol: «No extingáis el espíritu» , es decir, no rechacéis los piadosos movimientos que la gracia imprime a vuestro corazón!

¿Necesitaremos añadir que la voluntad significada nos mandará, nos aconsejará, nos inspirará durante todo el curso de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la autoridad de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos con derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya de proporcionar. Guardar con fidelidad la voluntad significada es nuestro medio ordinario de reprimir la naturaleza y cultivar las virtudes; por que la naturaleza nunca muere, y nuestras virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años viviéramos y todos ellos los pasáramos en una labor asidua, nunca llegaríamos a parecernos en todo a Nuestro Señor y ser perfectos como nuestro Padre celestial.

No debemos omitir que para un religioso sus votos, sus Reglas y la acción de los Superiores constituyen la principal expresión de la voluntad significada, el deber de toda la vida y el camino de la santidad.

Nuestras Reglas son guía absolutamente segura. La vida religiosa «es una escuela del servicio divino», escuela incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad para cada instante, nos explica hasta los menores detalles de su servicio. El es quien nos asigna nuestras obras de penitencia, nuestros ejercicios de contemplación, las mil observancias con que quiere practiquemos la religión, la humildad, la caridad fraterna y demás virtudes; nos indica hasta las disposiciones íntimas que harán nuestra obediencia dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto supuesto, ¿qué necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios nos revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones y éxtasis? Tenemos una luz mucho más segura, «el amable y común camino de una santa sumisión a la dirección así de las Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois dichosas, hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con los que estamos en el mundo. Cuando nosotros preguntamos por el camino, quién nos dice: a la derecha; quién, a la izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En cambio vosotras no tenéis sino dejaros conducir, permaneciendo tranquilamente en la barca. Vais por buen derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es Nuestro Señor; la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son los Superiores que, casi siempre, os dicen: Caminad por la perpetua observancia de vuestras Reglas y llegaréis felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por las Reglas; pero es camino general y Dios nos llama mediante atractivos particulares; que no todas somos conducidas por el mismo camino. -Tenéis razón al explicaros así; pero también es cierto que, si este atractivo viene de Dios, os ha de conducir a la obediencia» .

Nuestras Reglas son el medio principal y ordinario de nuestra purificación. La obediencia, en efecto, nos despega y purifica por las mil renuncias que impone y más aún por la abnegación del juicio y de la voluntad propia que, según San Alfonso, son la ruina de las virtudes, la fuente de todos los males, la única puerta del pecado y de la imperfección, un demonio de la peor ralea, el arma favorita del tentador contra los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un infierno anticipado. Toda la perfección del religioso consiste, según San Buenaventura, en la renuncia de la propia voluntad; que es de tal valor y mérito, que se equipara al martirio; pues si el hacha del verdugo hace rodar por tierra la cabeza de la víctima, la espada de la obediencia inmola a Dios la voluntad que es la cabeza del alma.»

Nuestras Reglas son mina inagotable para el cielo, y verdadera riqueza de la vida religiosa. Contra la obediencia, en efecto, no hay sino pecado e imperfección; sin ella, los actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está prohibido llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce en el alma todas las virtudes, y una vez introducidas las conserva», multiplica los actos del espíritu, santificando todos los momentos de nuestra vida; nada deja a la naturaleza, sino todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión de San Bernardo, «ha hecho tan gran estima de esta virtud, que se hizo obediente hasta la muerte, queriendo antes perder la vida que la obediencia». Por eso todos los santos la han ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente celo esta preciosa virtud tan amada de Nuestro Señor. El Abad Juan podía decir, momentos antes de presentarse a Dios, que él jamás había hecho la voluntad propia. San Dositeo, que no podía practicar las duras abstinencias del desierto, fue con todo elevado a un muy alto grado de gloria después de solos cinco años de perfecta obediencia. San José de Calasanz llamaba a la religiosa obediente, piedra preciosa del Monasterio. La obediencia regular era para Santa María Magdalena de Pazzis el camino más recto de la salvación eterna y de la santidad. San Alfonso añade: «Es el único camino que existe en la religión para llegar a la salvación y a la santidad, y tan único, que no hay otro que pueda conducir a ese término... Lo que diferencia a las religiosas perfectas de las imperfectas, es sobre todo la obediencia.» Y según San Doroteo, «cuando viereis un solitario que se aparta de su estado y cae en faltas considerables, persuadíos de que semejante desgracia le acontece por haberse constituido guía de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso como seguir el propio parecer y conducirse por propias luces» .

«La suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no está en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni en visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad y tan alegremente tomemos lo amargo como lo sabroso, entendiendo que lo quiere su Majestad.» De ello ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo que, como el demonio ve que no hay camino que más presto llegue a la suma perfección que el de la obediencia, pone tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien.» La santa conoció personas sobrecargadas por la obediencia de multitud de ocupaciones y asuntos, y, volviéndolas a ver después de muchos años, las hallaba tan adelantadas en los caminos de Dios que quedaba maravillada. «¡Oh dichosa obediencia y distracción por ella, que tanto pudo alcanzar!» .

San Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En cuanto a las almas que, ardientemente ganosas de su adelantamiento, quisieran aventajar a todas las demás en la virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y observar bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar a Dios.» Era Santa Gertrudis de complexión débil y enfermiza, por lo que su superiora la trataba con mayor suavidad que a las demás, no permitiéndole las austeridades regulares. «¿Qué diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa? Someterse humildemente a su Madre, nada más; y por más que su fervor la impulsase a desear todo cuanto las otras hacían, ninguna muestra daba, sin embargo, de tener tales deseos. Cuando le mandaban retirarse a descansar, hacíalo sencillamente y sin replicar; bien segura de que tan bien gozaría de la presencia de su Esposo en la celda como si se encontrara en el coro con sus compañeras. Jesucristo reveló a Santa Matilde que si le querían hallar en esta vida le buscasen primero en el Augusto Sacramento del Altar, después en el corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso doctor otros ejemplos y luego añade: «Necesario es imitar a estos santos religiosos, aplicándonos humilde y fervorosamente a lo que Dios pide de nosotros y conforme a nuestra vocación, y no juzgando poder encontrar otro medio de perfección mejor que éste» .

«Y a la verdad, siendo Dios mismo quien nos ha escogido nuestro estado de vida y los medios de santificarnos, nada puede ser mejor ni aun bueno para nosotros, fuera de esta elección suya. Santa fue por cierto la ocupación de Marta, dice un ilustre Fundador; santa también la contemplación de Magdalena, no menos que la penitencia y las lágrimas con que lavó los pies del Salvador; empero todas estas acciones, para ser meritorias, hubieron de ejecutarse en Betania, es decir, en la casa de la obediencia, según la etimología de esta palabra; como si Nuestro Señor, según observa San Bernardo, hubiera querido enseñarnos con esto que, ni el celo de las buenas obras, ni la dulzura en la contemplación de las cosas divinas, ni las lágrimas de la penitencia le hubiesen podido ser agradables fuera de Betania» .

La obediencia a la voluntad de Dios significada es, por consiguiente, el medio normal para llegar a la perfección. Y no es que queramos desestimar, ni mucho menos, la sumisión a la voluntad de beneplácito, antes proclamamos su alta importancia y su influencia decisiva. Pues Dios con esa su voluntad nos depara y escoge los acontecimientos en vista de nuestras particulares necesidades, prestando de esta manera a la acción benéfica de nuestras reglas un apoyo siempre utilísimo y a veces un complemento necesario; apoyo y complemento tanto más precioso cuanto nos es más personal, al contrario de las prescripciones de nuestras reglas, que por fuerza han de ser generales. Sin embargo, no es menos cierto que la obediencia a la voluntad significada sigue siendo, en medio de los sucesos accidentales y variables, el medio fijo y regular, la tarea de todos los días y de cada instante. Por ella es preciso comenzar, por ella continuar y por ella concluir.

Hemos juzgado conveniente recordar esta verdad capital al principio de nuestro estudio, a fin de que los justos elogios que han de tributarse al Santo Abandono no exciten a nadie a seguirle con celo exclusivo, como si él fuera la vía única y completa. Forma, a no dudarlo, una parte importante del camino, pero jamás podrá constituir la totalidad. De otra suerte, ¿para qué guardamos la obediencia? Al descuidaría nos perjudicaríamos enormemente, sobre todo si se atiende a que durante todo el día, desde que el religioso se levanta hasta que se acuesta, casi no hay momento en que le deje de la mano y en que no lo dirija con alguna prescripción de regla; además, que la voluntad de Dios sea significada de antemano o declarada en el curso de los acontecimientos, siempre tiene la obediencia los mismos derechos e impone los mismos deberes y no nos es dado escoger entre ella y el abandono; ambos deben ir de acuerdo y en unión estrechísima.

Ofrécese la oportunidad de señalar aquí ciertas expresiones peligrosas. Decir, por ejemplo, que Dios «nos lleva en brazos» o que nos hace adelantar «a largos pasos» en el abandono, y al revés que nosotros damos «nuestros cortos pasos» en la obediencia, ¿no es acaso rebajar el precio de ésta y encarecer con exceso el valor del primero?

Si sólo se considera su objeto, la obediencia, es cierto, nos invita por lo regular a dar pasos cortitos; mas, pudiéndose contar éstos por cientos y por miles al día, su misma multiplicidad y continuidad nos hacen ya adelantar muchísimo. La constante fidelidad en las cosas pequeñas está muy lejos de ser una virtud mediocre; antes bien, es un poderoso medio de morir a sí mismo y de entregarse todo a Dios; es, llamémosle con su verdadero nombre, el heroísmo oculto. Por lo demás, ¿qué impide que nuestros pasos sean siempre largos y aun más largos? Para ello no es necesario que el objeto de la obediencia sea difícil o elevado, basta que las intenciones sean puras y las disposiciones santas. La Santísima Virgen ejecutaba acciones en apariencia vulgarísimas, mas ponía en ellas toda su alma, comunicándoles así un valor incomparable. ¿No podríamos, en la debida proporción, hacer nosotros otro tanto?

El abandono a su vez se ejercitará más frecuentemente en cosas menudas que en pruebas fuertes. Además, no es cierto que Dios por su voluntad de beneplácito nos «lleve en brazos» y nos haga avanzar sin trabajo alguno de nuestra parte. Ordinariamente al menos, pide activa cooperación y personal esfuerzo del alma, cuyo espiritual aprovechamiento guarda relación con esa su buena voluntad. Y al revés, ocasiones habrá en que por desgracia contrariemos la acción de Dios, enorgulleciéndonos en 1a prosperidad, rebelándonos en la adversidad; en cuyo caso también caminaremos a largos pasos, pero hacia atrás.

Dos cosas dejamos, pues, asentadas: primera, que debemos respetar ambas voluntades divinas, esto es, obedecer generosamente a la voluntad significada y abandonarnos con confianza a la de beneplácito; y segunda, que así en la obediencia como en el abandono Dios no quiere en general santificarnos sin nosotros; siendo, por tanto, necesario que nuestra acción concurra con la divina, y ello en tal forma que la buena voluntad venga a ser la indicadora de nuestro mayor o menor progreso.

4. CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE BENEPLÁCITO

Al reservar el nombre de obediencia para indicar el cumplimiento de la voluntad significada, y el de la conformidad para indicar la sumisión al beneplácito divino, hemos creído seguir el uso más generalizado; con todo, preciso es reconocer que reina una gran divergencia sobre este punto. San Alfonso en particular expresa frecuentemente las dos cosas bajo el nombre de conformidad. Será, pues, necesario atender al contexto para ver en qué sentido toman los autores estos términos.

Como todas las demás virtudes, la conformidad con la Providencia, o la sumisión al beneplácito de Dios, abarca muchos grados de perfección, ora se mire la acción más o menos generosa de la voluntad, ora se considere el motivo más o menos elevado de esta adhesión.

1º Tomando por base de esta clasificación la generosidad con que adaptamos nuestro querer al de Dios, el P. Rodríguez reduce estos grados a tres:

«El primero es cuando las cosas de pena que suceden, el hombre no las desea ni las ama, antes las huye, pero quiere sufrirías antes que hacer cosa alguna de pecado por huirías. Este es el grado más ínfimo y de precepto; de manera que aunque un hombre sienta pena, dolor y tristeza con los males que le suceden, y aunque gima cuando está enfermo y dé gritos con la vehemencia de los dolores, y aunque llore por la muerte de los parientes, puede con todo eso tener esta conformidad con la voluntad de Dios.

»El segundo grado es cuando el hombre, aunque no desea los males que le suceden, ni los elige, pero después de venidos los acepta de buena gana por ser aquélla la voluntad y el beneplácito de Dios: de manera que añade este grado al primero, tener alguna buena voluntad y algún amor a la pena por Dios, y el quererla sufrir no solamente mientras está de precepto obligado a sufrirla, sino también mientras el sufrirla fuera más agradable a Dios. El primer grado lleva las cosas con paciencia; este segundo añade el llevarlas con prontitud y facilidad.

»El tercero es cuando el siervo de Dios, por el grande amor que tiene al Señor, no solamente sufre y acepta de buena gana las penas y trabajos que le envía, sino los desea y se alegra mucho con ellos, por ser aquélla la voluntad de Dios». Así es como los Apóstoles se regocijaban de haber sido juzgados dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús, y San Pablo rebosaba de gozo en medio de sus tribulaciones.

¿Nos será permitido observar que el amor de donde procede el segundo grado puede muy bien ser el amor de esperanza, y que la diferencia entre este segundo grado y el tercero tal vez estuviera declarada mejor de otro modo?

Esta clasificación es comúnmente admitida, de suerte que aun variando los detalles, según los autores, el fondo es el mismo. La encontramos ya en nuestro Padre San Bernardo, y hasta nos parece que nadie ha estado tan acertado como él, ni en precisar los grados ni en señalar los motivos. Recuerda las tres vías clásicas de los principiantes, de los proficientes y de los perfectos, asignándoles por móviles respectivos, el temor, la esperanza y el amor; y luego añade: «El principiante, impulsado por el temor, sufre la cruz de Cristo con paciencia; el proficiente, impulsado por la esperanza, la lleva con gusto; el que está consumado en la caridad la abraza ya con amor».

2º Atendiendo al motivo de nuestra conformidad con el beneplácito de Dios, distinguiremos la que proviene de puro amor, y la que procede de cualquier otra causa sobrenatural.

En opinión de San Bernardo, a los principiantes que no poseen por lo general sino la simple resignación, esta conformidad les viene del temor; los proficientes, en cambio, llevan la cruz con gusto, y su conformidad es más elevada que la anterior y tiene por causante la esperanza; los perfectos abrazan la cruz con ardor, y esta perfecta conformidad es el fruto del amor divino.

Entiéndese fácilmente que el temor basta para producir la simple resignación; mas para que la sumisión crezca en generosidad, para que suba hasta el gozo menester es suponer un desasimiento más completo, una fe más viva, una confianza en Dios más firme. Con todo no es necesariamente hija del puro amor, ya que a tales alturas puede muy bien elevarnos el deseo de los bienes eternos. Un alma ansiosa del cielo tendrá por gran dicha las pequeñas pruebas y aun las grandes tribulaciones, según se hallare de penetrada por las seductoras promesas del Apóstol. «No son de comparar los sufrimientos de la vida presente con la futura gloria que se ha de manifestar en nosotros. Nuestras tribulaciones tan breves y ligeras nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria».

Hay, en fin, la conformidad por puro amor, que es en sí la más perfecta, porque nada hay tan elevado, delicado, generoso y perseverante como el amor sobrenatural. Ahora bien, puesto que la caridad es para todos un mandamiento, no hay al parecer, un solo fiel que no pueda emitir, al menos de cuando en cuando, actos de conformidad por amor, actos que él producirá mejor y con más gusto, conforme fuere creciendo en caridad. Y aun día vendrá cuando, viviendo principalmente por puro amor, también por puro amor se conforme con las disposiciones de la Providencia, por lo menos de una manera habitual. Mas también, así como el alma adelantada puede elevarse de continuo en el amor santo, así igualmente podrá crecer sin cesar en la conformidad que nace del amor.

Esto supuesto, ¿qué lugar ocupa el Santo Abandono entre los mencionados grados de espiritual conformidad? Indudablemente, el más encumbrado, y eso ya se mire a la generosidad de la sumisión, ya al móvil de la misma.

Si se atiende a la generosidad, el Santo Abandono sólo parece hallarse satisfecho en el grado superior; no así el primer grado, es decir, en resignación, que no sube tan alto, y que basta para la simple vida cristiana, pero no para la vida perfecta, eso fuera de que no implica el total desasimiento y la total entrega de la voluntad que es inherente al abandono; y lo mismo se diga de lo que hemos llamado segundo grado, que con ser más generoso que el anterior aún carece del completo desapego, sin el cual no podría el alma mostrarse indiferente a todo y poner enteramente su voluntad en manos de la Providencia.

Si se considera el motivo determinante, el abandono es una conformidad por amor, con particulares matices que le dan un carácter acentuado de confianza filial y de total donación. En una palabra, y como se verá mejor más adelante, es la cumbre del amor y de la conformidad.

No sólo no quisiéramos restar méritos a la simple resignación, como tampoco a la conformidad que no nace del puro amor; al contrario, nos felicitaríamos de hacer resaltar su valor e importancia. Pero nuestro designio es tratar explícitamente tan sólo del Santo Abandono, y así comenzaremos a describirle de manera clara y minuciosa según la doctrina de San Francisco de Sales; esperando, sin embargo, que las almas menos adelantadas en la conformidad podrán seguir con provecho el desarrollo de nuestro trabajo, y, habida la conveniente proporción, aplicarse muchas cosas.

 

5. NOCIÓN DEL ABANDONO

Ante todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay va a darnos la respuesta en página luminosa harto conocida: « Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de obediencia... La obediencia se refiere a la virtud cardinal de la justicia, en tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la caridad. Tampoco decimos resignación; pues aunque la resignación mira naturalmente a la voluntad divina, y no la mira sino para someterse a ella, pero sólo entrega, por decirlo así, a Dios una voluntad vencida, una voluntad, por consiguiente, que no se ha rendido al instante y que no cede sino sobreponiéndose a sí misma. El abandono va mucho más lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque la voluntad del hombre que acepta la de Dios... parece no subordinársele sino después de haber comprobado sus derechos. De manera que no nos conduce a donde queremos ir. La aquiescencia casi, casi, nos conduciría... pero, ¿quién no ve que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior, y que la voluntad asustada primero ante el poder divino sólo se aquieta y se deja manejar después de tal discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear la palabra conformidad, que es convenientísima y, si cabe, la consagrada para la materia, como lo hiciera el P. Rodríguez, que con este título compuso un excelente tratado en su libro tan recomendable: De la Perfección y Virtudes cristianas. Sin embargo, este vocablo refleja mejor un estado que un acto; estado que por lo demás parece presuponer una especie de ajuste asaz laborioso y paciente. Al pronunciarla surge la idea de un modelo que un artista se hubiese esforzado por imitar después de contemplarlo y admirarlo. Y aun cuando la conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un no pequeño resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado con más acierto de habernos servido de la palabra indiferencia (palabra mágica en los ejercicios de San Ignacio), la cual es muy usual y también muy exacta por cuanto expresa el estado de un alma que rinde a la voluntad de Dios el perfecto homenaje de que pretendemos hablar...? Es palabra negativa, pero el amor se sirve de ella tan sólo como de escabel, siendo cierto que nada hay en definitiva tan real como el amor. La palabra más indicada en nuestro caso era, por tanto, abandono».

Y en verdad, no hay otra que así describa el movimiento amoroso y confiado con que nos echamos en manos de la Providencia, al igual que un niño en los brazos de su madre. Es cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo en atención al abuso que de ella hicieron los quietistas, pero recobró ya el derecho de ciudadanía y hoy la emplean todos de un modo corriente; nosotros haremos lo mismo, después de precisar su sentido.

«Abandonar nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos -dice el piadoso Obispo de Ginebra-, no es otra cosa que despojarnos de nuestra propia voluntad para dársela a Dios.» En este movimiento de amor, que es el acto mismo del abandono, hay, por consiguiente, un punto de partida y otro de término; porque es preciso que la voluntad salga de sí misma para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el abandono contiene dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y la entrega completa de nuestra voluntad en manos de la Providencia; el primero es condición necesaria, y elemento constitutivo el segundo.

 

1º La santa indiferencia

Sin la santa indiferencia el abandono resultará imposible. Nada es en sí tan amable como la voluntad de Dios. Significada de antemano o manifestada por los acontecimientos, a nada tiende si no es a conducirnos a la vida eterna, a enriquecernos desde ahora con un aumento de fe, de caridad y de buenas obras. Dios mismo es quien viene a nosotros como Padre y Salvador, con el corazón rebosante de ternura y las manos llenas de beneficios. Mas con ser tan amable y todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos obstáculos. En efecto, la ley divina, nuestras Reglas, las inspiraciones de la gracia, la práctica esmerada de las virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad significada, nos impone mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de dificultades imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino beneplácito a las cruces de antemano conocidas. La mayor dificultad, sin embargo, viene del pecado original, que nos deja llenos de orgullo y sensualidad e infestados de la triple concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los más imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la gloria y los falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo, los objetos creados, los acontecimientos, todo conspira a despertar en nosotros estos gustos y estas repugnancias. Son harto numerosos los motivos por los cuales corremos frecuentes riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de no verla.

¿Quién nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién desembarazará nuestra voluntad de tantos estorbos si no es la mortificación cristiana en todas sus formas? De ella hemos menester no pequeña dosis para asegurar la simple resignación; y el no tenerla así es causa de que haya tantos rebeldes, quejumbrosos, descontentos, tan pocos enteramente sumisos y por lo mismo tantísimos desgraciados, y tan poquitas almas de verdad felices. Y, sin embargo, aún se precisa mucho más para hacer posible el abandono, por lo menos el abandono habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la voluntad ligada a la tierra por el cable del pecado, o por los lazos de mil aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de Dios, como un niño en los brazos de su madre, dispuesta a todas sus determinaciones, aun las más mortificantes, si no ha adquirido la firmeza que da el espíritu de sacrificio, si no ha disciplinado las pasiones, si no se ha vuelto indiferente a todo lo que no es Dios y su voluntad santísima? La voluntad humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y disponerse (cosa que generalmente no conseguirá sin paciencia y prolongado trabajo) a sentir privaciones y soportar quebrantos, a no hacer caso del placer ni del dolor; en una palabra, debe aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y santa indiferencia.

Por lo menos necesitará la indiferencia de apreciación y de voluntad. Una vez así dispuesta y hondamente convencida de que Dios lo es todo, y que las criaturas nada son o nada significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas temporales, sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela, y a su santísima voluntad, guía único que la podrá conducir a su propio fin. ¡ Ojalá haya adquirido también en gran cantidad la indiferencia de gusto, de suerte que el mundo y sus pasatiempos, los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto pueda alejarla de Dios le inspire disgusto, todo cuanto la lleve a Dios, aunque sea el padecimiento, le agrade, cual acontece a las almas que tienen hambre y sed de Dios! ¡ Cuán facilitada encontraría así el alma la práctica del Santo Abandono!

Esta indiferencia no es insensibilidad enfermiza, ni cobarde y perezosa apatía, ni mucho menos el orgulloso desdén estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino una vana palabra». Es la energía singular de una voluntad que, vivamente esclarecida por la razón y la fe desprendida de todas las cosas, dueña por completo de sí misma, en la plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus fuerzas para concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced

a esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover por atractiva o repulsiva que se la suponga, fija siempre en conservarse pronta a cualquier acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la Providencia declare su beneplácito.

Un alma santamente indiferente se parece a una balanza en equilibrio, dispuesta a ladearse a la parte que quiera la voluntad divina; a una materia prima igualmente preparada para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en blanco sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan también « a un licor que, no teniendo por si propio forma, adopta la del vaso que lo contiene. Ponedlo en diez vasos diferentes y lo veréis tomar diez formas diferentes, y tomarlas así que es vertido en ellos». Esta alma es flexible y tratable, como «una bola de cera en las manos de Dios, para recibir igualmente todas las impresiones del eterno beneplácito» o como «un niño que aún no dispone de voluntad, para querer ni amar cosa alguna», o, en fin, «permanece en la presencia de Dios como una bestia de carga». «Una bestia de carga jamás anda con preferencias ni distingos en el servicio de su dueño:

ni en cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a la persona, ni en cuanto a la carga; os prestará servicio en la ciudad y en el campo, en las montañas y en los valles; la podéis conducir a derecha e izquierda, e irá a donde quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la mañana, a la tarde, de día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar de un niño que de un adulto, y tan holgada y contenta se mostrará acarreando estiércol como tisúes, diamantes y rubíes.»

Por lo mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda manifestación de la voluntad divina, cualquiera que fuere, la encuentra libre y se la apropia como terreno que a nadie pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser mucho, ser poco, no ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá; ser humillada, ser tenida en olvido; padecer necesidad o estar bien provista; disponer de mucho tiempo o estar abrumada de trabajo; estar sola o acompañada y en aquella compañía que uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver sino lo preciso del suelo para poner el pie; sentir consuelos o sequedades y en tales sequedades ser tentada; disfrutar de salud o llevar una vida enfermiza, arrastrada y lánguida por tiempo indeterminado; estar imposibilitada y convertirse en carga molesta para la Comunidad a la que se había venido a servir; vivir largo tiempo, morir pronto, morir ahora mismo; todo le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no quiere nada, y no quiere nada por lo mismo que lo quiere todo».

 

2º La entrega completa

La santa indiferencia ha hecho posible la entrega completa de nosotros mismos en las manos de Dios. Añadamos ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial es elemento positivo del abandono y su principio constitutivo. Para precisar bien su significado y extensión, se han de considerar dos momentos psicológicos, según que los hechos estén aún por suceder o hayan sucedido.

Antes de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es, según la doctrina de San Francisco de Sales, «una simple y general espera», una disposición filial para recibir cuanto quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los brazos de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de adoptar prudentes providencias y el derecho a querer y elegir? Es cosa que hemos de averiguar en los capítulos siguientes. En todo caso, la actitud preferida de un alma indiferente a las cosas de aquí abajo, plenamente desconfiada de su propio parecer y amorosamente confiada en Dios solo, es, según la doctrina del mismo santo Doctor, «no entretenerse en desear y querer las cosas (cuya decisión se ha reservado Dios para sí), sino dejarle que las quiera y las haga por nosotros conforme le agradare».

Después de suceder los hechos y cuando ya han declarado el beneplácito divino, «esta simple espera se convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el momento en que una cosa se le presenta así divinamente esclarecida y consagrada, el alma se entrega con celo y con pasión se adhiere a ella; porque el amor es el fondo de su estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida tan intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás, en él se halla reconcentrada por completo. Por donde, siempre que la voluntad divina pide algo que a esta alma se refiera, y cuando todos la notarían de insensible y fría, la vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño dormido a quien no pudiera despertar su madre sin que la tendiese sus bracitos, así sonríe ella a todas las muestras del querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su docilidad es activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un si viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un amén ardiente que va a juntarse con aquel otro amén del cielo con el cual concuerda.»

San Francisco de Sales llama a este abandono «el tránsito o muerte de la voluntad», en el sentido de que «nuestra voluntad traspasa los límites de su vida ordinaria para vivir toda en la voluntad divina; cosa que ocurre cuando no sabe ni desea ya querer nada, si no es abandonarse sin reservas a la Providencia, mezclándose y anegándose de tal suerte en el beneplácito divino que no aparezca más por ninguna parte». Venturosa muerte, por la cual se eleva uno a superior vida, «como se eleva todas las mañanas la claridad de las estrellas y se cambia con la luz esplendorosa del sol, al aparecer éste trayendo el día».

Dos grados hay, según el piadoso Doctor, en este traspaso de nuestra voluntad a la de Dios: en el primero el alma aún presta atención a los acontecimientos, pero bendice en ellos a la Providencia. El autor de la Imitación hácelo en estos términos: «Señor: esté mi voluntad firme y recta contigo, y haz de mí lo que te agradare... Si quieres que esté en tinieblas, bendito seas, y si quieres que esté en luz, también seas bendito; si te dignares consolarme, bendito seas; y si me quieres atribular, también seas bendito para siempre». En el segundo grado, el alma ni siquiera presta atención a los acontecimientos; y por más que los sienta, aparta de ellos su corazón aplicándole a «la dulzura y Bondad divinas, que bendice no ya en sus efectos ni en los sucesos que ordena, sino en sí misma y en su propia excelencia... lo que sin duda constituye un ejercicio mucho más eminente».

Para mejor dar a entender y gustar la santa indiferencia o el amoroso abandono de nuestro querer en las manos de Dios, el piadoso Obispo de Ginebra nos propone magníficos ejemplos y deliciosísimas comparaciones. En la imposibilidad de citarlos aquí, rogamos a nuestros lectores que consulten el texto mismo. Propone como modelos a Santa María Magdalena, a la suegra de San Pedro, a Margarita de Provenza, esposa de San Luis. ¿Quién no conoce los apólogos tan ingeniosos y tan suaves de la estatua en su nicho, del músico que se queda sordo y de la hija del cirujano? Se leerán y releerán veinte veces con tanto gusto como edificación. El piadoso autor muestra marcada preferencia por determinados símiles y comparaciones; y así dice: un criado en seguimiento de su señor no se dirige a ninguna parte por propia voluntad, sino por la de su amo; un viajero, embarcado en la nave de la divina Providencia, se deja mover según el movimiento del barco, y no debe tener otro querer sino el de dejarse llevar por el querer de Dios; el niño que aún no dispone de su voluntad, deja a su madre el cuidado de ir, hacer y querer lo que creyere mejor para él. Ved sobre todo al dulcísimo Niño Jesús en los brazos de la Santísima Virgen, cómo su buena Madre anda por El y quiere por El; Jesús la deja el cuidado de querer y andar por El, sin inquirir adonde va, ni si camina de prisa o despacio; bástale permanecer en los brazos de su dulcísima Madre.

Una vez descrito el abandono en sus líneas más generales, vamos a ver ahora en sendos capítulos cómo no excluye ni la prudencia ni la oración, ni los deseos, ni los esfuerzos personales ni el sentimiento de las penas.

 

6. ABANDONO Y PRUDENCIA

Por perfectas que sean nuestra confianza en Dios y nuestra total entrega en manos de la Providencia para cuanto sea de su agrado, jamás quedaremos dispensados de seguir las reglas de la prudencia. La práctica de esta virtud, natural y sobrenatural, pertenece a la voluntad significada: es ley estable y de todos los días. Dios quiere ayudarnos, pero a condición de que hagamos lo que de nosotros depende: «A Dios rogando y con el mazo dando», dice el refrán, obrar de otra manera es tentar a Dios y perturbar el orden por El establecido. A todos predica Nuestro Señor la confianza, pero a nadie autoriza la imprevisión y la pereza. No exige que los lirios hilen, ni que las aves cosechen; mas a los hombres nos ha dotado de inteligencia, previsión y libertad, y de ellas quiere que nos valgamos. Abandonarse a Dios sin reserva y sin poner cuanto estuviere de nuestra parte sería descuido y negligencia culpables. Mejor calificación merece la piedad de David, el cual, aunque espera resignado cuanto Dios tuviere a bien disponer respecto de su reino y de su persona durante el levantamiento de Absalón, no por eso deja de dar inmediatamente a las tropas y a sus consejeros y principales confidentes las órdenes necesarias para procurarse un lugar retirado y seguro, y para restablecer su posición política. «Dios lo quiere...», así hablaba Bossuet a los quietistas de su tiempo, que so pretexto de dejar obrar a Dios, echaban a un lado la previsión y solicitud moderadas. Y añade: «Ved ahí en qué consiste, según la doctrina apostólica, el abandono del cristiano, el cual bien a las claras se ve que presupone dos fundamentos: primero, creer que Dios cuida de nosotros; y segundo, convencerse de que no son menos necesarias la acción y la previsión personales; lo demás seria tentar a Dios».

Porque si hay sucesos que escapan a nuestra previsión y que dependen únicamente del beneplácito divino, como lo son respecto a nosotros las calamidades públicas o los casos de fuerza mayor, hay otros en que la prudencia tiene que desempeñar un papel importante, ya para prevenir eventualidades molestas, ya para atenuar sus consecuencias, ya también para sacar siempre de ellos nuestro provecho espiritual. Citemos sólo algunos ejemplos. Con absoluta confianza debemos creer que Dios no ha de permitir seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, fiel como es a sus promesas; mas esto a condición de que «quien piensa que está firme, mire no caiga», y de que cada uno «vele y ore para no caer en la tentación». En las consolaciones y sequedades, en las luces y oscuridades, en la calma y tempestad, en medio de estas u otras vicisitudes que agitan la vida espiritual, habremos de comenzar por suprimir, si de ello hubiere necesidad, la negligencia, la disipación, los apegos, cuantas causas voluntarias se opongan a la gracia; procurando al mismo tiempo permanecer constantes en nuestro deber en contra de tantas variaciones. Sólo así tendremos derecho de abandonarnos con amor y confianza al beneplácito divino.

Lo propio deberán hacer las personas que desempeñen cargos cuando pasen por alternativas de acierto y de fracaso; las cuales, ora se les ponga el cielo claro y sereno, ora encapotado, siempre tendrán el deber y habrán de sentir la necesidad de confiarse a la divina Providencia; empero «no conviene que el superior, so pretexto de vivir abandonado a Dios y de reposar en su seno, descuide las enseñanzas propias de su cargo», y deje de cumplir sus obligaciones. Y lo mismo en lo concerniente a lo temporal; sea cual fuere el abandono en Dios, es de necesidad que uno siembre y coseche y que otro confeccione los vestidos, que éste prepare la comida y así en todo lo demás. Otro tanto ha de decirse en cuanto a la salud y la enfermedad. Nadie tiene derecho a comprometer su vida por culpables imprudencias, debiendo cada cual tener un cuidado razonable de su salud; y si es del agrado de Dios que uno caiga enfermo, «quiere El por voluntad declarada que se empleen los remedios convenientes para la curación; un seglar llamará al médico y adoptará los remedios comunes y ordinarios; un religioso hablará con los superiores y se atendrá a lo que éstos dispusieren». Así han obrado siempre los santos, y si a veces los vemos abandonar las vías de la prudencia ordinaria, hacíanlo para conducirse por principios de una prudencia superior.

El abandono no dispensa, pues, de la prudencia, pero destierra la inquietud. Nuestro Señor condena con insistencia la solicitud exagerada, en lo que se refiere al alimento, a la bebida, al vestido, porque, ¿cómo podrá el Padre celestial desamparar a sus hijos de la tierra, cuando proporciona la ración ordinaria a las avecillas del cielo que no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y cuando a los lirios del campo, que no tejen ni hilan, los viste con galas que envidiaría el rey Salomón? San Pedro nos invita también a depositar en Dios todos nuestros cuidados, todas nuestras preocupaciones porque el Señor vela por nosotros. Habíalo ya dicho el Salmista: «Arroja en el seno de Dios todas tus necesidades y El te sostendrá: no dejará al justo en agitación perpetua».

En parecidos términos se expresa San Francisco de Sales hablando de la prudencia unida al abandono; quiere el santo que ante todo cumplamos la voluntad significada; que guardemos nuestros votos, nuestras Reglas, la obediencia a los superiores, pues no hay camino más seguro para nosotros; que asimismo hagamos la voluntad de Dios declarada en la enfermedad, en las consolaciones, en las sequedades y en otros sucesos semejantes; en una palabra, que pongamos todo el cuidado que Dios quiere en nuestra perfección. Hecho esto, el santo pide que «desechemos todo cuidado superfluo e inquieto que de ordinario tenemos acerca de nosotros mismos y de nuestra perfección aplicándonos sencillamente a nuestra labor y abandonándonos sin reserva en manos de la divina Bondad, por lo que mira a las cosas temporales, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestra vida espiritual y a nuestra perfección». Porque «estas inquietudes provienen de deseos que el amor propio nos sugiere y del cariño que en nosotros y para nosotros nos tenemos».

Esta unión moderada de la prudencia con el abandono es doctrina constante en el Santo Doctor. Cierto que en alguna parte al alma de veras confiada la invita a «embarcarse en el mar de la divina Providencia sin provisiones, ni remos, ni virador, sin velas, sin ninguna suerte de provisiones… no cuidándose de cosa alguna, ni aun del propio cuerpo o de la propia alma.., pues Nuestro Señor mirará suficientemente por quien se entregó del todo en sus manos». Mas el piadoso Doctor estaba hablando de la huida a Egipto, es decir, de uno de esos trances en que siendo imposible al hombre prever ni proveerse, no le queda más remedio que entregarse y confiarse de todo en todo a la divina Providencia.

7. LOS DESEOS Y PETICIONES EN EL ABANDONO

No hablamos aquí de los gustos y repugnancias comoquiera, sino de los deseos voluntariamente formados y adrede proseguidos, de esos deseos que se convierten en resoluciones, en peticiones y esfuerzos. ¿Son compatibles o no con el Santo Abandono?

Que lo sean con la simple resignación, nadie lo duda, «pues aunque la resignación -dice San Francisco de Sales- prefiere la voluntad de Dios a todas las cosas, mas no por eso deja de amar otras muchas además de la voluntad de Dios»; y aduciendo el ejemplo de un moribundo, añade: «Preferiría vivir en lugar de morir, pero en vista de que el beneplácito de Dios es que muera..., acepta de buena gana la muerte por más que continuaría viviendo aún con mayor gusto.» ¿Sucede lo propio con la perfecta indiferencia y el santo abandono? ¿Es ir contra la perfección del abandono desear y pedir que tal o cual acontecimiento feliz se realice y perdure, que tal prueba espiritual o temporal no se presente o acabe?

En general, y salvo posibles excepciones, se pueden formar deseos y peticiones de este género, pero no hay obligación.

Hay derecho de hacerlo. Pues Molinos fue condenado por haber sostenido la proposición siguiente: «No conviene que quien se ha resignado a la voluntad de Dios le haga ninguna súplica; porque, siendo ésta un acto de voluntad y elección propias, y pretendiéndose con ellas que la voluntad divina se amolde a la nuestra, vendría a resultar una verdadera imperfección. Las palabras evangélicas "pedid y recibiréis no las dijo Jesucristo para las almas interiores que no quieren poseer voluntad propia. Es más, estas almas llegan a no poder dirigir a Dios una petición.»

«No temáis, pues -dice el Padre Baltasar Álvarez-, desear y pedir la salud, si estáis decididos a emplearla puramente en servicio de Dios: tal deseo, en vez de ofenderle, le agradará. En apoyo de mi aserto puedo citar su propio testimonio: Mi amor a las almas es tan grande, decía El a Santa Gertrudis, que me fuerza a secundar los deseos de los justos, siempre que estén inspirados en un celo puro y humanamente desinteresado. ¿Hay enfermos que desean de veras la salud para servirme mejor?, que me la pidan con toda confianza. Más aún: si la desean para merecer mayor galardón, me dejaré doblegar, pues les amo hasta el extremo de asemejar sus intereses a los míos.»

En idéntico sentido se expresa San Alfonso: «Cuando las enfermedades nos aflijan con toda su agudeza, no será falta darlas a conocer a nuestros amigos, ni aun pedir al Señor que nos libre de ellas. No hablo sino de los grandes padecimientos.» La misma doctrina enseña a propósito de las arideces y de las tentaciones, apoyándola en dos ejemplos entre todos memorables; el primero es el del Apóstol, el cual, abofeteado por Satanás, no creía faltar al perfecto abandono, rogando por tres veces al Señor que apartase de él el espíritu impuro; mas en habiéndole Dios respondido «Bástate mi gracia», San Pablo acepta humildemente la necesidad de combatir, y yendo más lejos, se complace en su debilidad, porque en la aflicción es cuando se siente fuerte, merced a la virtud de Cristo.

El segundo ejemplo es aún más augusto, y ofrece una prueba sin réplica. El mismo Jesucristo en el momento de su Pasión, descubrió a sus apóstoles la extrema aflicción de su alma, y rogó hasta tres veces a su Padre le librase de ella. Mas este divino Salvador nos enseñó al propio tiempo con su ejemplo lo que hemos de hacer después de semejantes peticiones: resignarnos inmediatamente a la voluntad de Dios, añadiendo con El: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que Vos queréis.»

Inútil es añadir nada para dar a entender lo que no es permitido en parecidas circunstancias. San Francisco de Sales señala, sin embargo, una excepción: «Si el beneplácito divino nos fuera declarado antes de su realización como lo fue a San Pedro el género de su muerte, a San Pablo las cadenas y la cárcel, a Jeremías la destrucción de su amada Jerusalén, a David la muerte de su hijo; en tal caso deberíamos unir al instante nuestra voluntad a la de Dios.» Esto en la suposición de que el beneplácito divino aparezca absoluto e irrevocable; de no ser así, conservamos el derecho de formular deseos y peticiones.

Pero, por lo general, no estamos obligados a ello, pues los sucesos de que se trata dependen del beneplácito de Dios, a quien toca decidir, no a nosotros. Y una vez que se haya hecho cuanto la prudencia exige, ¿por qué no nos será permitido decir a nuestro Padre celestial: «Vos sabéis cuánto ansío crecer en virtud y amaros cada vez más? ¿Qué me conviene para conseguirlo? ¿La salud o la enfermedad, las consolaciones o la aridez, la paz o la guerra, los empleos o la total carencia de ellos? Yo no lo sé, pero Vos lo sabéis perfectamente. Ya que permitís que exponga mis deseos, yo prefiero confiarme a Vos, que sois la misma Sabiduría y Bondad; haced de mí lo que os plazca. Otorgadme tan sólo la gracia de someterme con entera voluntad a cuanto decidiereis.» Parécenos que ningún deseo, ninguna petición puede testimoniar mayor confianza en Dios que esta actitud, ni mostrar más abnegación, obediencia y generosidad de nuestra parte.

Tal es el sentir de San Alfonso. Establece el santo tres grados en la buena intención: «1º Puédese proponer la consecución de bienes temporales, por ejemplo, mandando celebrar una misa o ayunando para que cese tal enfermedad, tal calumnia, tal contrariedad temporal. Esta intención es buena, supuesta la resignación, pero es la menos perfecta de las tres, porque su objeto no se levanta de lo terreno. 2º Puédese proponer la satisfacción a la justicia divina o conseguir bienes espirituales: como virtudes, méritos, aumento de gloria en el cielo. Esta segunda intención vale más que la primera. 3º Puédese no desear sino el beneplácito de Dios, el cumplimiento de la divina voluntad. He aquí la más perfecta de las tres intenciones y la más meritoria.» «Cuando estamos enfermos, dice en otra parte, lo mejor es no pedir enfermedad ni salud, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, para que El disponga de nosotros como le plazca.» San Francisco de Sales es aún más claro y explícito. Nos enseña a inclinarnos siempre hacia donde más se distinga la voluntad de Dios y a no tener más deseos que éste. «Aunque el Salvador de nuestras almas y el glorioso San Juan, su Precursor, gozasen de propia voluntad para querer y no querer las cosas, sin embargo, en lo exterior dejaron a sus madres al cuidado de querer hacer por ellos lo que era de necesidad.» Nos exhorta a «hacernos plegables y manejables al beneplácito divino como si fuéramos de cera, no entreteniéndonos en querer y en desear las cosas; antes dejando que Dios las quiera y haga como le agradare». Propone después por modelo a la hija de un cirujano que decía a su amiga: «Estoy padeciendo muchísimo y, sin embargo, ningún remedio se me ocurre, pues no sé cuál sea el más acertado, y pudiera suceder que deseando una cosa me fuera necesaria otra. ¿No será mejor descargar todo este cuidado en mi padre que sabe, puede y quiere por mi cuanto requiere la cura? Esperaré a que él quiera lo que juzgare conveniente y no me aplicaré sino a mirarle, a darle a conocer mi amor filial e ilimitada confianza. ¿No testimonió esta hija un amor más firme hacia su padre que si hubiera andado pidiéndole remedios para su dolencia o que se hubiera entretenido en mirar cómo le abría las venas y corría la sangre?»

¿Quién no conoce la célebre máxima: «Nada desear, nada pedir, nada rehusar»? San Francisco de Sales, cuya es la fórmula, declara expresamente que ella no se refiere a la práctica de las virtudes; y personalmente la aplica con especial insistencia a los cargos y empleos de la Comunidad, sin dejar de proponerla también para el tiempo de enfermedad, de consolación, de aflicción, de contrariedad, en una palabra, para todas las cosas de la tierra y todas las disposiciones de la Providencia, «sea por lo que mira al exterior, sea por lo que respecta al interior. Siente un extremado deseo de grabarla en las almas, por considerarla de excepcional importancia».

Preguntaron al Santo Doctor si no podía uno desear los «empleos humildes» movidos por la generosidad. «No, respondió el Santo; por causa de humildad.» «Hijas mías, este deseo no implica nada de malo, sin embargo, es muy sospechoso y pudiera ser un pensamiento puramente humano. En efecto, ¿qué sabéis vosotras si habiendo anhelado estos empleos bajos, tendréis el valor de aceptar las humillaciones, las abyecciones y las amarguras con que habéis de topar en ellos y si lo tendréis siempre? Hay que considerar, por tanto, el deseo de cualquier género de cargos, bajos u honrosos, como una verdadera tentación; y lo mejor será no desear nunca nada, sino vivir siempre dispuesto a hacer cuanto de nosotros exigiere la obediencia.»

En resumen, para cuanto se refiere al beneplácito de Dios, en tanto su voluntad no parezca absoluta e irrevocable, podemos formular deseos y peticiones, por más que a ello no estemos obligados, y aún es más perfecto entregarse en todo esto a la Providencia. Existen, sin embargo, casos en que sería obligatorio solicitar el fin de una prueba, por ejemplo, si para ello se recibe la orden del superior. Si viera uno que desmaya por falta de fuerzas y de ánimos, bastaríale orar en esta forma: Dios mío, dignaos de aliviar la carga o aumentar mis fuerzas; alejad la tentación o concededme la gracia de vencerla.

En cuanto al tenor de estas oraciones, se pedirán de un modo absoluto los bienes espirituales absolutamente necesarios; los que no constituyen sino un medio de tantos hanse de pedir a condición de que tal sea el divino beneplácito, haciendo con mayor razón la misma salvedad con respecto a los bienes temporales. Lo que es preciso desear sobre todo es santificar la prosperidad y la adversidad, «buscando el reino de Dios y su justicia: lo restante nos será dado por añadidura». A los que invierten este orden y buscan principalmente el fin de las pruebas, el Padre de la Colombière dirige el siguiente párrafo eminentemente sobrenatural: «Mucho me temo que estéis orando y haciendo orar en vano. Lo mejor hubiera sido mandar decir esas misas y hacer voto de estos ayunos en orden a alcanzar de Dios una radical enmienda, la paciencia, el desprecio del mundo, el desasimiento de las criaturas. Cumplido esto, hubierais podido hacer peticiones para la recuperación de vuestra salud y prosperidad de vuestros negocios; Dios las hubiera oído con gusto o más bien las hubiera prevenido, bastándole conocer vuestros deseos para satisfacerlos».

Esta doctrina es conforme a la práctica de las almas santas, pues si a veces piden el fin de una prueba, más frecuentemente es verlas inclinadas hacia el deseo del padecimiento al cual se ofrecen cuando sólo escuchan la voz de su generosidad; mas cuando la humildad les habla con mayor elocuencia que el espíritu de sacrificio, entonces ya no piden nada y se remiten a los cuidados de la Providencia. Finalmente, lo que domina y prevalece en estas almas es el amor de Dios junto con la obediencia y el abandono a todas sus determinaciones.

Así vemos que Santa Teresa del Niño Jesús, después de haber estado llamando largo tiempo al dolor y a la muerte como mensajeros de gozo, llega un día en que, a pesar de apreciarlos, ya no los desea; porque sólo necesita amor, y únicamente se aficiona a «la vida de la infancia espiritual, al camino de la confianza y del total abandono. Mi Esposo, dice, me concede a cada instante lo que puedo soportar, nada más; y si al poco rato aumenta mi padecer, también acrecienta mis fuerzas. Sin embargo, jamás pediría yo sufrimientos mayores; que soy harto pequeñita. No deseo más vivir que morir; de manera que si el Señor me diese a escoger, nada escogería; sólo quiero lo que El quiere; sólo me gusta lo que El hace».

Otra alma generosa «tampoco pedía a Dios la librara de sus penas; pedíale, sí, la gracia de no ofenderle, de crecer en su amor, de llegar a ser más pura. Dios mío, ¿queréis que yo sufra? Sea enhorabuena, yo quiero sufrir. ¿Queréis que sufra mucho?, quiero sufrir mucho. ¿Queréis que sufra sin consuelo?, pues quiero sufrir sin consuelo. Todas las cruces de vuestra elección lo serán de la mía. Empero, si yo os he de ofender, os lo suplico, sacadme de este estado; si yo os he de glorificar, dejadme sufrir todo el tiempo que os plaza».

Gemma Galgani tenía una sed asombrosa de inmolación. Y a pesar de todo, aunque en medio de un diluvio de males y persecuciones, se portó con tanto heroísmo, implora una pequeña tregua, quejándose amorosamente en medio de sus penas interiores: «Decidme, Madre mía, adónde se ha ido Jesús; Dios mío, no tengo sino a Vos y Vos os escondéis.» Pero llega a decir con un perfecto abandono: «Si os agrada martirizarme con la privación de vuestra amable presencia, me es igual siempre que os tenga contento.»

 

 

8. LOS ESFUERZOS EN EL ABANDONO

Fuera craso error práctico considerar el abandono como una virtud puramente pasiva y creer que el alma no ha de hacer otra cosa que echarse a dormir en los brazos divinos que la llevan. Sería olvidar este principio de León XIII, «no existe ni puede existir virtud puramente pasiva». Además de que implicaría un falso concepto del divino beneplácito.

Como toma una madre a su pequeñito y después de colocarlo donde quiere, éste se ve puesto allí sin haber hecho de su parte más que dejarse manejar; así pudiera seguramente haberse Dios con nosotros; podría levantarnos al grado de virtud que le agradase, enmendar súbitamente un vicio obstinado y rebelde, preservarnos para siempre de ciertas tentaciones, etc.; y a las veces lo hace; pues al fin esas elevaciones súbitas y esas transformaciones repentinas no son cosas que excedan su poder. Sin embargo, continuarán siendo la excepción, por cuanto desordenarían sus sabios planes si fueran demasiado frecuentes. Bien está que a un niño haya que traerle en brazos, porque no puede andar; empero Dios nos ha dotado del libre albedrío y no quiere santificarnos sin nosotros. Por lo que de tal suerte templará su acción que nuestros progresos sean justamente obra de su gracia y de nuestra libre cooperación. Según esto, en los sucesos que declaran el divino beneplácito, la intervención de Dios se limitará de ordinario a tomarnos de su mano soberana y a colocarnos en la situación que El mismo nos haya deparado, sin consultar para nada nuestras pretensiones y gustos y aun contrariándolos no pocas veces; nos pondrá en la salud o en la enfermedad, en consuelos o en penas interiores, en la paz o en el combate, en la calma o en la agitación, etc. Veces habrá en que para dicha o desdicha nuestra nosotros mismos nos hemos ido preparando estos estados, y muchísimas otras ninguna parte tendremos en ello; mas como quiera que fuere, lo cierto es que Dios es quien dispone de nosotros y que por lo mismo, una vez puestos en tales situaciones, habrá que cumplir con nuestro deber contando con la gracia de Dios; deber, por cierto, bien complejo.

Para hacer posible el abandono, ha debido el alma establecerse con antelación en la santa indiferencia; le queda persistir en ella mediante la práctica ardua de la mortificación cristiana, que es trabajo de toda la vida.

Antes de los sucesos el alma se pone en manos de Dios por una simple y general expectación, sin que excluya la prudencia; por esta causa, ¡cuánto hay que hacer, por ejemplo, en la dirección de una casa; en el desempeño de un cargo para evitar sorpresas y desengaños; en el gobierno de nuestra alma para prevenir las faltas, la tentación, las arideces! Todas estas providencias pertenecen a la voluntad de Dios significada y no se deben omitir so pretexto de abandono, pues no podemos dejar a Dios el cuidado de hacer lo que nos ha ordenado cumplir por nosotros mismos.

Durante los sucesos es necesario ante todo someterse. En el Santo Abandono llámase esta adhesión confiada y filial y amorosa al beneplácito de Dios. Quizá haya que luchar un tanto para elevarse a esta altura y mantenerse en ella; mas, aun cuando la sumisión fuese tan pronta y fácil como plena y afectuosa, y por sencillamente que nuestra voluntad se someta a la de Dios, siempre hay en esto un acto o disposición voluntaria. En el Santo Abandono la caridad es la que está en ejercicio y la que pone en juego otras virtudes. Y así dice Bossuet: «Es una mezcla y un compuesto de actos de fe perfectísima, de esperanza entera y confiada, de amor purísimo y fidelísimo». Si aun después de someterse a la decisión final, se juzga oportuno pedir a Dios desde el principio que aleje este cáliz, como hay derecho a hacerlo, esto constituye de la misma manera un acto o una serie de actos.

Después de los sucesos se pueden temer consecuencias desagradables para los demás o para nosotros mismos en lo temporal o en lo espiritual, como sucede en las calamidades públicas, en la persecución, en la ruina de la fortuna, en las calumnias, etc. Si está en nuestra mano apartar estas eventualidades o atenuarías, haremos lo que de nosotros dependa, sin aguardar una acción directa de la Providencia, porque Dios habitualmente se reserva obrar por estas causas segundas, y puede ser que precisamente cuente con nosotros en esta circunstancia, lo que con frecuencia nos impondrá deberes que cumplir.

Después de los sucesos, por ser manifestaciones del beneplácito divino, hay que hacer brotar también de ellos los frutos que Dios mismo espera para su gloria y para bien nuestro: si acontecimientos felices, el agradecimiento, la confianza, el amor; si desgraciados, la penitencia, la paciencia, la abnegación, la humildad, etc.; cualquiera que sea el resultado, un acrecentamiento en la vida de la gracia, y por consiguiente un aumento de la gloria eterna.

La voluntad de Dios significada no pierde por esto sus derechos, y salvo las excepciones y legítimas dispensas, es necesario continuar guardándola; los deberes que ella nos impone forman la trama de nuestra vida espiritual, el fondo sobre el que el santo abandono viene a aplicar la riqueza y variedad de sus bordados. Además esta amorosa y filial conformidad no impide la iniciativa para la práctica de las virtudes: las Reglas y la Providencia le ofrecen de suyo cada día mil ocasiones; y, ¿quién nos impide provocar otras muchas, sobre todo en nuestro trato íntimo con Dios? A la verdad que no somos sobradamente ricos para desdeñar este medio de subir de virtud en virtud: el salario de nuestra tarea ordinaria, por opulento que se le suponga, no debe hacernos despreciar el magnífico acrecentamiento de beneficios que puede merecernos dicha actitud.

Henos así bien lejos de una pura pasividad, en que Dios lo haría todo y el alma se limitaría a recibir. En otra parte diremos que esta pasividad se encuentra en diverso grado en las vías místicas, en cuyo caso es preciso secundar la acción divina y guardarse de ir en contra. Pero aun en estos caminos místicos la mera pasividad es excepción muy rara. Por poco que se haya entendido la economía del plan divino y por poca experiencia que se tenga de las almas, se ha de convenir en que el abandono no es una espera ociosa, ni un olvido de la prudencia, ni una perezosa inercia. El alma conserva en él plena actividad para cuanto se refiere a la voluntad de Dios significada; y en cuanto a los acontecimientos que dependen del divino beneplácito, prevé todo cuanto puede prever, hace cuanto de ella depende. Mas, en los cuidados que ella toma, confórmase con la voluntad de Dios, se adapta a los movimientos de la gracia, obra bajo la dependencia y sumisión a la Providencia. Siendo Dios dueño de conceder el éxito o de rehusarlo, el alma acepta previa y amorosamente cuanto El decida, y por lo mismo se mantiene gozosa y tranquila antes y después del suceso. Fuera, pues, la indolente pasividad de los quietistas, que desdeña los esfuerzos metódicos, aminora el espíritu de iniciativa y debilita la santa energía del alma.

Los quietistas pretenden apoyarse en San Francisco de Sales, pero falsamente. Preciso fuera para eso, entrecortar acá y allá en los escritos del piadoso Doctor palabras y frases, aislarlas del contexto y alterar su sentido.

No podemos citarlo íntegramente. Nos compara a la Santísima Virgen, dirigiéndose al templo unas veces en los brazos de sus padres, otras andando por sus propios pies: «Así -dice-, la divina bondad quiere conducirnos por nuestro camino, pero quiere que también nosotros demos nuestros pasos, es decir, que hagamos de nuestra parte lo que podamos con su gracia». Como rompe a andar un niño cuando su madre le pone en el suelo para que camine, y se deja llevar cuando lo quiere traer en sus brazos, «no de otra manera el alma que ama el divino beneplácito se deja llevar y, sin embargo, camina haciendo con mucho cuidado cuanto se refiere a la voluntad de Dios significada». Este hombre tan lleno del santo abandono escribía a Santa Juana de Chantal, que no lo estaba menos: «Nuestra Señora no ama sino los lugares ahondados por la humildad, ennoblecidos por la simplicidad, dilatados por la caridad; estáse muy a gusto al pie del pesebre y de la cruz... Caminemos por estos hondos valles de las humildes y pequeñas virtudes; allí veremos la caridad que brilla entre los afectos, entre los lirios de la pureza y entre las violetas de la mortificación. De mí sé decir que amo sobre manera estas tres virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza del espíritu, la sencillez de la vida... No estamos en este mundo sino para recibir y llevar al dulce Jesús, en la lengua, anunciándolo al mundo; en los brazos, practicando buenas obras; sobre las espaldas, soportando su yugo, sus sequedades, sus esterilidades.» ¿Es éste el lenguaje de una indolente pasividad? ¿No es más bien la plena actividad espiritual?

«Yo -decía Santa Teresa del Niño Jesús- desearía un ascensor que me elevase hasta Jesús; pues soy muy pequeñita para trepar por la ruda escalera de la perfección. El ascensor que ha de levantarme hasta el cielo son vuestros brazos, ¡oh Jesús! »

Mas no se apresuren los quietistas a celebrar su triunfo. Expresión es ésta de amor, de confianza y sobre todo de humildad, pues la santa no se propone en manera alguna permanecer en una indolente pasividad, hasta que el Señor venga a tomarla y conducirla en sus brazos; antes bien, trabaja con una grande actividad. «Por eso -añade- no tengo yo necesidad de crecer, es necesario que permanezca y me haga cada vez más pequeña.» Y de hecho ella se labrará con la gracia una humildad que se desconoce en medio de los dones, una obediencia de niño, un abandono maravilloso en medio de las pruebas, la caridad de un ángel de paz y como remate de todo, un amor incomparable para Dios, pero un amor «que sabe sacar partido de todo», un amor que, creyendo por su humildad no poder hacer nada grande, no quiere «dejar escapar ningún sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra, y quiere aprovecharse de las menores acciones y hacerlas por amor padecer por amor y hasta alegrarse por amor».

¿Habrá necesidad de añadir que todas las almas verdaderamente santas, en vez de esperar que Dios las lleve y cargue con ellas y con su tarea, se dan mil mañas para aumentar su actividad espiritual y sacar de todos los acontecimientos su propia ganancia? Ejemplo palpable y evidente de esto lo tenemos en la vida de Sor Isabel de la Trinidad.

9. LA SENSACIÓN DEL SUFRIMIENTO EN EL ABANDONO

La sensación de las penas y sufrimientos es cosa que, más o menos, forzosamente ha de existir en la simple resignación y aun en el perfecto abandono. En efecto, nuestras facultades orgánicas no pueden dejar de ser impresionadas del mal sensible, como tampoco se quedarán nuestras facultades superiores sin su parte de fatiga, que de gana o por fuerza habrán de padecer y sentir. Porque es cierto que estamos en un estado de decadencia donde coexisten el atractivo del fruto prohibido y la aversión al deber penoso, y como consecuencia, la tirantez y el dolor de la lucha. Supongamos que nos exige Dios el sacrificio de un gusto o el padecimiento de una tribulación por amor suyo; en seguida se verá que, no obstante la adhesión total y resuelta de nuestra voluntad al querer divino, es muy posible que la parte inferior sienta las amarguras del sacrificio. Lo cual ha de ocurrir a cada paso; pues Dios, ocupado por completo en purificarnos, en despegarnos y enriquecernos quiere en especial curar nuestro orgullo por las humillaciones y nuestra sensualidad por las privaciones y el dolor; y, pues el mal es tenaz, el remedio habrá de aplicársenos por mucho tiempo y a menudo.

Es cierto que podremos contar con la unción de la gracia y con la virtud adquirida, las cuales suavizarán y reforzarán, respectivamente, el dolor y la voluntad, como con razón lo proclama San Agustín cuando dice que «donde reina el amor no hay dolor, y que de haberlo, se ama». Cabe, pues, que subsista al trabajo en la sensibilidad: a pesar de las más altas disposiciones de la voluntad. Empero, no hay regla fija, y tan pronto nos embriagará la abundancia de los consuelos y nos transportará la fuerza del amor y se perderá entre las alegrías la sensibilidad del dolor, como se velará y empañará el gozo, y se desvanecerá la paz al retirarse a la parte superior del alma la generosidad, indicio del verdadero amor: con lo que el desasosiego, el tedio, el hastío invadirán el alma y la reducirán a mortal tristeza. A veces también, después de sobrellevar las más rudas pruebas con serenidad admirable, túrbase uno de buenas a primeras por un quítame allá esas pajas. ¿Cómo así? Era que estaba la copa rebosante y una sola gotita bastó para hacerla desbordar, o bien que Dios, deseoso de conservarnos humildes cuando hemos conseguido importantes victorias, hace que conozcamos luego nuestra flaqueza en una simple escaramuza. Como quiera que sea, el acatamiento filial es fruto de la virtud, no de la insensibilidad; toda vez que el paraíso no puede ser permanente aquí abajo, ni aun para los santos.

Asimismo decía el piadoso Obispo de Ginebra a sus hijas: «No reparemos en lo que sentimos o dejamos de sentir, como tampoco creamos que en lo tocante a las virtudes de indiferencia y abandono no vamos a tener nunca deseos contrarios a los de la voluntad de Dios, o que nuestra naturaleza jamás va a experimentar repugnancias en los sucesos del divino beneplácito; porque es cosa que muy bien pudiera acontecer. Dichas virtudes tienen su asiento en la región superior del alma y por lo regular, nada entiende en ellas la inferior; por lo que no hay que andarse en contemplaciones, y sin atender a lo que quiere hemos de abrazarnos y unirnos a la voluntad divina, mal que nos pese.» Por otra parte, el piadoso Doctor ha considerado siempre como una quimera la imaginaria insensibilidad de los que no quieren sufrir el ser hombres; preciso es pagar primero tributo a esta parte inferior y después dar lo que se le debe a la superior, donde asienta como en su trono el espíritu de fe, que nos ha de consolar en nuestras aflicciones y por nuestras aflicciones.

Así lo practicaba él mismo: «Me encamino -escribía- a esta bendita visita, en la que veo a cada instante cruces de todo género.

»Mi carne se estremece, pero mi corazón las adora... Sí, yo os saludo, grandes y pequeñas cruces, y beso vuestros pies, como indigno de ser honrado con vuestra sombra». A la muerte de su madre y de su joven hermana experimenta, según él mismo confiesa, «un grandísimo sentimiento por la separación, mas un sentimiento, al par que vivo, tranquilo...; el beneplácito divino -añade- es siempre santo y las disposiciones suyas amabilísimas»; en fin, el Santo Doctor abrazará sin cesar el partido de la divina Providencia. Pero, si en sus grandes pruebas ha reportado brillantes victorias, en cambio, un asunto sin importancia le hizo perder el sosiego hasta el punto de pasar dos horas de insomnio; reíase de su debilidad, y no dejaba de ver que era una inquietud pueril y, con todo, le era imposible desentenderse de ella. «Dios quería -dice- darme a entender que si los grandes embates no me turban, no soy yo quien esto hace, sino la gracia de mi Salvador.»

Juana de Chantal es una santa que sobresale por su energía de espíritu y por el santo abandono, y no obstante, necesita que su piadoso director la sostenga sin cesar y la conforte repetidas veces en medio de sus penas interiores. Muestra a la muerte de los suyos el más intenso dolor. Cuando pierde a su hija mayor, tiene el valor de asistirla piadosamente hasta el último suspiro; después desmaya y, vuelta en sí, permanece largas horas aplanada. A la muerte de San Francisco de Sales no cesa de llorar hasta el día siguiente; sin embargo, «si supiera que sus lágrimas habían de ser desagradables a Dios, no derramaría ni una sola». Hacíase violencia hasta el extremo de enfermar, por detenerlas; y por obediencia dejábalas correr de nuevo. « ¡Recio es el golpe! -dice-, mas ¡ qué dulce y qué paternal la mano que lo ha dado!; la beso y la quiero con toda mi alma, inclinando la cabeza y rindiendo todo mi corazón bajo su santísima voluntad que adoro y reverencio con todas mis fuerzas.»

Así pudiéramos ir citando multitud de ejemplos, mas dejemos a los servidores y vengamos al Maestro.

Desde su entrada en el mundo, Nuestro Señor se ofrece a su eterno Padre para ser la víctima universal. Su vida entera será cruz y martirio. Apenas aparecen en El lágrimas suficientes para mostrar la ternura de su corazón, indignación suficiente para inspirar a los culpables un temor saludable. Por lo demás, siempre conserva una maravillosa serenidad, ansía el bautismo de sangre en que ha de lavar al mundo. Mas he aquí que ha llegado el momento y relegando las alegrías de la visión beatífica a la parte superior de su alma, entrega voluntariamente a todas sus facultades, su cuerpo mismo a la más terrible agonía, y por libre elección, se abandona al miedo, al tedio, al disgusto; su alma está triste hasta la muerte. Contempla la montaña de nuestros pecados, a su Padre indignamente desconocido, a las almas que corren al abismo, las torturas e ingratitud que le esperan, y queda sumergido en un océano de amargura. Por tres veces implora la compasión de su Padre. «Si es posible, pase de mí este cáliz.» Acepta que un ángel del cielo venga a confortarle, un sudor de sangre le inunda, y entonces ora con más intensidad: «Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya.»

Ante tan inaudito espectáculo, el hombre de fe tímida quédase turbado y perplejo, pero el verdadero fiel adora, admira, agradece. Nuestro Señor, en efecto, ¿podrá hacer nada más útil a las almas, a título de Salvador, de Consolador y de Maestro?

Como Salvador, convenía que tomara todas nuestras debilidades y hasta nuestros mayores abatimientos, a excepción del pecado. Ahora bien, ¿podía haber para todo un Dios humillación comparable a ésta? Por eso la eligió con entera voluntad.

Como Consolador, era bueno que conociese todos nuestros dolores. Si se hubiera manifestado inaccesible al temor, a la repugnancia, a nuestros disgustos, ¿hubiéramos osado manifestarle nuestras miserias? Se hizo voluntariamente semejante a nosotros, como un padre se hace niño con sus hijos. Esta humilde condescendencia nos afirma, nos anima y pone el bálsamo sobre nuestras llagas. Al mismo tiempo, el exceso de su dolor y de sus abatimientos voluntarios traspasa al alma generosa y hace nacer en ella el deseo, y por decirlo así, la necesidad de devolver sufrimiento por sufrimiento a este incomparable Amigo. «Una noche -decía sor Isabel de la Trinidad- mis dolores eran abrumadores, sentí que la naturaleza me dominaba, pero mirando a Jesús en la agonía, le ofrecía aquellos dolores para consolarle y me sentí fortificada. Así lo hago siempre en mi vida; a cada prueba, grande o pequeña, miro lo que Nuestro Señor ha sufrido de análogo, a fin de perder mi sufrimiento en el suyo y perderme yo misma en El.» Santa Teresa del Niño Jesús dice a su vez: «Cuando el divino Salvador pide el sacrificio de todo cuanto hay en el mundo de más amado, es imposible, sin una muy particular gracia, no exclamar junto con El en el huerto de la Agonía: "Padre mío, aleja de mí este cáliz." Pero añadamos en seguida: "Que se haga tu voluntad y no la mía. Muy consolador es pensar que Jesús, el Dios Fuerte, ha pasado por todas nuestras debilidades, que ha temblado a la vista de ese cáliz amargo que en otro tiempo había deseado con tanto ardor». Siempre habrán horas de turbación, entonces diremos también nosotros, me esforzaré por imitar la generosidad de Nuestro Señor, repitiendo: «Padre, líbrame de esta hora terrible» y sobreponiéndonos en seguida a este momentáneo temor, volveremos a decir: «Mas no,. que para esto he venido al mundo.»

Como Maestro, Nuestro Señor nos ofrece aquí tres preciosas enseñanzas: 1ª No es falta, ni siquiera imperfección, experimentar el sentimiento del padecer, el tedio, las repugnancias y los disgustos, con tal que no cesemos de decir con voluntad resuelta: Que se haga, no como yo quiera, sino como Vos queréis. Nuestro Señor no es ni menos perfecto ni menos grande en el Huerto de Getsemaní que sobre el Tabor, o a la derecha de su Padre; pensar de otra manera sería una blasfemia; por lo mismo, no es cosa sin importancia que el alma, desprovista de todo socorro sensible, en medio de la turbación y de las contrariedades, permanezca tan constantemente fiel a la voluntad de Dios.

2ª No es falta ni siquiera imperfección quejarse a Dios con amorosa sumisión, a la manera que un niño lastimado se refugia junto a su madre y le muestra su herida y su pena. «El amor permite quejarse y decir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, mas a condición de que la santa aquiescencia se conserve siempre en el fondo del alma, en la parte superior del alma.» Así se expresa el dulce Obispo de Ginebra, mas nos condena también cuando no cesamos de lamentamos, ni hallamos, al parecer, personas a quienes quejamos y contar por menudo nuestros dolores. No de otra manera habla San Alfonso: «sin duda es más perfecto en las enfermedades no quejarse de los dolores que se experimentan; sin embargo, cuando nos afligen con vehemencia no es falta comunicarlos a nuestros amigos, ni aun pedir a Nuestro Señor que nos libre de ellos. No trato aquí sino de grandes dolores, pues de lo contrario hacen muy mal esas personas que se lamentan cada vez que sienten alguna pena o la más leve molestia». Estos Santos Doctores admiten, pues, como legítimas, las quejas moderadas y sumisas; sólo condenan el exceso.

3ª No es falta, ni siquiera imperfección, pedir a Dios en las grandes pruebas que, si es posible, aleje de nosotros el cáliz del sufrimiento y hasta pedírselo con cierta insistencia, puesto que lo ha hecho Nuestro Señor; mas, «después que hayáis suplicado al Padre que os consuele, si a El no le place hacerlo, dirigid vuestros esfuerzos a realizar la obra de vuestra salvación sobre la cruz, como si jamás hubierais de descender de ella. Contemplad a Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos después de haber pedido a su Padre el consuelo y conociendo que no se lo quería conceder, no piensa ya en él, ni se inquieta, no lo busca ya más, como si nunca lo hubiera procurado, y valerosamente ejecuta la obra de la Redención». Esta es la dirección que San Francisco de Sales daba a Santa Juana de Chantal.

 

10. EL ABANDONO Y EL VOTO DE VÍCTIMA

Antes de comparar estas dos cosas, conviene repetir en pocas palabras la idea del Santo Abandono. Es una conformidad con el beneplácito divino, pero una conformidad nacida del amor y llevada a un alto grado. No por insensibilidad, sino por virtud el alma se establece en una santa indiferencia para todo lo que no es Dios y su adorable voluntad. Antes del acontecimiento que ha de mostrar al divino beneplácito mantiénese en simple y general espera, cumpliendo fielmente la voluntad de Dios significada. Condúcese con prudencia en las cosas en que le pertenece decidir, pero en las que dependen del divino beneplácito, por más que tenga derecho a formular deseos y peticiones, prefiere en general dejar a su Padre celestial el cuidado de querer y de disponerlo todo a su gusto; ¡ tan grande es la confianza que en El tiene y tan grandes las ansias de no hacer sino la voluntad divina! Apenas le ha manifestado por un acontecimiento esta voluntad, confórmase con amor, no al modo de una máquina que se deja mover, sino empleando cuanto tiene de inteligencia y de voluntad para adaptarse y uniformarse con el divino beneplácito y sacar de él todo el provecho posible. Su amor y la sinceridad del abandono no la impiden sentir las penas, pero no se agita por eso; bástale poder cumplir la voluntad de Dios. He aquí, en conjunto, el santo abandono tal cual lo hemos descrito siguiendo la doctrina de San Francisco de Sales, que podría resumirse en la fórmula siguiente: «Dios mío, no quiero en el mundo otra cosa que a Vos y a vuestra santísima voluntad. Mi mayor deseo es crecer en amor y en todas las virtudes, y por eso deseo cumplir fielmente vuestra santa voluntad significada. Para cuanto de Vos depende y no de mí, me pongo confiado en vuestras manos y dispuesto estaré a cuanto queráis en simple y filial espera. Nada deseo, nada os pido y nada rehúso. No temo al dolor, puesto que Vos lo acondicionaréis a mi debilidad; la única cosa que deseo es dejarme conducir a vuestro gusto y conformarme con amor a vuestro beneplácito.»

Es evidente que esta manera de considerar el abandono no ofrece peligro alguno y nada tiene de presumida, ya que no es otra cosa que una sumisión filial, llena de confianza y de amor; y bien se podría aconsejar como ideal a toda alma adelantada.

¿No parecerá en nuestros días demasiado pasiva esta simple actitud, a un mundo apasionado por la actividad y por las obras de abnegación cristiana? Lo cierto es que se propaga la práctica de ir más lejos en el abandono. En lugar de dejar a Dios el cuidado de todas las cosas, y sin esperar en paz que El escoja a su gusto, las almas toman la iniciativa, se ofrecen, se consagran y se entregan. Algunos no quieren entender el abandono si no es con estos arranques. Pero estos ofrecimientos deben ser examinados más de cerca. Supongamos que un alma se dirige sencillamente a Dios, y sin pedirle el sufrimiento, le dice que está dispuesta con su gracia a todo lo que El quiera y que lo abrazará con gusto. Esto casi se acerca al abandono, tal como lo hemos descrito, y se podría aconsejar a toda alma adelantada, como nota distintiva de humildad. Mas supongamos también que esa misma alma dice a Dios: «no temáis enviarme el dolor, lo deseo, casi lo pido, Vos colmaréis mis votos secretos otorgándomelo». Esta oblación, si ya no es la ofrenda como víctima, se le acerca mucho, empero nunca será el abandono de San Francisco de Sales. No se puede permitir sino con prudencia, es decir, a las almas que han hecho suficientemente sus pruebas. No se la puede aconsejar a todas, diremos al tratar de las víctimas. Se ha de convencer a los confiados de sí mismos y no sólidamente formados, que antes de dirigir tan altos sus deseos, deben ejercitarse en hacer bien la voluntad de Dios significada y en santificar sus cruces diarias. San Pedro se ofreció a sufrir y aun morir con su Maestro; y aunque su amor y su sinceridad eran indudables, no por eso dejó de ser presuntuoso, como bien claramente lo probaron los hechos.

Tenemos, por último, la ofrenda de sí mismo como víctima, o sea, el voto de víctima. Como no tenemos el designio de hacer aquí la exposición completa, doctrinal y práctica de esta materia tan compleja y delicada, diremos tan sólo lo suficiente para mostrar de una manera precisa en dónde termina el abandono y cuándo empieza otro camino. Los lectores deseosos de conocer más a fondo esta materia, podrán consultar los autores que de la misma tratan ex profeso, especialmente M. Ch. Sauvé, en su excelente opúsculo, quizá un tanto severo en sus restricciones, acerca de la noción, estado y voto de víctimas.

La ofrenda puede hacerse con intenciones y bajo diversas formas. Gemma Galgani y Sor Isabel de la Trinidad se ofrecieron como víctimas por los pecadores. Santa Teresa del Niño Jesús, como víctima de holocausto al amor misericordioso; otras se ofrecen a la justicia, a la santidad, al amor de Dios, y con frecuencia lo hacen como víctima de expiación, para reparar la gloria divina ultrajada, para librar las almas del Purgatorio, para atraer la misericordia divina sobre la Santa Iglesia, sobre la patria, sobre el sacerdocio y comunidades religiosas, sobre una familia o sobre un alma.

El fundamento de esta ofrenda es la Comunión de los Santos, especialmente la reversibilidad de las satisfacciones del justo en provecho del culpable. Es también el misterio de la redención por medio del sufrimiento, pues habiendo escogido Nuestro Señor este camino para salvar al mundo, continúa escogiéndolo para hacer llegar a nosotros el precio de su Sangre. Por su infinita bondad, se digna de asociar almas escogidas a su obra de salvación, y no pudiendo sufrir en su humanidad glorificada, se asocia, valga la palabra, «humanidades de añadidura», en las cuales pueda continuar salvando a las almas por el sufrimiento.

En el transcurso de los siglos, particularmente en horas turbulentas, no han faltado las victimas. En nuestra desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual ola de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche sombría, hemos visto multiplicarse las víctimas y aun las fundadoras de comunidades de víctimas. Si hemos de dar crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas que expíen con sus sufrimientos y tribulaciones por los pecadores y los ingratos... «El está padeciendo y no encuentra bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la vía del padecimiento.» Estas revelaciones son indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo que constituye una garantía más fuerte y fuera de toda duda es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX sugería a un Superior General de Orden la idea de invitar a las almas generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación. León XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta «sobre todo a los fieles que viven en los Monasterios a esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio de la oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de sí mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de sus miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados como víctimas de expiación, especialmente por las almas consagradas, en estos desdichados tiempos en que la penitencia es tan necesaria»; y enriqueció con numerosas indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».

Es, en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo amor de Dios y del prójimo.

Mas, según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy grande y empresa bien ardua» No queremos con ello desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la indiscreción. Las almas que hacen profesión en una Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué punto Dios usará los derechos que se le confieren. Con seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una religiosa, ocho días antes de su muerte, después de prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa del Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No me arrepiento de haberme entregado al amor». ¿Sucederá lo mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado, reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor gracias especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto más nos hayamos apresurado a entregarnos, tanto menos tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y nuestros desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las almas reparadoras son víctimas con la gran Víctima del Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la facilidad un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a los derechos divinos y se le ofrecen como víctimas, se adivina que no sospechan la seriedad con que suele tomar estas cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de derechos que Dios ejerce sobre nosotros antes de la autorización que nuestra libertad le da acerca de ellos. ¡Feliz mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente con grandes trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.

Esto supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre dicho ofrecimiento y el abandono:

1ª El simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto depende de la Providencia y no de nosotros, mantiénese en una santa indiferencia y espera el beneplácito divino, a modo de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.

2ª El abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer. Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin un llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para disponer de nosotros?

3ª El alma que se abandona a la acción divina puede contar con la gracia: la que se adelanta, a excepción siempre del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura de tener a Dios consigo?

Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu de víctimas. Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y la mortificación voluntaria. Esta intención en nada recarga nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad. Por el contrario, la prudencia y la humildad quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas, soportando con paciencia las pruebas ordinarias y dándose a la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la iniciativa de pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en todos los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos pudieran resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando se deja a Dios el cuidado de escoger, porque entonces es Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.

Por otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes, ¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y abandono perfectos? Los votos, la Regla, las disposiciones de la Providencia es el camino más seguro que lleva a la perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta transformación progresiva mediante las observancias es ya una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no basta a nuestra generosidad, la Regla nos invita, contando con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda, abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y tan vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo abandono, toda alma interior halla mil ocasiones de ponerlo en práctica; un religioso lo necesitará con frecuencia en la Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño de su cargo. Es necesario comenzar por dar buena cogida a las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo aumentar el número y la pesadez.

Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de victimas no tienen necesidad, generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de encontrarlo en la vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación voluntaria y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no tiene el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio halla en él abundante alimento, mientras que la prudencia y la humildad se encuentran quizá allí con mayor seguridad. Bien entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y bajo la inspección de los representantes de Dios y que ante todo se muestre celosa por sus deberes diarios, no se le puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues obedece al llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.

 

El Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en las almas avanzadas que viven principalmente de ese puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento, y la caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza, terminando por el amor que es principio formal del Santo Abandono.

 

2. Fundamentos del Santo Abandono

1. EL DESASIMIENTO

La condición previa de una perfecta conformidad es el perfecto desasimiento. Porque si nuestra voluntad tiene intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia, habrá violencias y desgarramientos inevitables y estaremos muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y más distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos razones: 1ª El Santo Abandono es una total unión, una especie de conformidad de nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de estar nosotros dispuestos de antemano a todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga. Antes del acontecimiento es una espera tranquila y confiada; después del acontecimiento es la sumisión amorosa y filial. Por aquí se verá qué profundo desasimiento supone. Y 2ª, este desasimiento ha de ser tan universal como profundo, porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con buena salud, en las consolaciones o en las pruebas de la piedad, estimados o despreciados, amados u odiados? Siendo Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para disponer de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probamos en los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un modo imprevisto. Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si ha de conservarse en disposición de recibir todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y amigos, desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus propios quereres, de la ciencia, de las consolaciones, desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por completo desprendida, no buscando sino a Dios y su santísima voluntad.

De esta suerte, el beneplácito divino, que podrá manifestarse hasta de un modo imprevisto y bajo cualquier forma, será recibido sin dificultad y de todo corazón. El que desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de la cruz. En esto deberá ejercitarse lo más que pueda con perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio al perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre. Porque dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería sin la mortificación tratar de conseguir la indiferencia, puesto que por la sola mortificación o por la mortificación sobre todo, puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Mas con no menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el desprecio voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores; aún es más difícil juntar a esto el desprecio de la reputación y toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer caso alguno de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales, las virtudes, la gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino que conduce al Santo Abandono es largo y muy penoso. He aquí por qué sean tan escasas las almas que llegan a estas alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple resignación. Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo que éste vale. Dios no pide sino que llenemos con sus dones los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante el vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales: «Cuando se le preguntaba dónde había encontrado a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me encontré a ml mismo, perdí a Dios.»

Mas, entre todas las formas de renunciamiento, séanos permitido señalar dos de las más difíciles, a la vez que de las más indispensables: la obediencia y la humildad. ¿No son el aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad el postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el supremo obstáculo a los progresos y a la paz del alma? Cuando todo lo demás se ha sacrificado, incluso los bienes exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la voluntad propia. Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de ser completa, hacer un llamamiento a la obediencia y a la humildad, dos virtudes hermanas que no quieren estar separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer siempre y en todo, a abrazar la paciencia acallando a la naturaleza en las cosas duras, en las contrariedades y humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo cuanto se le ordena como un obrero malo e indigno, y llega hasta llamarse y sinceramente creerse en lo intimo de su corazón el último y más vil de todos.

Las almas bien cimentadas en la obediencia y en la humildad, evitarán por este medio muchos tropiezos que provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún todo lo que he merecido, y si no temieran su debilidad, añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo satisfaga vuestra Justicia.»

O bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan, y viendo que cosa de tan poca monta basta para turbarías, sienten una urgente necesidad de sufrir y de ser humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando sino en la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado... sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos interiores, lo que es una verdadera tortura, es la ofensa inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»

A pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas, llenas de luz, se consideran muy indignas de comparecer ante la infinita Santidad, y en su ardiente deseo de agradaría aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas. De aquí se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al Santo Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la obediencia y en la humildad, se rodea por esta causa de dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada para darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los hombres, a menos de sentir que la tiene bien merecida y que la necesita el alma, adopta la posición de quien no es comprendido, toma modales de víctima, la rehuye o se enoja, llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen pruebas. A este propósito, se podría decir que la humildad es tan necesaria al alma colmada de gracias como el agua lo es a la flor. Para que se desarrolle y se conserve fresca y hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la humildad y que se bañe continuamente en esta agua bienhechora. Si tan sólo tuviera los ardores del sol, pronto se secaría, se marchitaría y caería al fin.

Santa Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de infancia espiritual todo amor y confianza, tomando, como no podía menos, por base la humildad. Su práctica y sus lecciones pueden resumirse en estas palabras: amar a Dios y ofrecerle muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus brazos como un niño, y en este obedecer como un niño ser humilde como un niño. Se hace con este fin la sirvienta de sus hermanas, se esfuerza por obedecer a todas sin distinción, y no abriga otro temor que el de conservar su voluntad. Se propone no elevarse por el orgullo, sino permanecer siempre pequeña por la humildad, tan pequeña que nadie piense en ella, que todas la puedan poner bajo los pies y que el divino Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a si misma, qué humildad, sobre todo, se necesita para llegar a esto! No es de extrañar que Dios glorifique a un alma tan humilde y tan generosa, haciéndola la gran taumaturga de nuestros días.

Monseñor Gay, hablando de esta infancia espiritual había dicho: «¡Qué perfecta es! Lo es más que el amor de los sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de los pecados capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la esencia del veneno que la antigua serpiente ha inoculado en el mundo. El espíritu de infancia lo mata más eficazmente que el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse allí grande y admirarse a si mismo; si es verdadera mente niño el amor propio se desespera... Prensad este fruto de la santa infancia, no extraeréis otra cosa que el abandono. Un niño se entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia. ¿Qué sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende saber, entender o poder? Es un ser al que se domina por completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata y cuántas y qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los que se guían por sus propias luces?»

2. LA FE EN LA PROVIDENCIA

«El justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo Abandono, es necesario que esté penetrado de una fe viva y arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la medida que el hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en que, bien limpia y rica ya en virtudes, vive principalmente del amor y de la intimidad con Dios, es cuando llega a ser especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces las sombras menos densas y a través del velo se transparentan sus claridades; Dios oculto siempre, deja, sin embargo, adivinar su presencia haciendo a las veces sentir con mucha viveza su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata con el Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe viva, el abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse a él de un modo habitual.

Nada sucede en este mundo sin orden o permisión de Dios; todo cuanto existe ha sido creado por El, y todo lo creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su fin. En tanto que rige los astros y preside las revoluciones de la tierra, concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de los insectos que pululan en el aire y al de los millones de átomos contenidos en la gota de agua. Ni la hoja del árbol se agita, ni la brizna de hierba muere, ni el grano de arena es transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con solicitud sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues nosotros valemos más que una bandada de pájaros, menos podrá olvidar a sus hijos de la tierra. Al padre de familia, a la vigilante solicitud de las madres pasarán inadvertidos mil detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita, posee el secreto de ordenar los incidentes de poca monta como los acontecimientos de mayor importancia. Y tanto es así, que todos nuestros cabellos están contados y ni uno solo cae de nuestra cabeza sin el permiso de Nuestro Padre que está en los cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante que la caída de uno de nuestros cabellos? Dios, sin embargo, piensa en ello. Con cuánta más razón pensará Dios en mí y proveerá a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se ofrecen ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o cumplir tal deber necesito su gracia, si en mi camino hacia la eternidad tengo necesidad del pan cotidiano del alma y del cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte, a punto de exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos, me veo perdido.» De suerte que yo, que no soy sino un átomo insignificante del mundo, ocupo día y noche, sin cesar y en todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre que está en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de consuelo!

Mas si la Providencia combina por si misma sus designios sobre mí, confía su ejecución, por lo me nos en gran parte, a las causas segundas. Emplea el sol, el viento, la lluvia; pone en movimiento el cielo y la tierra, los elementos insensibles y las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen acción sobre mí, sino en cuanto la reciben de El, he de Ver en cada una de ellas un receptáculo de la Providencia y el instrumento de sus designios. Por consiguiente, «en el frío que me encoge yo descubriré la Providencia; en el calor que me dilata, la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío lejos o cerca del puerto, la Providencia; en el éxito que me anima, la Providencia; en la prueba de la adversidad, la Providencia; en este hombre que me aflige, la Providencia; en este otro que me causa placer, la Providencia; en esta enfermedad, en esta curación, en este curso que toman los negocios públicos, en estas persecuciones, en estos triunfos, la Providencia, siempre la Providencia». Nada más justo que ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué tranquila y santificante es esta manera de pensar y obrar!

Nuestro Padre celestial es en verdad un Dios escondido. Al modo que ha velado su palabra bajo la letra de las Sagradas Escrituras y que Jesucristo oculta su presencia bajo las especies eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer invisible para proporcionarnos el mérito de creer, nos oculta su acción bajo las criaturas. «He aquí una enfermedad que nos invade. ¿Cuál es su causa? En apariencia es un capricho del aire, es el rigor de la estación; en realidad es Dios quien ha ordenado a estos elementos que nos pongan enfermos. Aun así Dios persiste entre sombras y nosotros no hemos visto su rostro. Sin embargo, la enfermedad seguirá su curso, unas veces se agravará y otras cederá a los remedios. ¿Quién es el autor de esta agravación o de esta curación? Nosotros decimos que el médico, su habilidad o su imprudencia. ¡Tal vez! Mas lo cierto es que Dios está por encima de las causas segundas, y que El es, en definitiva, el que causa la curación o la muerte. Si, mas nosotros no lo vemos, y ese nuestro Dios continúa sin mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al Agente supremo cuanto es mayor la claridad con que se muestran las causas segundas.

Mediante una fe viva, se miran las criaturas no en sí mismas, sino en la causa primera de la que reciben toda su acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla, las reúne, las pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos caminos». Se entrevé al Espíritu Santo sirviéndose de los hombres y de las cosas para escribir en las almas un Evangelio viviente. Este libro no será del todo comprendido sino en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan confuso, tan ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con la firme persuasión de que «todo tiene sus movimientos, sus medidas, sus relaciones en esta divina obra», hemos de inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada Escritura adoramos al Dios oculto y nos abandonamos a su Providencia. Mas si es débil nuestra fe, ¿cómo ver a Dios en las desgracias que nos hieren y principalmente a través de la malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala fortuna, y se rechaza.

El acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor aún es «la Providencia de incógnito», pero para los corazones maleados que quisieran prescindir de la sumisión de la oración y del reconocimiento, es la laicización de la Providencia. «Nada sucede en nuestra vida por movimientos al acaso, sabedlo bien, todo cuanto acontece contra nuestra voluntad no sucede sino en conformidad con la voluntad de Dios, según su Providencia y el orden que El tenía determinado, el consentimiento que El da y las leyes que ha establecido.» Así habla San Agustín.

«Hay algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas son fortuitos e inesperados solamente para nosotros..., en realidad son un designio de la Providencia soberana, que ordena y reduce todas las cosas a su servicio.» «Dios, al guiar a sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y vienen cada cual en su camino. La fatalidad quiere que unos encuentren en su camino la ocasión de hacer fortuna y otros causas de pérdidas y de minas; fatalidad es ciertamente para el hombre que no ha visto todas las combinaciones, mas para Dios, que ha determinado hasta ese punto las circunstancias, todo ha sido providencial.»

En las desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios. «Yo soy el Señor, nos dice por boca de Isaías, yo soy el Señor y no hay otro; yo soy el que formó la luz y creó las tinieblas, que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho antes por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que hiere y el que sane» «El Señor quita y da la vida, se dice también en el cántico de Ana, madre de Samuel; conduce a la tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al rico, abate y levanta». ¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y la muerte, la pobreza y las riquezas vienen de Dios»

Yo, podrá decir alguno, admito esto en cuanto a la enfermedad y a la muerte, al frío y al calor y mil parecidos accidentes producidos por causas desprovistas de libertad, pues estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por el contrario, le resiste; cuando alguien habla mal de mí, me arrebata los bienes, me hiere, me persigue, ¿cómo podré yo ver en ese mal proceder la mano de Dios, puesto que, muy lejos de aprobarlo, lo prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino a voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. En vano se atrincheran tras este razonamiento para no abandonarse a la Providencia, ya que Dios mismo se ha explicado acerca del particular y hemos de creer, fiados de su palabra infalible, que El obra en esta clase de acontecimientos no menos que en los otros; nada sucede en ellos sino por su voluntad.

Cuando quiere castigar a los culpables, escoge los instrumentos que bien le parece, los hombres o los demonios. Peca David, y en la casa del príncipe y entre sus hijos es donde Dios suscitará los instrumentos de su justicia. Cada vez que los israelitas se endurecían en el mal, el Señor les manifestaba que había escogido a los pueblos vecinos, ya al uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante un terrible castigo. Asur, en particular, será la vara del furor divino y su mano el instrumento de la indignación de Dios. Nuestro Señor predice la destrucción de Jerusalén deicida e impenitente: Tito será indudablemente el brazo de Dios para derribarla de arriba abajo y no dejar en ella piedra sobre piedra. Más tarde, Atila podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca con obstinación, el Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu malo, enviado por el Señor, le domina y agita.

Para probar a los justos y a los santos, Dios emplea la malicia del demonio y la perversidad de los malvados. Job pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en la miseria y dice: « El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo que le era agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ». No dijo -según acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo dio y el diablo me lo quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; todo se ha hecho como agrada al Señor y no al demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os hieran, porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión de Dios» Los hermanos de José, al venderle, cometen la más negra iniquidad; mas él lo atribuye todo a la Providencia, y así lo manifiesta repetidas veces: «Por vuestra salud me ha enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros formasteis malos designios contra mí, mas no me encuentro aquí por vuestra voluntad, sino por la de Dios, a la que no podemos resistir».

Cuando Semeí perseguía con sus maldiciones a David fugitivo y le tiraba piedras, el santo Rey sólo quiso ver en esto la acción de la Providencia, y calma la indignación de sus siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado maldecirme», es decir, le ha elegido para castigarme.

En la Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas que le entrega, Pilatos que le condena, los verdugos que le atormentan, los demonios que excitan a todos estos desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este terrible crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha combinado todo, no siendo ellos sino los ejecutores de sus designios. Nuestro Señor lo declara formalmente: « Ese cáliz lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder alguno si no lo hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la Pasión, la hora dada por el cielo al poder de las tinieblas». San Pedro lo afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los gentiles y el pueblo de Israel se ha coligado en esta ciudad contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para dar cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría». Así, pues, la Pasión es obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible dudar; allí está la voluntad de Dios, esa voluntad tan luminosa que se oculta en esta noche profunda; esta voluntad invencible es el alma de esta total derrota; esta voluntad tan justa, tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en este castigo sin medida y del todo inmerecido por aquel a quien se inflige; en una palabra, esta voluntad tres veces santa permanece en el fondo de este prodigio de iniquidad. Vivimos en esta creencia..., y después nos parece un exceso reconocer la voluntad de Dios, no digo en los males de la Santa Iglesia o en las calamidades públicas, sino en las pérdidas particulares, en esas humillaciones, esas decepciones, esos contratiempos, esos pequeños males, esas nonadas que llamamos nuestras cruces y que son nuestras pruebas habituales.»

Y, ¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el pecado hay dos elementos: material y formal. Lo material no es sino el ejercicio natural de nuestras facultades y Dios concurre a él como a todos nuestros actos. Este concurso es de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos reducidos a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente otorgarnos la libertad prácticamente nos la quitaría. Empero el mérito o la falta es lo formal del acto; y en el pecado, lo formal es el defecto voluntario de conformidad del acto con la voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado preceptos, hecho promesas y amenazas. Ofrece su gracia, solicita al alma para conducirla a su deber; ha hecho, pues, todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al extremo de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por Dios, el hombre, abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su voluntad a la de Dios; Dios, por tanto, no ha prestado su concurso sino a lo material del acto. No hay cooperación al pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que no lo ha impedido por medio de la violencia, sin que esta permisión sea una autorización, pues El detesta la falta y se reserva el castigarla en tiempo oportuno. Mas entretanto, cabe en sus designios hacer servir el mal para el bien de sus elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra suerte se muestra un padre que, queriendo corregir a su hijo, toma la primera vara que le viene a mano y después la arroja al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe sanguijuelas a su enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre y, sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo, porque el médico ha sabido limitar su número y localizar su acción.

Así, pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier ocasión el alma se remonte hacia Dios. «Si el justo es perseguido es porque Dios lo quiere; si un cristiano por seguir su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también; si el impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión divina. ¿Qué me sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios quiera.» Nuestras pérdidas, nuestras aflicciones, nuestras humillaciones jamás debemos atribuirlas al demonio ni a los hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los hombres pueden ser su causa inmediata, y aunque tal suceda por una falta inexcusable, Dios aborrece la falta, pero quiere la prueba que de ella resulta para nosotros.

« Convengamos que si en medio de tantos accidentes de todo género de que está llena la vida humana, supiéramos reconocer esa voluntad de Dios, no obligaríamos a nuestros ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras injustas, tantos descorazonamientos injuriosos a Dios, y desgraciadamente, tantas desesperaciones que a veces nos exponen a perdernos.»

3. CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA

«La voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de suerte que por regla general sólo se fía de sí mismo y teme siempre, por lo que atañe a si propio, del poder y de la voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna, honor, reputación, salud, la vida misma jamás se deposita en manos de otro, a menos de tener una gran confianza en él. Para el ejercicio de la caridad y del Santo Abandono, es, pues, necesaria una plena confianza en Dios.» De donde se deduce que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo habitual fuera de la vida unitiva, porque sólo en ella la confianza en Dios llega a su plenitud.

«La sabiduría del hombre es muy limitada en sus horizontes; su voluntad es débil, mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos, incluso de Dios, debiéramos suplicarle, importunarle para que se haga su voluntad y no la nuestra, porque su voluntad es buena, buena en sí misma, benéfica para nosotros, buena como lo es Dios y forzosamente benéfica».

¿Quién es aquel que vela sobre nosotros con amor y que dispone de nosotros por su Providencia? Es el Dios bueno. Es bueno de manera tal, que es la bondad por esencia y la caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino Dios». Santos ha habido que han participado maravillosamente de esta bondad divina, y, sin embargo, los mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo, un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es el océano de bondad, una bondad inagotable y sin límites. Después que haya derramado sobre nosotros beneficios casi innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad hasta lo infinito para poder gastarla. A decir verdad, cuanto más da, más se enriquece, pues consigue ser mejor conocido, amado y servido, al menos por los corazones nobles. Es bueno para todos: «hace brillar su sol sobre los buenos y los malos, hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores». No se cansa de ser bueno, y a la multitud de nuestras faltas opone «la multitud de sus misericordias» para conquistarnos a fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, «en su misma vida no olvida la misericordia».

Este Dios tan bueno es «nuestro Padre que está en los cielos». Como estima tanto este título de Dios bueno y nos recuerda hasta la saciedad sus misericordias, por lo mismo le gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos tenido miedo de El; para ganarse nuestra confianza y nuestro afecto, no cesa de recordarnos en los libros santos, que El es nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra», y ninguno es padre como nuestro Padre de los Cielos. El es Padre por abnegación, madre por la ternura. En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido de sí, el afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta confianza y abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa infinitamente para nosotros a la mejor de las madres. «¿Puede una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de sus entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de vosotros» «El que ha amado al mundo hasta el extremo de darle su Hijo unigénito», ¿qué nos podrá negar? Sabe mejor que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no haber suplicado bastante, y no dará una piedra a su hijo que le pide pan. Si es preciso que se muestre severo para impedir que corramos a nuestra perdición, su corazón es quien arma su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno, enjugará nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la herida. Creamos en el amor de Dios para con nosotros y no dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.

Es nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que un hermano, más que un amigo incomparable, es el médico de nuestras almas, nuestro Salvador por voluntad propia. Ha venido a «salvar el mundo de sus pecados», curar las dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida más abundante», «encender sobre la tierra el fuego del cielo». Salvarnos, he aquí su misión; salir bien en esta misión, he aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El no sentir interés por nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo surcado de heridas, su alma llena de dolor, el calvario y el altar, todo nos muestra que ha hecho por nosotros locuras de amor. «¡Nos ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener confianza, si no en este dulce Salvador, sin el cual estaríamos perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el Esposo de nuestras almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una, ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado por adherirse sólo a El. Tiene sus delicias en verlas cerca de su tabernáculo y vivir con ellas en la más dulce intimidad.

«Cuando os hallareis en la aflicción -dice el P. de la Colombière-, considerad que el autor de ella es Aquel mismo que ha querido pasar toda su vida en los dolores, para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está siempre a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos nuestros caminos; Aquel que ruega sin cesar sobre nuestros altares y se sacrifica mil veces al día en favor nuestro; Aquel que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a nosotros. -Mas me hiere cruelmente, deja caer su pesada mano sobre mí. -¿Qué podéis temer de una mano que ha sido agujereada, que se ha dejado atar a la cruz por nosotros? -Me parece andar por un camino erizado de espinas. -Pero si no hay otro para ir al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes que sufrir durante unos momentos? ¿No es éste el mismo camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros? ¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con su sangre? -Me ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero recordad que es vuestro Redentor quien os lo presenta. Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una urgente necesidad?».

Siendo como es bueno y santo, no obra sobre nosotros sino con los fines más nobles y beneficiosos. «Su objeto es y será indefectiblemente uno»: la gloria de Dios. «El Señor ha hecho todas las cosas para sí mismo», nos dice la Escritura, y no hemos de lamentamos por esto, pues esta gloria no es otra cosa que la alegría de darnos la eterna felicidad... Teniendo el universo por fin la glorificación de Dios mediante la beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra, es la Iglesia católica, pues ella es la madre de la Salvación. Todas las cosas terrestres, todas, hasta las persecuciones, están hechas o permitidas por Dios para el mayor bien de la Iglesia... Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se identifica con la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos de concluir que en un tercer plano, el término invariable de las evoluciones y revoluciones de aquí abajo, no es otro que la llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así, que tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos por la salvación de un grupo de elegidos... ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al mundo con el único fin de hacer seres felices y regocijarse en ellos?

La voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las almas.

No existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera del universo, se le pueda sorprender ocupado en otra cosa. He aquí la razón de todos estos acontecimientos grandes y pequeños que agitan en diversos sentidos las naciones, las familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me proporciona este encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me hace chocar contra esta piedra y me entrega a esta tentación. Todos estos procedimientos los determina su amor, su deseo de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no debiéramos dejarnos hacer y corresponder si comprendiéramos mejor sus misericordiosos caminos? Tanto más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal bondad un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en efecto, el fin particular de cada alma, el grado de gloria a que la destina en el cielo, la medida de santidad que la tiene preparada. Para llegar al término y a la perfección sabe qué caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar, qué humillaciones ha de sufrir. En estos mil acontecimientos de que estará formada la trama de su existencia, la Providencia es la que tiene el hilo y lo dirige todo al fin propuesto. Del lado de Dios que lo dispone nada viene que no sea luz, sabiduría, gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente poderoso, puede todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en su poder la vida y la muerte, conduce a las puertas del sepulcro y saca de él. Hay en nosotros sombras y claridades, tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males; todo viene de El, no hay absolutamente nada de que su voluntad no sea dueña soberana. Hace todo según su libre consejo, y si una vez ha decretado salvar a Israel, nadie hay que pueda oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle variar sus designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni profundidad de consejos.

Bien es verdad que dispone de los seres racionales respetando su libre albedrío. Pueden, pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque. Mas en realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al determinar sus planes; halla en los recursos infinitos de su omnipotente Sabiduría la mayor facilidad para cambiar los obstáculos en medios, a fin de hacer servir a nuestro bien las maquinaciones que el infierno y los hombres traman para perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en Isaías, permanecerá estable, mi voluntad se cumplirá en todas las cosas». Obrad como queráis, es necesario que la voluntad de Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro libre albedrío, reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos los medios que podáis emplear para eludir sus designios, El sabrá hacerlos servir para el cumplimiento de estos mismos. «Entonces, ¿qué podemos temer?, ¿qué no debemos esperar siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y en voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los medios convenientes a este fin y tan moderado para aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para ordenar, tan prudente para ejecutar?»

 

RESPUESTA A ALGUNAS OBJECIONES

«Los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos; tanto como el cielo se eleva sobre la tierra, los caminos del Señor superan a los nuestros». De ahí surgen un sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el hombre que no sea muy rico en fe y abnegación. Señalaremos cuatro.

1º La Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar a nuestra fe, y nosotros querríamos ver. Dios se oculta tras las causas segundas, y cuanto más se muestran éstas más se oculta El. Sin El nada podrían aquéllas; ni aun existirían; lo sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta El, cometemos la injusticia de pararnos en el hecho exterior, agradable o molesto, más o menos envuelto en el misterio. Evita manifestarnos el fin particular que persigue, los caminos por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de tener una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi osaríamos pedirle explicaciones. ¿Acaso un niño se inquieta por saber adónde le conduce su madre, por que escoge este camino en vez del otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo incluso a confiar su salud, su vida, la integridad de sus miembros al médico, al cirujano? Es un hombre como nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a causa de su abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos tener infinitamente más confianza en Dios, médico omnipotente, Salvador incomparable? Al menos, cuando todo es sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde andamos, quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos siquiera darnos cuenta que la gracia es quien obra y que todo va bien! Pero ordinariamente no se dará uno cuenta del trabajo del divino decorador antes de que esté terminado. Dios quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos en El, con corazón tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera causa de la pena!

2º La Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya sobre el fin que se propone, ya sobre los medios destinados a su consecución. En tanto no nos hayamos despojado por completo del amor desordenado a las cosas de la tierra, querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él por camino de rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que está en razón, a la estima de gentes de bien, al afecto de los suyos, a los consuelos de la piedad, a la tranquilidad interior, etc., y que se saboree tan poco la humillación, las contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas. Las consolaciones y el éxito se nos presentan más o menos como la recompensa de la virtud, la sequedad y la adversidad como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios, por el contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra, sino hacer que lo merezcamos tan perfecto como sea posible. Si el pecador se obstina en perderse, es necesario que reciba en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien. En cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo esencial, mientras aquél llega, es que se purifiquen, que se hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena la prueba con este fin! No escuchando sino a su austero y sapientísimo amor, Dios trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de hacernos reinar con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por lo demás las bienaventuranzas anunciadas por el divino Maestro? Así, la cruz será el presente que El ofrecerá a sus amigos con más gusto. «Considera mi vida toda llena de sufrimientos -dijo a Santa Teresa-, persuádete que aquel es más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la medida de su amor es también la medida de las cruces que envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que deseando para vosotros lo que deseé par mí mismo?» Lenguaje divino y sapientísimo, mas, ¡qué pocos lo entienden! Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.

3º La Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras pasiones, el orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente heridos por el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio sino en la amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios, cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este doloroso servicio. En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios, humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad que nos va minando: son otros tantos instrumentos con los que liga y aprieta el miembro gangrenado, le hiere la parte más conveniente, corta y profundiza bien adentro hasta llegar a lo vivo. La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha, porque este rudo tratamiento es la curación, es la vida. Estos males que de fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner límites a nuestra libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se desbocan. He aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes obstáculos a nuestros designios, por qué nuestros trabajos tendrán tantas espinas, por qué no gozaremos jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán con frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene la naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los hombres, injusticias, y su carácter, tantas y tan inoportunas desigualdades. A derecha e izquierda somos acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra voluntad, que es demasiado libre, así probada, estrechada y fatigada por todas partes, se despoje al fin de sí misma y no busque sino la sola voluntad de Dios. Mas ella se resiste a morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos.

4º La Providencia emplea a veces medios desconcertantes. « Sus juicios son incomprensibles»; no sabríamos penetrar sus motivos, ni atinar con los caminos que escoge para ponerlos en ejecución. «Dios comienza por reducir a la nada a los que encarga alguna empresa, y la muerte es la vía ordinaria por la que conduce a la vida; nadie sabe por dónde pasa.» Y, por otra parte, ¿cómo su acción va a contribuir al bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y aun frecuentemente creemos ver lo contrario. Mas adoremos la divina Sabiduría que ha combinado perfectamente todas las cosas, estemos bien persuadidos de que los mismos obstáculos le servirán de medios y que llegará siempre a sacar de los males que permite el invariable bien que se propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las almas para la gloria de su Padre.

En consecuencia, si consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la conclusión de que muchas veces los males en este mundo no son males, los bienes no son bienes, hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que son un castigo.

Citemos algunos ejemplos entre mil, para poner estas verdades en todo su esplendor. Dios se compromete a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir todas las naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no: mas quiere probar la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el brazo. Se propone someter a José la tierra de los Faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de sus hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna, conducido a Egipto, vendido como esclavo, después pasa en la cárcel años enteros, todo parece perdido, y, sin embargo, por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus gloriosos destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su pueblo del yugo de los madianitas, improvisa soldados que apenas serán uno contra cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor parte, no conservando sino trescientos y, armándolos de trompetas, de lámparas, con cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos, a la batalla o al matadero? Y con este inverosímil ejército es pon el que asegura a su pueblo una sorprendente y segura victoria. Mas dejemos el Antiguo Testamento.

Después de las ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido, abandonado, negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado, crucificado y pierde su reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la herencia de las naciones? Triunfa el infierno y todo parece perdido, no obstante, por ahí mismo nos viene la salvación. Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo que es débil. Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la conquista del mundo; nada son, pero El está con ellos. Deja a la persecución campear durante tres siglos, y, según su palabra profética, aquélla apenas ha de cesar; renueva a la Iglesia en lugar de destruirla y la sangre de los mártires es aún hoy día semilla de cristianos. La impiedad de los filósofos, las argucias de los heresiarcas se aprestan al asalto para extinguir las estrellas del cielo; y con eso precisamente se hace la fe más explícita y más luminosa. Los reyes y los pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo, que es, sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento que El ha escogido, «el Hijo del carpintero, el Galileo», siempre vencedor, encerrará a sus perseguidores en un ataúd y los citará a su tribunal. Mientras la tierra se agita en un sin fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta, indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de las nacionalidades.

Quédanle medios propios suyos, medios inverosímiles, que Dios escogerá para salvar a un pueblo, conmover las muchedumbres, instituir familias religiosas.

Hubo un tiempo en que daba pena el reino de Francia; para arrancarlo de una pérdida total e inminente, Dios va a suscitar no poderosas armas, sino una inocente niña, una pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser consagrado. En nuestros días conmueve países enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote rural, y a excepción de la santidad, hombre de menguado valer. Dios quería nuestra Orden: suscita tres santos para fundarla y le prepara las más abundantes bendiciones, y, sin embargo, la persecución que se dejó caer sobre nuestros Padres en Molismo los siguió a Cister. Se obliga a San Roberto por obediencia a dejar su obra sin terminar. San Alberico durante su gobierno y San Esteban durante algunos años apenas reciben novicios. La muerte hace sus vacíos y una epidemia arrebata la mitad de la pequeña Comunidad. Los supervivientes se preguntan, no sin ansiedad, si llegarán a tener sucesores o si su obra va a desaparecer con ellos. ¿ Querrá la Providencia divina destruir sus piadosos designios? Todo lo contrario, quiere de este modo asegurarlos, pero a su manera; propónese santificar a los fundadores, pone en vigor todos los puntos de la Regla, establece sólidamente la observancia y la vida interior. Una vez preparada la colmena, atraerá las abejas por enjambres.

Dios revela a la venerable María Postel que ella ha de fundar, en medio de muchas tribulaciones, una Comunidad que será la más numerosa de la diócesis de Coutances. Durante treinta años se la verá conducida por caminos oscuros, sometida a todo género de pruebas, contradicha por los acontecimientos, probada por repetidos fracasos. ¿Olvida acaso el Señor su promesa? Muy al contrario, así es como asegura su perfecto cumplimiento, elevando a la fundadora a la más encumbrada santidad, imprimiendo a la Congregación naciente el espíritu que deberá siempre animarla. San Alfonso de Ligorio, ilustre Fundador de los Redentoristas, se vio en sus últimos años indignamente acusado ante el Sumo Pontífice por dos de los suyos; es condenado, privado de su cargo de Superior General y hasta excluido del Instituto que le debía su existencia. Animábase leyendo la vida de San José de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue como él perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue suprimido, y más tarde restablecido por la Santa Sede. Mas San Alfonso predice: que Dios que ha querido la Congregación en el reino de Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a ejemplo de Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no exista. «Dios ha permitido la dimisión -decía- para multiplicar las casas en los Estados Pontificios.» Y de hecho, cuando el santo anciano haya apurado hasta las heces el cáliz de las humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido su martirio con la más inalterable paciencia, el cisma, causa de este martirio, cesará como por ensalmo; la Congregación, más floreciente que nunca, extenderá sus ramas por todos los países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía iba a aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para propagarlo por el mundo entero, a la vez que consumaba la santidad del Fundador. Y día llegó en que los perseguidores del Santo fueron los más empeñados, según su predicción, en pedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de remordimientos!

Tratándose de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros y a veces desconcertantes.

Nuestro Padre San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, «su bienaventurada soledad es su única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un mundo que aborrece, en el tráfago de mil asuntos ajenos a su perfección, contrarios a sus gustos de reposo en Dios.

No puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se inquieta. «Mi vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal. ¡Ah, Señor! Más valdría morir, pero entre mis hermanos.»

Dios no le escucha, por lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello. Porque el santo «aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la maravilla de su siglo.

Abrumado por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión. «Pedro -decíase a sí mismo entonces-, tienes lo que tanto tiempo deseaste, la soledad, el silencio, la celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos de tu alma de una manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú proyectabas. Quiere Dios ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de Loyola, herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido su porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este accidente mil veces feliz a la maravillosa conversión de la que había de nacer la Compañía de Jesús.

¿No es así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud, las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero infinitamente más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses, prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono; de verdadera santidad.

En resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos. Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige, aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se convertirá en bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería nuestra falta de confianza y de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra voluntad. Si nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros, habremos perdido ese acrecentamiento de bien que El deseaba hacernos.

 

4. AMOR DE DIOS

Siendo el Santo Abandono la conformidad perfecta, amorosa y filial, no puede ser efecto sino de la caridad; es su fruto natural, de suerte que un alma que ha llegado a vivir del amor, vivirá también del abandono. Propio es del amor, en efecto, unir al hombre estrechamente con Dios, la voluntad humana al beneplácito divino. Por otra parte, esta perfección de conformidad supone una plenitud de desprendimiento, de fe, de confianza, y sólo el Santo Abandono nos eleva a tales alturas y nos lleva a ella como naturalmente.

El amor dispone al abandono por un perfecto desasimiento. El ejercicio habitual del abandono requiere una verdadera muerte a nosotros mismos. Podrán comenzarlo otras causas, pero no tendrán la delicadeza ni fuerzas necesarias para llevarlo a término; para lo cual será necesario «un amor fuerte como la muerte». Mas el amor lo conseguirá, por que le es propio olvidarlo todo, darse sin reserva, y no admite división: ni quiere ver sino al Amado, no busca sino al Amado, ama todo cuanto agrada al Amado. «El amor de Jesucristo -dice San Alfonso- nos pone en una indiferencia total; lo dulce, lo amargo, todo viene a ser igual; no se quiere nada de lo que agrada a sí mismo, se quiere todo lo que agrada a Dios; empléase con la misma satisfacción en las cosas pequeñas como en las grandes, en lo que es agradable y en lo que no lo es; pues con tal que agrade a Dios, todo es bueno. Tal es la fuerza del amor cuando es perfecto -dice Santa Teresa-; llega a olvidar toda ventaja y todo placer personal, para no pensar sino en satisfacer a Aquel que se ama.» Y San Francisco de Sales añade, con su gracioso lenguaje: «Si es únicamente a mi Salvador a quien amo, ¿por qué no he de amar tanto el Calvario como el Tabor, puesto que se halla tan realmente en uno como en otro? Amo al Salvador en Egipto, sin amar el Egipto. ¿Por qué no lo amaré en el convite de Simón el leproso sin amar el convite? Y si le amo entre las blasfemias que lanzaron sobre El, sin amar tales blasfemias, ¿por qué no le amaré perfumado con el ungüento precioso de la Magdalena, sin amar ni el ungüento ni el perfume?» Y como lo decía, así lo practicaba.

El amor dispone al abandono haciendo la fe más viva y la confianza inquebrantable. Ciertamente la fe se esclarece y el corazón se abre a la esperanza, a medida que la niebla de las pasiones se disipa y la virtud crece. Mas cuando llega a la vía unitiva, las convicciones tórnanse más luminosas, las relaciones con Dios se convierten en cordial comunicación llena de confianza e intimidad, sobre todo cuando un alma ha experimentado repetidas veces que es ardientemente amante, y al revés, aún más amada de Dios cuando la ha purificado y afinado en el rudo y saludable crisol de las purificaciones pasivas. Como un niño en brazos de su madre reposa sin inquietud y se abandona con confianza, porque instintivamente siente que su madre le ha dado todo su corazón, así el alma se entrega a la Providencia con entera tranquilidad de espíritu, cuando ha podido llegar a decirse: «Es mi Padre del cielo, es mi Esposo adorado, el Dios de mi corazón que tiene en sus manos mi vida, mi muerte, mi eternidad; no me sucederá sino lo que El quiera, y no quiere sino mi mayor bien para el otro mundo y aun para éste.» Así es como terminando de romper nuestras ligaduras, y dando a nuestra confianza y a nuestra fe su última perfección, el santo amor completa nuestra preparación al abandono. Nos queda por manifestar cómo lo produce directamente. El amor perfecto es el padre del perfecto abandono. « El amor es lazo que une al amante con el amado, y hace de los dos uno, como el odio separa a los que la amistad había unido. La unión que produce el amor, es sobre todo la unión de las voluntades. El amor hace que los que se aman tengan un mismo querer y no querer para todas las cosas que se ofrezcan y no hieran la virtud; lo mismo que el odio llena el corazón de sentimientos diametralmente opuestos a la persona a la que se tiene aversión, de lo cual hemos de concluir que la unión y la conformidad con la voluntad de Dios se miden por el amor; que poco amor da poca conformidad, y un amor mediano una mediana conformidad, finalmente, un amor completo, una completa conformidad.» Por esto, los principiantes generalmente no pasan de la simple resignación, los proficientes se elevan a una conformidad ya superior; no consiguiéndose la perfecta conformidad sin un amor perfecto, con el cual se llega con seguridad a ella. Insistamos más para declarar mejor nuestro pensamiento.

Nadie ignora que el término a donde tiende el amor es la unión; y según San Juan: «El que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.» La experiencia nos lo dice al igual que la fe. El movimiento propio del amor es entregarse la criatura a Dios y Dios a la criatura, los lanza el uno hacia el otro; no hay amor de amistad en donde no exista este movimiento de unión. Cuando Dios nos estrecha contra su corazón en amoroso abrazo, nos unimos a El con todas nuestras fuerzas; se le querría estrechar mil veces más, hasta confundirnos con El y formar un solo ser. Cuando Dios se oculta por amoroso artificio, como pala hacerse buscar con más avidez, la pobre alma, temiendo haberle perdido, va preguntando por El por todas parte con amorosa ansiedad; es una necesidad dolorosa, es un hambre insaciable, una sed inextinguible. Siente el vacío de Dios y no podría pasar sin El; nada le puede consolar en ausencia suya, a no ser el pensar que ella le agrada cumpliendo su adorable voluntad, y la esperanza de volverlo a encontrar más perfectamente. Querría poseerle, por decirlo así, infinitamente en el otro mundo para amarle, para alabarle, para unirse a El en la medida de sus deseos. Entre tanto lo busca aquí abajo sin descanso, aspira a una unión de amor cada vez más estrecha, dada por el sentimiento de una posesión sabrosa si Dios quiere, unión en la que dominará con frecuencia la necesidad y el deseo y el esfuerzo laborioso. En el primer caso, el alma está unida a Dios y en el otro, trata de unirse; en ambos es idéntico el movimiento de amor que nos saca fuera de nosotros para lanzarnos en Dios con ardiente deseo de poseerle. Esta unión de corazones produce la unión de voluntades. Desde que está poseído de un profundo afecto hacia Dios y se ha entregado a Él sin reserva ni división, poseyendo nuestro corazón, se adueña también de nuestra voluntad, tanto que nada podríamos negarle.

En el cielo se gusta la unión con Dios en las alegrías del amor beatifico. Aquí abajo se le encuentra más frecuentemente sobre el Calvario que sobre el Tabor; respecto a la unión de gozo, es rara y fugaz, y generalmente el sufrimiento la precede y la sigue. Dios mostró en un éxtasis a Santa Juana de Chantal que «padecer por Él es pasto de su amor en la tierra, como gozar de El lo es en el cielo». Concuerdan con las de su fundadora estas expresiones de Santa Margarita María: «Tanto vale el amor cuanto es lo que se atreve a sufrir. No vive a gusto el amor, si no sufre. Querer amar a Dios sin sufrimiento es ilusión.» Ya que el sufrimiento es necesario para purificar, desprender, y adornar las almas y preparar así su unión a Dios. Es también preciso para alimentar esta unión, para impedir que se debilite y hacerla crecer, pues no bastarían los ardores del amor.

Es porque el amor, en efecto, no vive tan sólo de lo que recibe; vive aún más de lo que da; su mejor alimento será siempre el sacrificio. Así acontece hasta en las cosas humanas: el hijo que ha costado más dolores y lágrimas a su madre, ¿no será por ventura el más amado? De la misma manera el alma se une a Dios en la medida en que sabe abnegarse por El; la unión de corazón y de voluntad, cimentada por el hábito del sacrificio, será siempre la más sólida, y por decirlo así, inquebrantable. Mas, ¿sobreviviría la que ha nacido de las suavidades del amor? Quizá. Pero hay necesidad de que la prueba venga a reforzarla y mostrar lo que vale. Cuando Dios nos prodiga inefables ternuras y nos acaricia amorosamente como un padre que estrecha a su hijo contra su corazón, nuestra alma emocionada, anhelante, enloquecida, sale de si misma, se da por entero y se entrega con sinceridad. Mas el amor propio está muy lejos de morir definitivamente y hasta puede hallar su más delicado alimento en las dulzuras de esas emociones. Para completar la obra de las divinas ternuras, para robustecer la debilidad de la naturaleza y el reinado de la santa dilección, será, pues, imprescindible la acción lenta y dolorosa de la prueba bien aceptada. Dejémonos crucificar de buena gana: en el Calvario fue dada a luz nuestra alma y en la cruz hallará siempre la vida. El dolor es, pues, el alimento necesario del santo amor y por cierto muy sustancial. Un alma iluminada lo declara así: tanto más experimenta un alma que Dios se le comunica y le abraza, cuanto la favorece más el Señor, permitiendo que sea humillada y que reconozca su incapacidad y que sienta su inutilidad. «El amor divino crece en el dolor. Cuando éste es más punzante, tanto más vivos son los ardores del santo amor. Cuanto más pesa la tristeza sobre un alma, tanto más siente las llamas del divino amor, y su corazón deja escapar palabras de fuego.» Nuestro Señor le pondrá frecuentemente en la imposibilidad de comulgar a causa de enfermedad, pero El compensará esta privación del pan eucarístico, partiendo en mayor abundancia el pan de la tribulación. En una palabra, «el dolor es el pan sustancial de que Jesús quiere alimentarla»; ella lo entiende así y pide tan sólo que no se harte jamás de este manjar divino. Este es el lenguaje de todas las almas grandes, que por alcanzar la unión tan deseada con el Dios de su corazón, atravesarían el fuego y el hielo, sin que esto quiera decir que son insensibles al dolor.

Mas el amor dulcifica el padecimiento, y hasta lo busca y desea. «¡Cuántas crucecitas encuentro cada día!, decía un alma ardiente. Amo esas cruces, aun cuando me causan mucho dolor, porque si no lo sintiera me parecería que no amo. Si no padeciera, amando tantísimo a mi Dios, no sería feliz y me creería juguete del demonio.» La venerable María Magdalena Postel dice: «Cuando se ama, no hay trabajo para el que ama, pues es tanta la dicha que se halla en padecer por el objeto amado.» Y San Francisco de Sales nos revelará el secreto de este heroísmo: Ved las aflicciones en sí mismas, son pavorosas, vedlas en la voluntad divina, son amores y delicias. Si miramos las aflicciones fuera de la voluntad de Dios, tienen su amargura natural; mas considéreselas en este beneplácito eterno y son todo oro, amables y preciosas, mucho más de lo que puede decirse. Las medicinas desagradables ofrecidas por una mano cariñosa las recibimos con alegría, sobreponiéndose el amor a la repugnancia. La mano del Señor es igualmente amable, ya distribuya aflicciones, ya nos colme de consolaciones. El corazón verdaderamente amante, ama aún más el beneplácito de Dios en la cruz, en las penas y en los trabajos, porque la principal virtud del amor consiste en hacer sufrir al amante por la cosa amada.»

En fin, el amor justifica la Providencia y la aprueba en todos sus caminos. El Hijo de Dios cree a su Padre celestial, le adora, confía en El, pero sobre todo le ama, y amándole tiene gusto para todo cuanto viene de El, aun cuando su divina Providencia fuere en apariencia dura y severa. De esta manera su amor filial recibe con escrupuloso respeto todo cuando es enviado del cielo. San Francisco de Sales no miraba bien que uno se quejase del tiempo: ¡hace mal tiempo, hace mucho frío, qué calor! «semejantes reflexiones -decía- no convienen a un hijo de la Providencia que siempre ha de bendecir la mano de su Padre». El amor divino obra de la misma manera cuando intervienen las causas segundas y la malicia humana: por encima de los hombres y de los acontecimientos ve a su Amado, al Dios de su corazón, y con amor filial, con respecto inalterable besa la mano que le está hiriendo.

5. AMOR DE NUESTRO SEÑOR

En este camino del amor y del abandono, Nuestro Señor Jesucristo posee singular atractivo para cautivar las voluntades y arrebatar los corazones. Siendo Dios, como el Padre y como el Espíritu Santo, se ha hecho hombre como nosotros; es Dios, que ha llegado a ser nuestro hermano, nuestro amigo, el Esposo de nuestras almas; Dios maravillosamente puesto a nuestro alcance, Dios revestido de incomparable encanto para nosotros. La Santa Humanidad es la puerta que nos convenía para penetrar en los secretos de la Divinidad; y ofrece a nuestro pensamiento un precioso apoyo, a nuestro corazón un delicioso atractivo, a nuestra voluntad un modelo proporcionado. Jesús es el Salvador, a quien todo se lo debemos; Cabeza que nos comunica la vida. Camino que debemos seguir, y Guía que va delante de nosotros, Viático que sostiene nuestras fuerzas, término que debemos esperar, único galardón a que aspiramos. Es para nosotros alfa y omega, principio y fin.

A excepción de los atractivos de la gracia que siempre hay que respetar, nunca se encomendará bastante a las almas piadosas que nada antepongan a Nuestro Señor en sus devociones. La práctica más recomendada por los Maestros de piedad es la de seguirle principalmente al Calvario y al altar. Muchos, sin embargo, prefieren honrar su Sagrado Corazón o su santísima Infancia. Lo esencial es que se tenga muy a menudo a Jesús a la vista para contemplarle, en el corazón para amarle, en la voluntad para conocerle e imitarle. Después, que cada cual siga su atractivo y busque al buen Maestro allí donde con más facilidad le encuentre. En cualquiera de sus misterios hay todo lo que se precisa para satisfacer las aspiraciones y las necesidades más variadas; es siempre la víctima voluntaria que se dirige al sacrificio, el Esposo que nos invita al sufrimiento, su vida entera no ha sido sino cruz y martirio.

Jesús Niño, por no hablar sino de El, tiene la mano tan fuerte como dulce, y es lo suficiente sabio para no perjudicar a sus amigos. Un día, «durante la Santa Misa, se presenta a una religiosa con una multitud de cruces en sus manos. Las había de todos los tamaños, pero sobre todo pequeñas, y eran tan numerosas que apenas las podía sostener, y la dijo graciosamente: ¿Me quieres con todo mi cortejo? (Su cortejo eran las cruces.) ¡Oh!, sí, amable y gracioso Niño -díjole ella-, os quiero con todo vuestro cortejo. Venid, que os quiero acoger».

Santa Teresita del Niño Jesús se había ofrecido a su dulce Amigo, «para ser no su pequeño juguete de valor que los niños se contentan con mirar, sin atreverse a tocarlo, sino como una pelotita de escaso precio, que pudiera arrojar al suelo, empujar con el pie, rasgar, arrinconar, o bien estrecharla contra su corazón, si tal fuese su gusto». En una palabra, quería divertir al Niño Jesús y entregarse a sus caprichos infantiles. El escuchó su petición y no tardó en romper el pequeño juguete, «queriendo sin duda ver lo que contenía dentro». Imposible describir en términos más graciosos una ruda crucifixión, una verdadera muerte a sí misma, bastando la dulce mano del Niño Jesús para esta forzada labor.

La Pasión es el atractivo más general; éste fue el de Nuestro Padre San Bernardo. «Desde el principio de mi conversión -dice-, a fin de suplir los méritos que a mí me faltaban, puse sobre mi corazón un hacecito de mirra, formado de todas las ansiedades y amarguras de mi Salvador. En él coloqué las privaciones de su infancia, los trabajos de su predicación, las fatigas de sus viajes, sus vigilias en la oración, sus tentaciones y sus ayunos, sus lágrimas de compasión, los lazos tendidos a sus palabras, las traiciones de los falsos hermanos, los clamores, las bofetadas, los sarcasmos, las injurias, los clavos, todos los tormentos que cuenta el Evangelio y que El padeció en tan crecido número por nuestra salvación... Nadie podrá arrebatarme este hacecito, que siempre conservaré sobre mi corazón. Estoy persuadido de que la sabiduría consiste en meditar estas cosas; y en esto he cifrado la perfección de la justicia, la plenitud de la ciencia, las riquezas de la salvación, la abundancia de los méritos. De ahí me viene la suave unción de la consolación. Esto es lo que me levanta en la adversidad, lo que me sostiene en la prosperidad, lo que en las alegrías y tristezas de la vida me conduce con seguridad por el camino real, y lo que aparta los males que de una y otra parte me amenazan... Por esto, tengo con frecuencia estas cosas en mi boca, y vosotros lo sabéis; Dios sabe que las tengo siempre en mi corazón, es evidente que de ellas están llenos mis escritos. No hay para mí más sublime filosofía aquí abajo que la de conocer a Jesús y a Jesús Crucificado.»

Un día Nuestro Señor muestra a Gemma Galgani sus cinco llagas abiertas, y le dice: «Mira, hija mía, y aprende a amar. ¿Ves esta cruz, estas espinas y estos clavos, estas carnes lívidas y estas heridas y llagas? Todo es obra del amor y de un amor infinito. Hasta este punto te he amado. ¿Quieres tú amarme de verdad? Aprende ante todo a sufrir; es el sufrimiento quien enseña a amar.» Esta vista del Redentor cubierto de llagas y bañado en sangre, encendió en el corazón de la sierva de Dios el sentimiento del amor hasta el sacrificio, y el vivo deseo de sufrir algo por Aquel que tanto sufrió por ella. Se despojó de todas sus joyas: «Las únicas joyas que embellecen a la esposa de un Rey crucificado son las espinas y la cruz.» Desea sufrir para parecerse a su Amado: «Quiero sufrir con Jesús, exclama, quiero ser semejante a Jesús, sufrir mientras viviere.» Su ángel de la guarda le presenta a su elección una corona de espinas o una de azucenas:

«Quiero la de Jesús, sólo ella me agrada», responde; en seguida, con amorosa impaciencia toma la corona de espinas, la cubre de besos y la estrecha contra su corazón. «No quiero las consolaciones de Jesús; Jesús es el hombre de dolores, quiero ser también la hija de los dolores.» Durante una prolongada tribulación dijo a Nuestro Señor: « ¡Con Vos, sienta bien el sufrir! » Otra alma generosa, Sor Isabel de la Trinidad, declárase «enteramente feliz con poder seguir el camino del Calvario, como una esposa cabe del divino Crucificado.» Una religiosa cree oír a Nuestro Señor que la dice: «¿Quieres amarme en el sufrimiento, en la inmolación, en el desprecio?» Lo acepta con ánimo esforzado, mas cuando el dolor se presenta bajo una u otra forma, el primer movimiento es un movimiento de repulsa, y el divino Maestro añade: «Déjate desollar, inmolar. ., ya que eres esposa de un Dios crucificado, es preciso que tú sufras... Bebamos, hija, en el mismo cáliz la tristeza, la angustia y el dolor.» Después de los más elevados favores, se cree ella aún menos exenta del dolor: «Ahora sí que debemos beber Cristo y yo en el mismo cáliz, recorrer el mismo camino, morir sobre la misma cruz.» Mas el buen Maestro la muestra «que se ama en la medida en que se es generoso», la enseña «a sonreír siempre al dolor»; ella acepta «a no ser consolada, para consolar al divino y gran Afligido». «Quiero amaros, gran Abandonado, pero en el sufrimiento, en el olvido de mí misma y de las criaturas. ¿Cómo pensar aún en mí?» Así, no desea ya gozar cerca del Amado, sino sufrir a fin de que El halle sus delicias con las almas religiosas y sacerdotales, morir para que El viva en todos los corazones.

Jesús es ciertamente el Salvador del mundo. El suscita corazones generosos, a quienes asocia a su obra de Redención y, por consiguiente, a su sacrificio, encendiendo en ellos un celo ardiente por las almas que se pierden y por el Amado que tan malamente es servido y tan ofendido. Quéjase a Gemma Galgani de la malicia, ingratitud e indiferencia general. Se le olvida como si jamás hubiera amado, ni nunca hubiera sufrido, como si fuese desconocido a todos. Los pecadores se obstinan en el mal, los tibios no se hacen violencia, los afligidos caen en el abatimiento. Se le deja casi solo en las iglesias y su corazón está de continuo rebosante de tristezas. Necesita una expiación inmensa, principalmente por los pecados y sacrilegios con que se ve ultrajado por las almas escogidas entre mil. Gemma acepta con corazón magnánimo su misión de amor y de expiación: «Yo soy la víctima -dice- y Jesús es el sacrificador. Sufrir, sufrir pero sin ningún consuelo, sin el menor alivio, sufrir sólo por amor. Me basta ser víctima de Jesús, para expiar mis innumerables pecados y, si es posible, los del mundo entero.» Así habla esta inocente joven. A todas las grandes almas que la augusta Víctima asocia de un ¡nodo especial a su obra de Redención las marca con el sello de la cruz. Según la feliz expresión de Sor Isabel de la Trinidad, «El se hace en ellas como una humanidad añadida, en la que todavía pueda sufrir por la gloria de su Padre y las necesidades de su Iglesia y perpetuar aquí abajo su vida de reparación, de sacrificio, de alabanza y de adoración.» No menos hermosas son las palabras de un alma ardiendo en deseos de ver a Dios: «En el tiempo de la persecución -dice-, a la hora en que las esposas de Jesús son convocadas al Calvario, no es mi ensueño morir, quiero ir al Gólgota con Jesús, quiero sufrir con El y por El, y cuando hubiere llegado la hora de su triunfo, ¡ah!, entonces sí que seré dichosa uniéndome a El. Por Ti, Jesús mío, quiero morir, morir sin consuelo alguno, mas antes quiero por Ti vivir oculta, ignorada y despreciada. Para consolarte, Jesús mío, y para ganarte almas, quiero olvidarme, renunciarme, inmolarme. No amo el sufrimiento, Tú bien lo sabes; cuando se presenta se rebela con frecuencia la naturaleza, pero en el fondo huélgome de poder padecer algo por Ti. ¡Oh, Jesús!, mi corazón es demasiado pequeño para amarte, dame los corazones de todos los hombres que no te aman que yo los consagraré al puro amor.»

La angelical Santa Teresa del Niño Jesús hubiera querido ser sacerdote para llevar a Jesús en sus manos, para darlo a las almas; hubiera querido iluminar el mundo; como los doctores anunciar el Evangelio a toda la tierra y en todos los tiempos; hubiera querido sobre todo el martirio, pero el martirio con todo género de suplicios. «Como Vos, Esposo adorado, querría ser azotada, crucificada; querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan querría ser sumergida en aceite hirviendo; deseo, como San Ignacio de Antioquía, ser triturada por los dientes de las fieras, a fin de llegar a ser pan digno de Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia, querría ofrecer mi cuello a la espada del verdugo, y como Juana de Arco, sobre una hoguera ardiente pronunciar el dulce nombre de Jesús.» Mas ya que Dios ha dispuesto de ella de otro modo, su vocación será el amor, y lo probará arrojando flores, es decir, que no dejará pasar ningún sacrificio por pequeño que sea, ninguna mirada, ninguna palabra, y aprovechará las menores acciones, para hacerlas por amor, sufrirá y se alegrará, aun por amor.

¡Quiera Dios que tan elevados sentimientos nos guíen siempre en la práctica del Santo Abandono! Las grandes almas que nos complacemos en citar, se habían ofrecido como víctimas y pedían a veces el sufrimiento; manifestado queda ya nuestro pensamiento sobre esta manera de proceder.

 

6. EL EJEMPLO DE NUESTRO SEÑOR

A un alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada la lleva tanto al abandono como el ejemplo de su amado Maestro. El agrada soberanamente al alma, y ella a su vez quiere únicamente agradarle, y por lo mismo se esfuerza en imitarle en todas las cosas. Ahora bien, su vida entera no ha sido sino obediencia y abandono.

Hace su entrada en el mundo, y «viene ante todo -dice Monseñor Gay- para su Padre. El, su Padre, es objeto de toda su religión y el término del sacrificio». Le habla y le dice: «He aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» ¡Pues qué! ¿No viene para predicar, trabajar, morir, sufrir, vencer el infierno, y salvar al mundo con su cruz?

«Esta es su labor, como El muy bien lo sabe, pues sus ojos apenas abiertos ya lo han visto todo y su corazón lo ha abrazado inmediatamente. Quiere cumplir todo, hasta la última tilde, y lo quiere sinceramente y con un querer lleno de amor y de eficacia... mas quiere todo esto, por ser tal la eterna voluntad de su Padre y sólo esta voluntad le conmueve y le decide. Viendo todo lo demás, se fija, sin embargo, en sólo esto; sólo de ella habla y de sólo ella pretende depender. Esta voluntad divina lo es todo: principio, fin, razón, luz, apoyo, mansión, alimento, recompensa. En ella, pues, se apoya, a ella se reduce, en ella se afirma, y ejecutando después tantas cosas, y tan elevadas y tan inauditas y tan sobrehumanas, nunca hará sino esta cosa sencilla, en la que nuestros niños son capaces de imitarle: hará la voluntad de su Padre celestial, y a ella se entregará sin reserva y vivirá por completo abandonado».

Esta obediencia y este abandono tienen su origen en su amor para con el Padre; es plenitud de abandono, porque es plenitud de amor; amor filial, confiado, desinteresado, generoso, sin reserva; amor rebosando reconocimiento por los bienes que ha recibido en santa Humanidad; amor lleno de celo, de abnegación y de humildad; Víctima cargada con todos los pecados del mundo, estima todos los castigos, ya que ningún sufrimiento es excesivo para reparar la gloria de su Padre y restituirle los hijos alejados y con todo tan tiernamente queridos.

Amor filial, y al mismo tiempo amor de niño. «¿Pues qué otra cosa ha sido -dice Monseñor Gay- Nuestro Señor, Jesús, el Hijo del Eterno Padre, verdadero Dios y verdadero Hombre, según su Humanidad, sino un niño? A nuestros mismos ojos es el estado en que ha querido aparecer; mas para su Padre, a los ojos de la Divinidad, de su propia Divinidad, no ha cesado nunca ni cesará de ser un niño. Esta Humanidad gobierna todos los seres; los Serafines le besan los pies, y el mundo entero con razón la saluda como a su maestra y soberana; súbditos suyos son los reyes; los pueblos, su herencia; los ángeles, sus mensajeros. Es reina a la manera que Dios es Rey, y, sin embargo, os lo repito, no es en definitiva sino un niño, un niño de un día y de una hora, que no tiene de sí y por sí solo ni pensamiento, ni palabra, ni movimiento, ni vida; un niño pequeño oculto en el seno, llevado en brazos, entregado a los derechos, a las voluntades, al beneplácito, a las costumbres, a las sonrisas infantiles, a las caricias sin igual, al amor infinito de la Divinidad que es su padre y su madre. Todo esto copia el alma abandonada, pues siendo Dios nuestro Padre, ¿qué son respecto a El nuestra edad, nuestra talla y nuestra actitud? Aun cuando fuéramos un San Pedro, o un San Pablo o cualquiera de esos gigantes en la santidad, ¿seríamos alguna vez grandes delante de Dios?»

Si pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo hasta en sus mismos actos, hallaríamos por todas partes el amor, la confianza, la docilidad, el abandono infantil de un niño. Citemos tan sólo algunos ejemplos de San Francisco de Sales.

«Ved al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la desnudez, la compañía de los animales, todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo cuanto permite su Padre que le venga. No está escrito que haya extendido sus manos en busca del seno de su Madre, mas no rehúsa los pequeños alivios que Ella le da. Recibe los servicios de San José, las adoraciones de los reyes y de los pastores, y todo con la misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros desear ni nada rehusar, sino sufrir y recibir con igualdad de ánimo todo lo que la Providencia permita que nos suceda.»

«Si se hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en brazos de su Madre, a dónde iba, ¿no hubiera tenido razón en responder: Yo no voy, es mi Madre la que va por mí?, y a quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con vuestra Madre?, hubiera podido con razón decirle: No; yo no voy en manera alguna, o si voy allí donde mi Madre me lleva, no es por mis propios pasos, es por los pasos de mi Madre que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella quiere por mí y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de querer. Su voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo tenga querer alguno en lo tocante a ir o venir; no me importa si camina aprisa o despacio, si va por ésta o la otra parte; no me opongo a su deseo de ir acá o allá y me contento con estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su amante cuello. »

En su huida a Egipto, Nuestro Señor, que es la Sabiduría eterna, y que gozaba del perfecto uso de la razón, no advierte a San José o a su dulcísima Madre nada de cuanto había de acontecerles. Nada quiso emprender sino por el encargo del ángel Gabriel que había sido destinado por el Padre para anunciar el misterio de la Encarnación, para ser desde entonces como el ecónomo general de la Sagrada Familia, para cuidar de ella en los diversos acontecimientos. Este Niño Todopoderoso, pero manso y humilde de corazón, se dejaba llevar a donde querían y por quien quería llevarle, se abandonaba dócilmente en manos del ángel por más que éste no tenía ni ciencia, ni sabiduría que pudieran compararse con su divina Majestad.

«Algunos contemplativos han supuesto que Nuestro Señor en Egipto, en el taller de San José y durante los treinta años de su adorable vida oculta, se ocupaba algunas veces en hacer cruces», y las ofrecía a sus amigos -método que no ha variado-. Devorado del celo por la gloria de su Padre, de la Iglesia y por las almas, «tuvo mil amorosos desfallecimientos; veía la hora de ser bautizado con su propia sangre y languidecía suspirando en tanto que esto llegaba, a fin de vernos libres, por su muerte, de la muerte eterna». Y sin embargo, cuando entra en el Huerto de los Olivos, se entrega a los terribles asaltos del temor y de las repugnancias, «sufriéndolos voluntariamente por amor nuestro, pudiéndose librar de ellos. El dolor le causa angustias de muerte, y el amor un ardiente deseo de ella, una cruel agonía entre el deseo y el horror a la muerte, hasta la abundante efusión de su sangre que corre como de una fuente y riega la tierra». Con todo, no cesa de repetir en amoroso abandono: «Padre mío, hágase vuestra voluntad y no la mía». En consecuencia, «déjase prender, maniatar y conducir a gusto de los que quieren crucificarle, con un abandono admirable de su cuerpo y de su vida, poniéndolos en sus manos. De igual modo van a entregarse su alma y voluntad por una perfectísima indiferencia en manos de su Padre Eterno».

Mas antes, un supremo dolor y el más terrible de todos le espera «sobre la cruz», cuando después de haber dejado todo por el amor y la obediencia de su Padre, fue como dejado y abandonado de El; y empujada su barca a la desolación por el torrente de las pasiones, apenas sentía la brújula de su vida, que, sin embargo, no sólo miraba a su Padre, sino que le estaba inseparablemente unida; cosa que la parte inferior ni sabía ni de ella se apercibía, ensayo que la divina Providencia jamás ha hecho ni hará en ninguna otra alma, pues no lo podría soportar. Para mostrarnos lo que podemos y debemos hacer cuando nuestras penas llegan a su colmo, quejóse filialmente a su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Mas apresúrase a añadir con todas sus fuerzas y con la más amorosa sumisión: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu», dando así a su Padre y a nosotros el supremo testimonio de su amor, «muriendo en el amor, por el amor, para el amor y de amor». Al mismo tiempo, nos enseña -«cuando nuestros males están en su apogeo, y mientras las convulsiones de las penas espirituales nos quiten cualquiera otro género de alivios y de medios de resistir- a poner nuestro espíritu en manos de Aquel que es nuestro verdadero Padre, y, bajando la cabeza de nuestra aquiescencia a su beneplácito, a entregarle toda nuestra voluntad».

Este continuo abandono de niño pequeño se ha dignado Nuestro Señor extenderlo a toda suerte de peñas y pruebas, pues «fue afligido en su vida civil, condenado como un criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con extraordinaria ignominia; en su vida natural, muriendo entre los más crueles y sensibles tormentos que se pueden imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas, temores, espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que jamás encontrarán semejante»; y todo con entera y sumisa voluntad. «Pues aunque la parte superior de su alma estuviera soberanamente gozosa de la gloria eterna, el amor impedía a esta gloria difundir sus delicias y sentimientos, tanto en la imaginación, como en la parte inferior, dejando así el corazón a merced de la tristeza y angustia.»

De esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con corazón magnánimo y sin rechazarlas jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual, de que nos resta hacer una rápida exposición.

 

3. Ejercicio del Santo Abandono

 

 

1. OBJETO DEL ABANDONO EN GENERAL

No estará de más recordar la distinción entre la voluntad de Dios significada y su voluntad de beneplácito, ya que en esto está el nudo de la cuestión.

Por la primera, Dios nos significa claramente y manifiesta de antemano y de una vez para siempre, «las verdades que hemos de creer, los bienes que hemos de esperar, las penas que hemos de temer, lo que hemos de amar, los mandamientos que se han de observar y los consejos que se han de seguir». Las señales invariables de su voluntad son los preceptos de Dios y de la Iglesia, los consejos evangélicos, los votos y las Reglas, las inspiraciones de la gracia. A estas cuatro señales puede añadirse la doctrina de las virtudes, los ejemplos de Nuestro Señor y de los Santos.

Ahora bien, el beneplácito de Dios no es conocido de antemano, y por regla general está fuera del dominio de nuestros cálculos, y con frecuencia hasta desconcierta nuestros planes. Solamente nos será manifestado por los acontecimientos, ya que los elementos que constituyen su objeto no dependen de nosotros sino de Dios, que se ha reservado su decisión. Por ejemplo, dentro de cierto tiempo, ¿estaremos sanos o enfermos, en la prosperidad o en la adversidad, en la paz o en el combate, en la sequedad o en la consolación? Es más, ¿quién podrá asegurarnos que viviremos? Sólo conoceremos lo que Dios quiere de nosotros, a medida que se vayan desarrollando los acontecimientos.

Nada más a propósito para la voluntad del divino beneplácito que el santo abandono, puesto que todo él se funda en una espera dulce y confiada, en tanto que la voluntad de Dios se nos manifiesta, y en una amorosa aquiescencia, desde el momento que aquélla se da a conocer. Supone además, como preliminar condición, la indiferencia por virtud, pues nada tan necesario como esta universal indiferencia, si se quiere estar apercibido para cualquier acontecimiento. Por otra parte, mientras no se declare el divino beneplácito, no cabe sino esperar confiada y filialmente, pues quien ha de disponer de nosotros es Nuestro Padre celestial, la Sabiduría y la Bondad por esencia. Y desde el momento que los acontecimientos no están en nuestro poder, una espera pacífica y sumisa nada tiene de quietista y hasta se Impone, salvo lo que en otra parte hemos dicho acerca de la prudencia, de la oración y de los esfuerzos en el abandono.

Diversa ha de ser nuestra actitud ante la voluntad de Dios significada. Nos ha manifestado con toda claridad «que tales y tales cosas sean creídas, esperadas y temidas, amadas y practicadas». Lo sabemos, y por lo mismo no tenemos ya el derecho de permanecer indiferentes para quererlas o no quererlas. Como de antemano nos ha manifestado su voluntad de una vez para siempre, no hay para qué esperar nos la explique de nuevo en cada caso particular. Las cosas de que se trata dependen de nuestro albedrío, y a nosotros corresponde obrar con la gracia por nuestra propia determinación. Ante la voluntad de Dios significada, no nos queda sino someter nuestro querer al suyo, por lo menos en todo lo que es obligatorio, «creyendo en conformidad con su doctrina, esperando sus promesas, temiendo sus amenazas, amando y viviendo según sus mandatos».

Se darán casos en que los acontecimientos no se sustraigan por completo a nuestra acción, pudiéndose prever y proveer de alguna manera, y en este caso convendrá añadir al abandono la prudencia y los esfuerzos personales, porque en el fondo, tales acontecimientos serán una mezcla de la voluntad de Dios significada y de su beneplácito.

Por consiguiente, no tiene lugar el abandono en lo concerniente a la salvación o a la condenación, a los medios que nos ha prescrito o aconsejado tomar para asegurar lo uno y lo otro; como son la guarda de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, la huida del pecado, la práctica de las virtudes, la fidelidad a nuestros votos y Reglas, la obediencia a los superiores, la docilidad a las inspiraciones de la gracia. Dios nos ha manifestado su voluntad sobre todas las cosas, y para asegurar su fiel ejecución, ha hecho promesas y lanzado amenazas, ha enviado a su Hijo, establecido la Iglesia, el sacerdocio, los Sacramentos, multiplicado los socorros exteriores, prodigado la gracia interior. Evidentemente la indiferencia no tiene ya razón de ser; la obediencia se requiere en las cosas obligatorias, y en cuanto a las de consejo, es preciso al menos estimarlas y no apartar de ellas a las almas generosas.

«Si la indiferencia cristiana -dice Bossuet- se excluye con relación a las cosas que son objeto de la voluntad significada, es preciso, como lo hace San Francisco de Sales, restringirla a ciertos acontecimientos que están regulados por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas determinan las cosas que suceden diariamente en el curso de la vida.»

«Ha de practicarse en las cosas que se relacionan con la vida natural: como la salud, la enfermedad, belleza, fealdad, debilidad y la fuerza; en las cosas de la vida civil, acerca de los honores, dignidades, riquezas, en las situaciones de la vida espiritual, como sequedades, consolaciones, gustos, arideces; en las acciones, en los sufrimientos y por fin en todo género de acontecimientos». En lo que atañe al beneplácito divino, esta indiferencia se extiende «al pasado, al presente, al porvenir; al cuerpo y a todos sus estados, al alma y a todas sus miserias y cualidades, a los bienes y a los males, a las vicisitudes del mundo material y a las revoluciones del mundo moral, a la vida y a la muerte, al tiempo y a la eternidad». Mas Dios modifica su acción en conformidad con los sujetos: «Si se trata de los mundanos, les priva de los honores, de los bienes temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de los sabios, permite que sea rebajada su erudición, su espíritu, su ciencia, su literatura. En cuanto a los santos, les aflige en lo tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las virtudes».

¿Hay necesidad de indicar que, siendo el gozo y la tribulación el objeto del abandono, ofrecerá esta última con más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos sabemos por dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y que nuestras alegrías son raras y fugitivas.

Señalemos aquí dos ilusiones posibles:

1ª Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios con acciones y sufrimientos extraordinarios cuya ocasión jamás llega a presentarse, y mientras abrazan con la imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las que la Providencia les envía en el momento presente, y que, sin embargo, son menores. ¿No es una deplorable tentación el ser tan valeroso en espíritu y tan débil en realidad? ¡Líbrenos Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan con frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de alimentarnos de quimeras, permanezcamos en nuestro abandono, poniendo todo nuestro cuidado en santificar plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.

2ª Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en poco nuestras cruces diarias, porque son pequeñas. Todas son ciertamente muy insignificantes; mas, como son, por decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan al alma fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por una parte, nada impide recibirlas con mucha fe, amor y generosidad; y de esta manera la bondad de nuestras disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios. Cierto que las grandes cruces, llevadas con amor grande también, nos acarrearían más méritos y recompensa, pero son raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se deslizan en ellas más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se hacen con menos caridad», mientras que el amor y las otras santas disposiciones son las que «dan precio y valor a todas nuestras obras». Estimemos, pues, las cruces grandes, pero guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y ordinarias, porque de ellas hemos de sacar más provecho. «Practiquemos la conformidad con la voluntad de Dios -dice el P. Dosda- en todos sus pormenores, por ejemplo: a propósito de la humillación ocasionada por un olvido o por una torpeza, a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de una luz que se apaga, de un vestido que se rompe.» Practiquémosla sobre todo con las diferencias de carácter, las contrariedades, humillaciones y los mil pequeños incidentes en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un poderoso medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.

Después de haber expuesto con detenimiento la naturaleza, motivos y el objeto en general del Santo Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de hacer las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son muy diversas, hemos creído hacer una obra útil estudiando las principales, a fin de poder, según la naturaleza de cada una, indicar los motivos especiales de paciencia y de sumisión, resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la oración, a la prudencia y los esfuerzos personales. Recorreremos sucesivamente las pruebas de orden temporal, las de orden espiritual en sus vías comunes y las de las vías místicas.

 

2. EL ABANDONO EN LAS COSAS TEMPORALES, EN GENERAL

Hay bienes y males temporales: bienes, como la ciencia, la salud, las riquezas, la prosperidad, los honores; males como la enfermedad, la pobreza, los infortunios. He aquí las cosas que el mundo juzga importantes en primer término y de las que ante todo se preocupa, y por cierto equivocadamente. Las cosas de aquí abajo se deben apreciar a la luz de la eternidad.

El soberano Bien, el único necesario, es Dios, y por consiguiente, según enseña Santo Tomás, los bienes principales supremos para nosotros son la bienaventuranza y lo que nos la ha hecho merecer. No cabe abuso en estos bienes, ni pueden tener mal fin. Por esto los santos los piden de una manera absoluta, conforme a estas palabras del Salmo:

«Muéstranos tu faz, y seremos salvos», he aquí la bienaventuranza; «conducidnos por las sendas de vuestros mandamientos», he aquí el camino que a ella nos conduce. En cuanto a los bienes temporales, añade el Santo Doctor, sucede con demasiada frecuencia que se emplean mal y pueden tener mal resultado: siendo así que la riqueza y los honores han causado la pérdida de gran número de personas. No son, pues, los bienes temporales principales y definitivos, sino secundarios y pasajeros, socorros que nos ayudan a caminar hacia la bienaventuranza, en cuanto que conservan la vida temporal y nos sirven de instrumentos para practicar la virtud. Con tal que los estimemos como objeto secundario y no como objeto principal de nuestra solicitud, es perfectamente legítimo desearlos, pedirlos en la oración, buscarlos con una moderada aplicación, pensar aun en el porvenir, en la medida de la necesidad y en el tiempo conveniente. Mas nuestra solicitud es excesiva y culpable, si en lugar de usar estos bienes según la necesidad, llegamos hasta considerarlos como nuestro fin; si cuidamos de lo temporal hasta el punto de descuidar lo espiritual, si tememos carecer de lo necesario, aun haciendo lo que debemos, pues, en este caso, es preciso contar con la Providencia. La comida, la bebida, el vestido, son cosas de primera necesidad, y respecto a ellas Nuestro Señor no condena en manera alguna el cuidado moderado que induce al trabajo, pero destierra la solicitud excesiva que va hasta la inquietud; termina diciéndonos que busquemos ante todo los bienes espirituales, con la firme seguridad de que los bienes temporales nos serán dados por añadidura y conforme a la necesidad, si es que hacemos lo que está de nuestra parte.

«Aun prohibiendo que nos inquietemos por los bienes temporales como los gentiles, porque Nuestro Padre Celestial sabe de qué cosas tenemos necesidad, Nuestro Señor añade expresamente: "Buscad primero el reino de Dios". Con esto quiere el divino Maestro excitar en nosotros los buenos deseos para los que sentimos pesadez, y amortiguar los deseos de los sentidos para los que somos sensibles por demás. Quiere también enseñarnos a hacer distinción entre los bienes que es necesario pedir de un modo absoluto, como lo son "el reino de Dios y su Justicia", y los que se han de pedir tan sólo bajo condición y si Dios los quiere.

»Más todavía, Jesucristo mismo nos ha enseñado a decir: El pan nuestro, palabras que entre otros sentidos han significado siempre la petición de los bienes temporales. (La Iglesia ha hecho lo mismo en sus Letanías y su Liturgia.) El perfecto espiritual no excluye esta petición del número de las siete del Padrenuestro, y si se dice que no pida nada temporal, se entiende que no lo pida como un bien absoluto, ni absolutamente, sino en orden a la salvación y bajo reserva de la voluntad de Dios.»

En efecto, dice San Alfonso, «la promesa divina (de escuchar nuestras oraciones) no se refiere a los favores temporales, tales como la salud, las riquezas, las dignidades y otras prosperidades de este género. Muchas veces Dios las niega con razón, porque ve que comprometerían a la salvación de nuestra alma. En cuanto a los bienes espirituales, es preciso pedirlos sin condición, de un modo absoluto y con certeza de obtenerlos».

También los males temporales es preciso considerarlos con los ojos de la fe y a la luz de la eternidad. El pecado, y sobre todo la muerte en el pecado, con su eterna sanción que es el naufragio de nuestro destino y el desastre irremediable, es el mal de los males. Debemos pedir a Dios con insistencia y de una manera absoluta que nos preserve de él a todo trance. Mas la pobreza, los achaques, las enfermedades, las demás aflicciones de este género, la muerte misma no son sino males relativos. En los designios de la Providencia así hemos de considerarlos, o por mejor decir, como gracias precisas y a veces harto necesarias, como el pago de nuestras faltas, remedio de nuestras enfermedades espirituales, origen de grandes virtudes y de méritos sin cuento, siempre que nosotros cooperemos a la acción de Dios con humilde sumisión. Por el contrario, la impaciencia y la falta de fe en la prueba convertirían el remedio en ponzoña, nos harían contraer la enfermedad, la muerte quizá allí donde la Providencia nos había preparado la vida. Siendo esto cierto, tenemos perfecto derecho a rogar a Dios que «nos libre del mal, que aleje de nosotros la guerra, la peste, el hambre», y demás calamidades públicas o privadas.

Nuestro Señor nos lo hace repetir en la oración dominical y la Iglesia en su Liturgia. Mas Dios no ha prometido escuchar siempre este género de peticiones, y nosotros sólo podemos formularlas bajo condición de que tal sea la voluntad divina. Aun cuando temiéramos perder la paciencia, nos bastaría manifestar a Dios esta alternativa, o que disminuya la carga o que aumente las fuerzas. Lo que sí convendrá pedir siempre y de una manera absoluta, es el espíritu de fe, la paciencia y las demás disposiciones que convienen al tiempo de la prueba, y en tanto que ésta dure, indudablemente Dios quiere que practiquemos estas virtudes, ya que es éste precisamente el fin que se propone al enviárnosla.

Los bienes y los males temporales no son, pues, sino bienes o males relativos. De unos y de otros puede hacerse el uso más acertado o el más desgraciado abuso. ¿Seremos tan juiciosos que nos sirvamos de ellos para despegarnos de la tierra y aficionamos solamente a los bienes del cielo? «¿Pasaremos por los bienes temporales de suerte que no perdamos los eternos?» ¿No llegaremos a ser del número de los insensatos que se olvidan de Dios en la fortuna próspera y murmuran de El en la adversidad? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. A propósito de los bienes y males temporales, tendremos diversos deberes que cumplir, y el primero será siempre la conformidad con la voluntad divina. Quiera Dios que la nuestra sea, no la simple resignación, sino el Santo Abandono, es decir, una total indiferencia por virtud, la espera general y pacífica antes de los acontecimientos, y en cuanto el beneplácito divino se haya declarado, una sumisión amorosa, confiada y filial. Dirigiremos una rápida ojeada sobre las situaciones comunes a todos los hombres, ya sean del claustro, ya del mundo. Sin embargo, los consejos que daremos para determinados casos, podrá cada cual extenderlos a otros análogos, según los deberes de su estado. Y con objeto de poner un poco de orden en materia tan compleja, examinaremos uno por uno los bienes y los males del orden temporal que están fuera de nosotros, los que tienen su asiento en nosotros, en el cuerpo o en el espíritu, y los que dependen de la opinión de los demás. Antes, empero, hemos de decir una palabra sobre los bienes y los males naturales que no pertenecen ni a nosotros ni a nadie, y que es preciso sufrir de buen grado o por fuerza. Cedamos la palabra al P. Saint-Jure: «Debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios en las cosas naturales que están fuera de nosotros: el calor, el frío, la lluvia, el granizo, las tempestades, el trueno, el relámpago, la peste, el hambre y finalmente todas las influencias del aire y el desorden de los elementos. Debemos aceptar todos los tiempos que Dios nos envía, y no soportarlos impacientes y airados, como es costumbre cuando nos son contrarios. No conviene decir: ¡Qué mal tan desesperante y desgraciado, y servirnos de expresiones que manifiesten la contradicción y el descontento de nuestros espíritus. Debemos querer el tiempo como es, puesto que Dios lo ha hecho, y decir en esta incomodidad, con los tres muchachos del horno de Babilonia: "Frío, calor, hielo y nieve, rayos y nubes, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle para siempre". Estas criaturas lo hacen sin cesar obedeciendo a Dios y cumpliendo su santísima voluntad, pues con ellas hemos de bendecirle y glorificarle nosotros por el mismo medio. Debiéramos pensar, a fin de ahogar estos movimientos injustos y estas expresiones desordenadas, que si este tiempo nos es incómodo, a otros les es cómodo; que si no es bueno para la parte, es útil al todo; que si estorba nuestros planes, favorecerá los del vecino, y cuando así no fuera, ¿no nos basta que sea siempre bueno para la gloria de Dios, ya que es según su voluntad y en ello tiene El sus complacencias?

 

3. EL ABANDONO EN LOS BIENES Y EN LOS MALES EXTERIORES

Artículo 1º.- La prosperidad y la adversidad

Comenzamos por lo que es más general, la adversidad o la prosperidad, tanto para nosotros como para los que nos son queridos (familia, comunidad, etc.).

Se puede hacer un buen uso de la prosperidad y de la adversidad, y se puede abusar de ellas. ¿Seremos del número de los sabios o de los necios? ¿Querrá Dios hacernos pasar por buena o por mala fortuna? ¿Tendrá intención de retenernos mucho tiempo sobre la cruz? Nada sabemos, y, por consiguiente, el partido más acertado es establecernos en la santa indiferencia, esperar en paz el divino beneplácito aceptado con amorosa confianza, y sacar de él todo el provecho posible.

A la luz de una fe viva, la prosperidad se nos presentará como una sonrisa perpetua de la Providencia, y por lo mismo abriremos gustosos nuestro corazón al reconocimiento, al amor, a la confianza para con nuestro Padre Celestial. Cada nueva prenda de su afecto hará brotar de nuestros labios un gracias sincero. Con ella aliviaremos a nuestros hermanos menos afortunados, llevándolos así a bendecir con nosotros al Autor de todos los bienes. Mas desgraciadamente tiene razón San Francisco cuando dice: «La prosperidad tiene atractivos que encantan los sentidos y adormecen la razón; imperceptiblemente nos hace cambiar, de suerte que nos aficionamos a los dones, olvidando al Bienhechor.» Y hasta nos hace descender, por decirlo así, y sin darnos cuenta, hacia una vida menos austera, en busca de nuestras comodidades, por los senderos de relajación. Se verá quizá, y no sin asombro, que algunos hacen profesión de vivir unidos a Jesucristo en la cruz y, sin embargo, andan ansiosos de la prosperidad, ávidos de procurarse los bienes de la tierra, ardientes por fijar en ellos su corazón, presurosos en recurrir a Dios cuando la espina de la adversidad llega a punzarles, impacientes por librarse de ella. Y, sin embargo, el Evangelio no pone la bienaventuranza cristiana sino en la pobreza, en los desprecios, el dolor, las lágrimas, las persecuciones; la misma filosofía nos enseña que la prosperidad es la madrastra de la verdadera virtud y la adversidad su madre. Con harta frecuencia el estado de prosperidad habitual es un lazo, y recordando que ella no ha sonreído de esta manera a Nuestro Señor y a los santos, el verdadero espiritual concluirá por inquietarse y deseará no gozar tanto de este mundo; sólo una cosa le dará seguridad: estar en manos de Dios y sentirse bajo su mirada.

La adversidad nos abre un camino más seguro. Dios, que es amigo constante y solícito, nos quita la prosperidad que nos perjudicaría, emplea la espada de la adversidad para cortar los afectos rivales de su santo amor; unas veces por la privación, otras por el sufrimiento nos aparta más pronto y seguramente del placer, arranca nuestro espíritu y corazón de esta tierra y los atrae hacia las riberas eternas. Es la mejor escuela del desasimiento, y también un purgatorio anticipado menos terrible que el de la otra vida, eficacísimo, sin embargo; porque Dios no castigará dos veces la misma falta. Después de habernos purificado en el horno del sufrimiento, como el oro en el crisol, nos hallará dignos de sí y nos recibirá como víctimas de holocausto.

La adversidad es una mina de oro de donde se pueden sacar las más sublimes virtudes y méritos inagotables. El P. Jerónimo Natalis preguntaba un día a San Ignacio: «¿Cuál es el camino más corto y más seguro para llegar a la perfección y al cielo?» El santo le respondió: «Sufrir muchas adversidades grandes por amor de Jesucristo.» Una gran adversidad nos lleva al cielo, pero muchas nos llevan a él más pronto y más lejos; porque, para los hombres de fe, según el P. Baltasar Álvarez, «los sufrimientos son como caballos de posta que Dios envía para atraerlos más prontamente a sí, o como una escala que les ofrece para elevarse a virtudes más eminentes... Considérese el dolor de un propietario cuando una terrible granizada viene a destruir su viña, pero si los granizos fueran de oro, ¿sería razonable su aflicción? Pues oro son los desprecios y demás aflicciones que caen como granizo sobre un alma que en verdad es paciente. Lo que gana vale infinitamente más que lo que pierde. El cielo es el reino de los tentados, de los afligidos, de los despreciados».

La adversidad es el camino más corto para la santidad. Según Santa Catalina de Génova las injurias, los desprecios, las enfermedades, la pobreza, las tentaciones y todas las demás contrariedades nos son indispensables para sujetar por completo nuestras torcidas inclinaciones, y el desarreglo de nuestras pasiones; es el medio de que el Señor se vale para disponemos a la unión divina, y según San Ignacio, «no hay madera más a propósito para producir y conservar el amor de Dios que la madera de la cruz». San Alfonso añade: « La ciencia de los Santos consiste en sufrir constantemente por Jesucristo, y éste es el medio de santificarse pronto». Los favores con que el Señor ha beneficiado a sus amigos, los hechos extraordinarios que les han dado celebridad, son quizá lo que más impresiona en su vida, pero sin motivo alguno. Lo que sí debiéramos señalar son las debilidades, las sequedades, las desolaciones, las persecuciones de todo género que Dios les ha prodigado, y su inalterable paciencia en este dilatado martirio, pues por este medio han llegado a ser santos. Como amantes generosos del divino Maestro, han deseado ser como El pobres, sufridos, despreciados. Dios Padre los ha crucificado con su Hijo tiernamente amado, y los más amantes han sido los más probados, siendo hacia el fin de su vida, época de su más elevada perfección, cuando de ordinario más han sufrido. «Porque eran agradables a Dios, fue necesario que la tentación los probara». La tribulación ha sido, por decirlo así, la recompensa de sus trabajos pasados a la vez que la consumación de su santidad.

Nadie hay que no haya vivido sobre la cruz, ni uno que no se haya alegrado de sufrir en ella con su adorado Maestro. Todos, como Nuestro Padre San Benito, han preferido «padecer los desprecios del mundo a recibir sus alabanzas, y a agotarse con trabajos más bien que ser colmados de los favores del siglo». El bienaventurado Susón, cuando por excepción disfrutaba una tregua en sus continuas pruebas, lamentábase ante las religiosas, sus hijas espirituales: «Temo mucho ir por mal camino, porque hace ya cuatro semanas que no he recibido ataques de nadie; tengo miedo de si Dios no pensará ya en mí». Apenas acababa de hablar cuando se le viene a anunciar que personas poderosas han jurado su perdición. A esta noticia no pudo menos que experimentar inmediatamente un movimiento de terror. «Desearía saber por qué he merecido la muerte. - Es por las conversiones que obráis. - ¡Entonces! ¡Sea Dios bendito! » Vuelve lleno de gozo a la reja: «Animo, hermanas mías, que Dios ha pensado en mí y aún no me ha olvidado». Nosotros decimos en nuestras pruebas: Basta, Dios mío, basta. La venerable María Magdalena Postel, por el contrario, repetía sin cesar: «Aún más, Señor, aún más; ven, cruz, que te abrazo. ¡Dios mío, bendito seáis! Vos no nos humilláis sino para elevarnos más». En una circunstancia muy penosa, Santa Teresa del Niño Jesús escribía a su hermana: « ¡Cuánto nos ama Jesús, pues que nos envía dolor tan grande! La eternidad no será bastante larga para bendecirlo por ello. Nos colma de sus favores como colmaba a los grandes Santos... El sufrimiento y la humillación son el único camino que forma los Santos. Nuestra prueba es una ruina de oro que es preciso explotar. Ofrezcamos nuestro sufrimiento a Jesús para salvar las almas».

De todo esto concluyamos con San Alfonso: «Algunas personas se imaginan que son amadas de Dios, cuando prosperan en todo y no tienen nada que sufrir. Pero se engañan, porque Dios prueba la fidelidad de sus servidores, y separa la paja del grano por la adversidad y no por la prosperidad: el que en las penas se humilla y se resigna con la voluntad de Dios, es el grano destinado al Paraíso, y el que se enorgullece, se impacienta, y por fin abandona a Dios, es la paja destinada al infierno. El que lleva su cruz con paciencia, se salva; el que la lleva con impaciencia, se pierde». Dos fueron los crucificados a cada lado de Jesús, y la misma pena hizo, del uno, un santo y, del otro, un réprobo.

¡Ojalá que tomáramos nuestras cruces, no sólo con paciencia y resignación, sino aun con amor y confianza filial! Dos cosas nos ayudarán especialmente a conseguirlo: el espíritu de fe y la humildad. Por poco que se escuche a la naturaleza, retrocederá siempre ante la adversidad; mas impóngasele silencio para no considerar sino a Dios, y pronto diremos con el Rey Profeta: «Me he callado, Señor, y no he abierto mi boca, porque sois Vos quien lo ha hecho todo». El orgulloso cree con facilidad que no se le hace justicia, y los caminos de Dios, cuando son dolorosos, le espantan y desconciertan. El humilde, por el contrario, penetrado por un vivo sentimiento de sus miserias y de sus faltas, bendecirá a Dios hasta en sus rigores: «Adoro, Señor, la equidad de vuestros juicios y hasta me hacéis gracia y yo alabo vuestras misericordias, pues estáis lejos de castigarme tanto como he merecido. Y además, me es necesario el remedio del sufrimiento, y las penas que me enviáis son precisamente las que mejor responden a mis necesidades».

 

Artículo 2º.- Calamidades públicas y privadas

Debemos conformarnos con la voluntad de Dios en las calamidades públicas, tales como la guerra, la peste, el hambre, y todos los azotes de la divina Justicia. Otro tanto es preciso hacer cuando la desgracia viene a caer sobre nosotros personalmente o sobre los nuestros. El gran secreto para conseguirlo, es mirar todas las cosas con los ojos de la Fe, adorar los juicios del Altísimo con corazón contrito y humillado, y sean cualesquiera los azotes que nos hieran, persuadirnos bien de que la Providencia, infinitamente sabia y paternal, no se determinaría a enviarlos ni a permitirlos, si no fueran en sus manos los instrumentos de renovación y de salvación para los pueblos o para las almas. «Así es como ella conduce al cielo por el camino del sufrimiento a una multitud de personas que se perderían siguiendo otra dirección. ¡Cuántos pecadores, llamados a Dios por el duro camino de la aflicción, renuncian a sus antiguas iniquidades y mueren en los sentimientos de un verdadero arrepentimiento! ¡Cuántos cristianos ocuparán un día un puesto glorioso en el cielo, que sin esta saludable prueba, hubieran gemido eternamente en las llamas del infierno! Lo que nosotros llamamos calamidad y castigo es frecuentemente una gracia de primer orden, una prueba brillante de misericordia. Acostumbrémonos a no considerar las cosas sino desde estos magníficos puntos de vista de la Fe, y nada de lo que sucede en este mundo nos escandalizará, nada alterará la paz de nuestra alma y su confiada sumisión a la Providencia. Mas entremos en algunos pormenores, comenzando por las desgracias públicas.

I. Es fácil ver la mano de la Providencia en la peste, el hambre, las inundaciones, la tempestad y demás calamidades de este género, porque los elementos insensibles obedecen a su autoridad sin resistirla jamás. Pero, ¿cómo verla en la persecución con su malignidad satánica, o en la guerra con sus furores? Y allí está, sin embargo, como dejamos ya dicho. Por encima de los hombres buenos y malos, y hasta más allá de los satélites del infierno, está el Arbitro supremo, la Causa primera que los mueve quizá sin ellos saberlo, y sin la cual nada puede hacerse. La política de los príncipes, las órdenes de los jefes, la obediencia de los soldados, los proyectos tenebrosos de los perseguidores, su ejecución por los subalternos, las ruinas y el sufrimiento que de esto ha de resultar, todo ha sido previsto hasta el menor detalle; todo ha sido combinado y decretado en los consejos de la Providencia, formándose de esta suerte una extraña colaboración de la malicia del hombre y de la santidad de Dios. El, infinitamente santo, no puede dejar de odiar el mal, y si lo tolera, es por no quitar a los hombres el libre uso de su libertad. Mas su justicia pedirá cuenta a cada uno a su tiempo: a las naciones y a las familias aquí abajo, porque no cuentan como tales en la eternidad; a los individuos, en este mundo o en el otro. Entre tanto, Dios quiere utilizar para conseguir sus intentos, la malicia de los hombres y sus faltas, no menos que sus buenas disposiciones y santas obras, de suerte que aun el desorden del hombre entra bajo el orden de la Providencia.

Por parte de los hombres puede haber en ello no poco que reprender, y Dios los juzgará. Por parte de la Providencia, «todo es justo, todo sabio, todo es bueno, todo recto, todo dirigido a un fin laudable, todo llega a un resultado final, absoluto e infinitamente amable. Nerón es un monstruo, pero hace mártires. Diocleciano lleva hasta los últimos límites los furores de la persecución, mas prepara la reacción y el advenimiento de Constantino. Arrio es un demonio encarnado, que quisiera arrebatar a Jesucristo su divinidad, pero da ocasión a las definiciones de la Iglesia sobre esta misma divinidad. Los bárbaros, precipitándose sobre el viejo mundo, le inundan de sangre, mas preparan al Evangelio una raza capaz de ser cristiana. Las Cruzadas parecen fracasar porque no salvan a Jerusalén, mas salvan a Europa. La revolución francesa lo trastorna todo, mas, con esta ocasión, el vigor y la vida renace en la sociedad cristiana obligada a la resistencia».

En nuestra época de persecución es evidente que Satanás está suelto, y que ha recibido el poder de cribar al justo. Y ¿por qué es este triunfo de los malos?, ¿por qué esta aparente derrota de la Iglesia?, ¿por qué esta prevención de las muchedumbres?, ¿por qué estos gobiernos impíos que pierden a los pueblos?, ¿por qué este oscurecimiento y tibieza de los que se llaman buenos?, ¿por qué, en una palabra, el imperio del mal sobre el bien?

¿Por qué? Por respeto a la libertad que es la condición del mérito y del demérito. Dios deja obrar, pero cuando juzgare llegado el tiempo, para confundir a los malos, para despertar a los dormidos, para reanimar a los tibios, para defender a los justos, dejará desencadenarse sobre el mundo culpable una guerra universal. Preséntase el azote, se hace un silencio inquietante, cállase la política, despiértase la fe, las Iglesias se llenan. Dejábase a Dios en el olvido, pero ahora se recuerda que El es el dueño de los acontecimientos. Y ¿cómo no verlo? Los hombres que han desencadenado la tempestad no saben ni dirigirla ni ponerse a cubierto de ella, mas Dios, reservándose el hacer justicia a su tiempo, utilizará la previsión de unos y la imprevisión de otros, las máquinas perfeccionadas y los planes hábilmente concebidos, el valor y las acciones brillantes, las faltas, la malicia y aun el crimen. Todo le sirve para pasear su azote sobre las naciones, las familias y los individuos. Pero no lo hará sino en la medida útil a sus fines. Caiga el hombre de rodillas, que El gustoso se apaciguará; mas si las buenas impresiones de los primeros días se disipan, si los ojos se obstinan en permanecer cerrados y los corazones sin arrepentirse, ¿habrá derecho a extrañar que la guerra se prolongue y surjan quizá otros nuevos azotes? ¿Sería preferible que, siguiendo un funesto olvido de las leyes divinas, las naciones continúen descendiendo al abismo y las almas al infierno?

Y ¿cómo explicar semejante severidad en un Dios tan bueno? Para extrañarse, preciso es no haber comprendido los desconocidos derechos de Dios, su amor despreciado, la multitud de sus gracias y los excesos de nuestra malicia, las alegrías de la eternidad feliz o los tormentos de un infierno sin fin. Precisamente porque es infinitamente bueno, es por lo que Nuestro Padre celestial nos ama sin debilidades y tal como lo exige nuestra eternidad. Todas las prosperidades del mundo serán el peor de los azotes, si adormecen a las almas en el descuido y en el olvido, y su despertar se verificará en el fondo del abismo. Por el contrario, las más espantosas calamidades, aun cuando durasen años enteros, nada son al lado de un infierno eterno, pues hasta son gran misericordia de parte de Dios, y para nosotros dichosa fortuna si podemos a este precio desarmar la justicia divina, evitar el infierno y recobrar nuestros derechos al Cielo. Tal es el designio de Nuestro Padre celestial. No le gusta castigar, pero si a ello le constreñimos por el olvido de nuestros deberes y de nuestros verdaderos intereses, nuestra es la falta. Si manifestamos insubordinación cuando nos corrige, nuestra falta es mucho mayor. Después de todo, Dios no se apresura a castigar, y para no verse precisado a hacerlo, amenaza largo tiempo, hasta usa de tanta paciencia que los débiles se maravillan y los malos blasfeman. Vendrá empero un día en que Dios se verá obligado a obrar como Soberano y justo Juez para restablecer el orden, y como Padre Salvador de las almas para volverlas al camino de salvación por los medios del rigor, ya que se obstinan en hacer inútiles los medios de dulzura.

Los azotes de Dios traen a unos la prueba, a otros, el castigo, y a todos los de buena voluntad gracias de renovación. ¡Dichoso el que sabe reconocerlas y aprovecharse de ellas! «Estas desgracias -dice el P. Caussade- son para muchos otras tantas gracias de predestinación. Mas es necesario declarar que pueden ser al mismo tiempo para otros motivos de reprobación, bien que esto no sucederá sino por culpa suya, y por no pequeña culpa, pues ¿qué más razonable y fácil, en cierto sentido, que hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué levantarse inútil y criminalmente contra la mano paternal de Dios, que no nos castiga, sino para despegarnos de los miserables bienes de acá abajo? Como su misma ira nace de su misericordia, no nos hiere sino para apartarnos del pecado y salvarnos. A manera de un sabio cirujano que corta hasta lo vivo las carnes podridas, a fin de conservar la vida y de preservar el resto del cuerpo.»

¿Cómo portarnos en medio de las calamidades?

1º «Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios», y abandonarnos a su Providencia con sumisión filial, en la íntima convicción de que es Dios quien lo ha dirigido todo, de que sus designios impenetrables tienen por principio el amor de las almas, y de que sabrá poner al servicio del bien los acontecimientos más desconcertantes. Por lo que personalmente nos concierne, nos conviene recordar que estamos en manos de Nuestro Padre celestial, y si quiere salvarnos, le es tan fácil hacerlo en medio de los peligros, como llamarnos a Sí cuando ningún peligro pareciera amenazarnos, y si es que quiere probarnos, ¡bendito sea su santo nombre para siempre!

2º Cumplir nuestros deberes del mejor modo posible y sacrificarnos por el bien común, según el tiempo y las circunstancias, y como nuestra situación lo permita. «La tempestad es tempestad. A ella se resigna el marinero y trabaja.» Hagamos nosotros lo mismo. No entremos en la agitación de las olas que nos sacuden, y adhierámonos a la roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os adoro, os alabo, acepto la prueba, soporto estos malos días y me mantengo en paz!»

3º En consecuencia, es preciso orar, ante todo orar y siempre orar. Pidamos, busquemos, llamemos, importunemos a Dios, ya para que abrevie la calamidad si tal es su beneplácito, ya también, y esto de un modo absoluto, para que perezcan las menos almas posibles en la tormenta, para que los pueblos vuelvan a Dios con corazón contrito y humillado, los santos se multipliquen, la Iglesia sea más fielmente escuchada y Dios menos ofendido. Y como «la oración unida al ayuno es especialmente buena y la limosna hace hallar misericordia», la época de las calamidades es el tiempo oportuno cual ningún otro, para renovarnos en la fidelidad a nuestros deberes, y de añadir a nuestros sacrificios obligatorios algunas mortificaciones que las sobrepasan, a fin de aplacar mejor el justo enojo de Dios. Porque las calamidades son, en general, el castigo del pecado, y cuando son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola de iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede hacerse que enmendar nuestra propia vida y ofrecer al Dueño irritado, al Padre no reconocido, un acrecentamiento de amor y de fidelidad por lo referente a nosotros, un abundante tributo de desagravio y reparación por nuestras culpas y por las del mundo pecador.

II. Casi idéntica ha de ser nuestra manera de conducirnos cuando la calamidad venga a descargar sobre nosotros, sobre nuestras familias o sobre nuestra Comunidad. Trataremos de no ver a ella sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en el bien de las almas. «La muerte de una persona querida me parece una calamidad, y si hubiera vivido algunos años más, quizá hubiera muerto en estado de pecado. Yo debo treinta o cuarenta años de vida a esa enfermedad que he sufrido con tan poca paciencia. Mi salud eterna pendía de esta confusión que me ha costado tantas lágrimas. No había remedio para mi alma, si yo no hubiera perdido ese dinero. ¿De qué nos quejamos? ¡Dios se encarga de conducirnos y nosotros nos inquietamos!» ¡Oh! si penetráramos mejor sus amorosos designios sobre nosotros, le bendeciríamos hasta en sus aparentes rigores. Este filial abandono multiplicaría nuestros méritos, nos traería la paz, movería el corazón de Dios y sería frecuentemente el mejor medio de acertar.

Dos meses después de la fundación de la Orden de la Visitación, enfermó tan gravemente Santa Juana de Chantal, que la muerte parecía inevitable. Fue esta una dura prueba para el piadoso Obispo de Ginebra, porque teniendo la seguridad de que aquella obra era de Dios y destinada a producir mucho bien, veía con toda claridad que, caído el pastor, se dispersaría el rebaño. Sin embargo, tuvo el ánimo de decir: «Dios quiere quizá contentarse con nuestros primeros pasos, sabiendo que no somos bastante fuertes para realizar el viaje entero.» Dios, que no esperaba sino este acto de abandono, inmediatamente devolvió a la Santa Fundadora la salud para largos años. Los principios más penosos, las dificultades de reclutar gente, los muertos, las decepciones, un cisma, una insurrección, la pobreza rayana en miseria, la persecución de fuera y las importunidades de la autoridad, nada le faltó a San Alfonso de Ligorio en el establecimiento de su Congregación. Pero en medio de las tempestades oraba, y hacia todo cuanto humanamente era posible, «no quería sino sólo la voluntad de Dios». Era, pues, designio del cielo que el piadoso fundador llegase a ser un perfecto modelo, y su Instituto un plantel de santos, y para esto, ¿no convenía que el Padre de este ilustre linaje se asemejase al divino Redentor, pobre y humilde y perseguido?

Una de las pruebas más fuertes es la pérdida de los seres queridos. Después de la muerte de su madre, el dulce Obispo de Ginebra escribe a Santa Juana de Chantal: «¿No es preciso en todo y por todo adorar esta suprema Providencia, cuyos consejos son santos, buenos y amables? He aquí que ha sido de su agrado retirar de este miserable mundo a nuestra muy querida madre para tenerla, como lo espero, cerca de Si, y a su derecha. Confesemos que Dios es bueno y eterna su misericordia. Todas sus voluntades son justas; todos sus decretos, equitativos, su beneplácito es siempre santo y sus decisiones, muy dignas de amor.» Como hijo amante, experimentó con esta muerte un dolor vivísimo, pero tranquilo; no osaría manifestar descontento ni aun lamentarse porque es Dios quien ha descargado ese golpe. Después de la muerte de su hermana, escribe a Santa Juana de Chantal, muy afligida con tal motivo: «Menester es no sólo aceptar el que Dios nos hiera, sino también conviene conformarse en lo que haga en la parte que sea de su agrado. Es preciso dejar a Dios la elección, porque le pertenece... ¡Jesús, Señor mío!, sin reserva, sin condiciones, sin peros, sin excepción, sin limitación, hágase vuestra voluntad acerca del padre, de la madre, de la hija, en todo y por todo. Y no digo que no se haya de rogar y desear su salud, pero decir a Dios: "dejad esto y tomad aquello", en manera alguna conviene, hija mía, tal lenguaje... Tenéis cuatro hijos, un suegro, un hermano muy amado, además un padre espiritual, todo esto es muy querido y con razón, porque Dios lo quiere. ¡Bien! Si Dios os arrebatara todo esto, ¿no tendríais lo suficiente con poseer a Dios? ¿No pensáis así? Aunque nada poseyéramos fuera de Dios, ¿no sería esto mucho?» Por una parte, la muerte es tan sólo una breve separación. Un fin dichoso después de una santa vida y la eterna reunión cerca de Dios, ¿no es lo esencial? ¿Y no sabe Dios mejor que nadie el tiempo y el modo más favorable ya para nosotros, ya para los nuestros?

«Que se viertan algunas lágrimas en la muerte de un pariente, de un amigo -dice San Alfonso-, es una debilidad perdonable, mas abandonarse a toda la vehemencia del dolor, es falta de virtud, falta de amor de Dios. Esto no es decir que las buenas religiosas no sientan la pérdida de los parientes y de ciertas personas particularmente estimadas, pero piensan: Así lo quiere Dios, y se van resignadas y tranquilas a suplicar por estas almas queridas, multiplicando oraciones y comuniones, a fin de unirse más estrechamente a Dios, y de consolarse con la santa esperanza de volver a encontrar un día a todos reunidos en el Cielo.»

San Bernardo perdió a uno de sus hermanos. «Resistía -nos dice- a los sentimientos de mi corazón con todas las fuerzas de mi fe, representándome que la muerte es el tributo a la naturaleza, la deuda universal, la necesidad de nuestra condición, la orden del Todopoderoso, la decisión del justo Juez, el azote del Dios terrible, y finalmente el beneplácito del Señor. Pude imponerme a mis lágrimas, mas no a mi dolor, que cuanto más lo comprimía dentro, más violento se hacía; y declaro que fui vencido. Vosotros sabéis cuán justo es mi dolor, qué fiel compañero era aquel que me ha sido arrebatado, hasta qué extremo era vigilante, laborioso, dulce y agradable. ¿Quién me amó como él? ¿Quién me fue tan necesario? Era yo débil de cuerpo y él me llevaba y animaba, perezoso y negligente y él me excitaba, olvidadizo y sin previsión y él me advertía. Menos unidos estábamos por los lazos de la sangre que por el parentesco del espíritu, la armonía de sentimientos y la conformidad de carácter. Nuestras almas no formaban sino una sola, y un mismo golpe las ha herido, enviando una mitad al cielo y dejando la otra en la tierra. Y mi Gerardo ¡era tanto para mí! ... hermano mío por la sangre, hijo mío por la profesión, mi padre por su piadosa solicitud, un otro yo por el espíritu, mi íntimo por el cariño. Me ha dejado, y siento el golpe, herido como estoy hasta el fondo del alma. Lloro, pero no dirijo reconvención alguna a la mano que me ha herido. Mis palabras están llenas de dolor, mas no de murmuración, reconociendo que una misma sentencia ha castigado al uno y coronado al otro, a cada cual según su mérito; el Señor dulce y justo ha hecho misericordia a Gerardo su servidor, y a mí me ha hecho sentir el peso de su justicia. Señor, vos me disteis a Gerardo, Vos me lo habéis quitado. Lloro porque me ha sido arrebatado, pero no olvido que de Vos lo había recibido y os doy gracias por haber podido disfrutar de él. Habéis reclamado vuestro depósito y tomado lo que era vuestro. Mis lágrimas ponen fin a mi discurso; poner, Señor, medida y fin a mis lágrimas.»

 

Artículo 3º.- Riquezas y pobreza

«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y San Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas. Pobre de espíritu es aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar. Así debe ser, amada Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por su Señora la Pobreza. Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el amor de la pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono.

Sin un mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien, el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado, puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es mucho más agradable dar que recibir». Tiene, pues, razón San Francisco de Sales al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».

Mas, según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente, pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el amor de Dios. Al seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el dinero es la llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran fácilmente la estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición; en una palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los males», difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo es rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.

Por otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por decirlo así, imposible.

Entre la fortuna y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. Hablábase a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo -respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo. Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los bienes del Obispado. Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos cuidados de pensar a quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere ser servido y honrado con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a veces tanto, que al fin del año no han conservado más que yo, si es que no se han cargado de deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber nada.» Y de otra parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de Toledo, porque me vale el paraíso o el infierno».

El mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan amada de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida? Para aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las hacen por adición.»

Es preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los rehúsa según le place. Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a desconoceros y decir:

¿Quién es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias».

Que Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente, nosotros habremos de unir la obediencia al abandono.

Si El nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas riquezas, hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de nuestros bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer un sólido fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna». Esforcémonos entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por armonizar en nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran cuidado y un desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de los mundanos por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y nosotros para Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento del deber de donde procede. «Dios quiere en efecto que obremos así por su amor.» Juntemos a esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que aquel cuidado se convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud los bienes que aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos, hasta el punto de temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a perderlos, no apenarnos con exceso: «Pues nada manifiesta tanto el afecto a la cosa perdida como el afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren inconvenientes que nos empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades, los incendios, las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces es la verdadera ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta disminución de los bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este empobrecimiento. Por muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer necesidad de alguna cosa. Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con ánimo varonil, sufridlas alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios en vuestras enfermedades o de fuego durante el invierno, o también de alimento o de vestido, decid: Dios mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»

«Si realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía: Nuestro Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que fue la nodriza de toda su vida.»

La venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta, porque ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue recibido ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de Belén.» Y algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades. No deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con el trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser ricos; mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad deben ser la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día en que se pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»

San José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas que nos pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa. La pobreza voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo superfluo. Mas la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada, despreciada. Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero, quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene igual, por el mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección, sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que seguramente había de hacer tentativas para turbarle.»

Para imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la comodidad de las riquezas».

 

Artículo 4º.- El lugar y las relaciones

I. El religioso se aficiona a su casa como el hijo al hogar paterno, y en tanto este afecto se conserve sumiso al beneplácito divino, nada hay más legítimo ni más digno de respeto. El Monasterio es el jardín cerrado en donde Dios nos ha puesto al abrigo del mundo, en donde El se digna vivir con nosotros en la más deliciosa intimidad. No es aún el Paraíso, no es ya Egipto; es la Tierra prometida, en la que corren en abundancia la leche y la miel. Bajo el mismo techo de Nuestro Señor y a dos pasos de su Tabernáculo, el religioso pasa horas tan dulces como santas en celebrar los augustos misterios, en cantar las alabanzas de Dios, en alimentar su alma con el pan de la oración y piadosas lecturas. Allí es donde fuimos iniciados en las observancias monásticas, formados en la vida interior y ejercitados en las luchas para conseguir la santidad. Gracias a la Regla y a la firmeza de nuestros Superiores que nos sostienen, a los ejemplos de la Comunidad que nos arrastran, ha sido posible apresurar el paso y adelantar algo más en el camino. Estos lugares benditos, regados con tanta abundancia por las aguas de la gracia, fueron los felices testigos de nuestras mejores alegrías, de nuestros combates y de nuestras pruebas. Allí es donde nosotros hemos prometido vivir y morir, de allí es de donde nuestra alma espera volar al cielo, mientras que el compañero de sus trabajos descenderá a dormir allí cerca de nuestros antepasados. esperando su glorioso despertar. Sin embargo, esta adhesión tan legítima a nuestro Monasterio ha de estar subordinada al beneplácito divino, porque Dios será siempre el supremo Arbitro de nuestros destinos. El puede disponer de nosotros por medio de la obediencia, libre es de dejar obrar la malicia de los perseguidores.

Ciertamente que debemos hacer cuanto de nosotros depende para conservar la estabilidad que hemos prometido, pero si Dios se complace en desterrarnos de nuestro querido Monasterio, ¿no es el Maestro infinitamente sabio e infinitamente bueno? ¿No es la divina Providencia la que debemos mirar por encima de los hombres en esto como en todo lo demás? Y, por consiguiente, ¿osaríamos protestar contra su voluntad soberana, en lugar de someternos a ella con amorosa confianza? La tierra es un lugar de paso, y nuestra ciudad permanente está en el cielo. Que nos dirijamos a ella desde el destierro, desde la patria, poco importa, lo esencial es llegar allí. Mientras Dios nos tenga en el Monasterio, en él estará para nosotros el camino del Paraíso, y nada se le puede comparar; mas si la Providencia nos envía a otra parte, en dondequiera que nos coloque, allí estará en adelante para nosotros la esperanza de la salvación, pues es la obediencia la que nos introduce en el reino de los cielos. Por lo demás, hay algo infinitamente preferible a los muros de nuestro convento: es la vida religiosa que en él se observa; y si para conservarla es preciso resignarnos a sufrir el destierro, ¡bendito sea Dios que aun a tan subido precio nos conserva tan inapreciable bien! ¿Sería éste, después de todo, un sacrificio heroico? Seguros de tener en el destierro las mismas observancias, la misma Comunidad, los mismos Superiores que en el Monasterio, seríamos ciertamente menos dignos de lástima que tantos religiosos imposibilitados de consagrarse en tierra tan extraña a sus obras acostumbradas, como tantos otros, sobre todo los que han sido lanzados al mundo, privados de la vida religiosa. Para nosotros, monjes, formados únicamente para la vida de claustro, volver al mundo es el peor de los infortunios, y para conjurarlo habríase de hacer lo posible y hasta lo imposible. En el caso que la obediencia dispusiera de nosotros, en conformidad con las leyes de nuestra Orden, enviándonos a una fundación, un refugio, etc., el ferviente religioso no ha de ver en eso sino la voluntad de Dios y el bien de su alma, y con magnánimo corazón entregarse al beneplácito divino, y a no ser por un deber de conciencia, hasta evitar observaciones respetuosas y filiales.

Apenas ha hablado Dios por boca de un superior, se inclina confiado y sin tardanza, no pensando sino en someterse como verdadero hijo de obediencia, y en sacar de su sacrificio el mejor partido posible a favor de su adelantamiento espiritual.

II. Tenemos en el claustro una selecta compañía, escogida entre mil y diez mil. Una Comunidad es una familia unida a Jesucristo, en la que cada cual rivaliza en desprecio del mundo, en atractivo por nuestras santas leyes, en celo por agradar a Dios y santificarse; y todos los días experimentamos cuán dulce es habitar reunidos los hermanos. Jamás sabremos ni bendecir suficientemente al Señor por habernos llamado a la religión, ni pagar a nuestra Comunidad todo el bien que nos hace. Con todo, aunque sólo tuviéramos santos en nuestra compañía, hemos de esperar encontrar entre los hombres algunos restos de humana debilidad; por lo menos, habrá diversidad de temperamentos y de caracteres, las divergencias de sentimientos y voluntades, mil pequeñas nonadas que nos harán sufrir, tanto más cuanto que la misma consideración con que habitualmente se nos trata, nos vuelve más sensibles a todo procedimiento menos delicado.

Si acontece, pues, que hayamos de soportar algo de parte de los que nos rodean, ante todo hemos de persuadirnos de que esa es la voluntad de Dios. Es El, en efecto, y no el azar, quien nos ha llamado de las cuatro partes del mundo y nos ha juntado en tal Comunidad y bajo tales Superiores, para vivir allí reunidos en perpetuo contacto. El genio, las miras, los gustos, mil otras cosas no se armonizan sino a fuerza de virtud; será preciso hacerse mutuamente muchos sacrificios por el bien de la paz. Dios lo sabia y para esto precisamente nos ha puesto a los unos cerca de los otros. En el cielo disfrutaremos del reposo perfecto, de la paz después de la victoria. Aquí abajo, es el tiempo del combate contra nosotros mismos, a fin de reparar nuestras faltas, dominar nuestros defectos, aumentar nuestras virtudes y méritos. Los medios para conseguirlo son múltiples, uno de los mejores será para nosotros la vida común con las renuncias que impone.

«Por no haberte penetrado en este gran principio -escribía el P. de Caussade a una de sus dirigidas-, jamás habéis sabido someteros a ciertos estados y acontecimientos, ni, por consiguiente, permanecer en ellos firme y tranquila en la voluntad de Dios. El demonio siempre os ha tentado, inquietado, trastornado con cien ilusiones y falsos razonamientos en este punto. Tratad, pues yo os conjuro por el interés de vuestra salvación y de vuestro reposo, de libraros de semejante extravío de espíritu, y por el mismo hecho pondréis término a todos vuestros despechos y a todas las rebeldías de vuestro corazón.»

Las penas de la vida de familia y de Comunidad no tanto constituyen con la oposición de humor o de carácter un obstáculo a nuestro progreso espiritual, como medio providencial y muy precioso. En nuestra falta de fe, de humildad y de abnegación ha de buscarse el origen de nuestro malestar, al que las dificultades le ofrecen tan sólo la ocasión de manifestarse. Proviniendo, pues, el mal de nosotros, ahí es donde es preciso aplicar el remedio, y ésta es la razón porque Dios nos ofrece estas oposiciones de carácter, estas pruebas crucificadoras y constantemente renovadas.

¡Excelentes penitencias para las culpas pasadas! Porque «la caridad cubre la muchedumbre de los pecados», y Dios nos tratará como nosotros hubiéremos tratado a nuestros semejantes. Perdonemos, y El nos perdonará; olvidemos los agravios de nuestros hermanos y El olvidará los nuestros. Tengamos tolerancia para con nuestro prójimo, paciencia, misericordia, mansedumbre, y El, fiel a su palabra, hará otro tanto con nosotros. Es costoso sufrir así siempre, mas ¡qué seguridad, qué consuelo poder decir que a este precio se tiene derecho a contar con la divina misericordia!

¡Excelente ejercicio de mortificación! Sin él, cuántas virtudes nos faltarían. Si queremos adquirir la tolerancia mutua, la paciencia y la abnegación, ¿no son necesarias personas que nos contraríen y que sepan hacerlo a tiempo y fuera de tiempo, y por decirlo así, sin piedad? Creeríamos conocernos bien y abrigaríamos quizá extrañas ilusiones, si unos y otros no viniesen en momento propicio a decirnos sin contemplación muchas verdades. ¡ Son precisas tantas humillaciones!

¿Sabríamos nosotros escoger las buenas humillaciones, aquellas de que tenemos necesidad y no las que nos agradan? ¿Tendríamos la firmeza de someternos a ellas con perseverancia, como se somete un enfermo a su régimen austero? En lugar de sublevarnos, bendigamos a Dios que ha tenido la sabiduría y la bondad de poner a nuestro lado tal o cual persona; es de la que teníamos más necesidad. Una santa fundadora decía a sus hijas: «Cada una tiene su modo de ser, sus imperfecciones, sus rarezas. Si no existieran en la Comunidad caracteres un tanto difíciles, sería necesario comprarlos para que nos ayudasen a ganar el cielo.» Dios nos provee de ellos gratuitamente. ¡A nosotros toca aprovecharnos de estas gracias para morir a nosotros mismos!

Además, estas contrariedades constantemente renovadas, «os ofrecerán cada día no pocas ocasiones de practicar las más raras y sólidas virtudes: la caridad, la paciencia, la dulzura, la humildad de corazón, la benignidad, la renuncia a vuestras inclinaciones, etc.; y estas pequeñas virtudes de cada día, practicadas fielmente, os formarán una rica mies de gracias y de méritos para la eternidad. Por éstas, mejor que por todas las otras prácticas y los demás medios, es como podréis obtener el gran don de la oración interior, la paz del corazón, el recogimiento, la presencia continua de Dios y su puro y perfecto amor. Esta sola cruz llevada con paciencia os atraerá infinidad de gracias, y os servirá más eficazmente que las pruebas en apariencia más dolorosas, para desprenderos perfectamente de vosotros mismos y uniros plenamente a Dios». Así se expresa el P. de Caussade, y dice después:

«Lejos de compadeceros, no puedo menos de felicitaros de haber tenido por fin ocasión de practicar la verdadera caridad. La antipatía que experimentáis hacia la persona con quien estáis en continuas relaciones, la oposición de vuestras ideas y de vuestras miras, los rozamientos que ella os causa por sus modales o su lenguaje, son otras tantas señales infalibles de que la caridad que usáis para con ella será puramente sobrenatural sin mezcla alguna de sentimientos humanos. Oro puro es lo que vais a reunir, y sólo de vos depende formar un inmenso tesoro. Agradecédselo, pues, a Nuestro Señor, y para no perder nada de las ventajas inapreciables de vuestra posición presente, seguid con exactitud las reglas que os voy a trazar.

»1ª Soportad apaciblemente las rebeldías involuntarias que os hacen experimentar los procedimientos de esta persona, a la manera que soportaríais un acceso de fiebre o de jaqueca. Vuestra antipatía es, en efecto, una fiebre interior con sus escalofríos y subidas. ¡Oh! ¡Cuán crucificador, humillante y penoso es todo esto, y por consiguiente, cuán meritorio y santificador!

»2ª No habléis jamás a propósito de esta persona, como quizá hacen las otras; sino hablad siempre de ella en buen sentido, pues tiene algo bueno. Y, ¿quién no tiene algo malo? ¿Quién es perfecto en este mundo? Puede ser que sin querer ni pensar en ello, vos la probéis más de lo que Dios os prueba por ella! Dios pule a veces un diamante con otro diamante, dice Fenelón.

»3ª Cuando cometiereis algunas faltas, levantaos sin tardanza, humillándoos dulcemente, sin despecho voluntario ni contra ella, ni contra vos, sin turbación ni enojo y sin inquietud. Nuestras faltas así reparadas llegan a sernos de provecho y ventajosas, y por estas miserias y estas faltas diarias, es como Dios nos empequeñece de continuo y nos mantiene en la verdadera humildad de corazón.

»4ª No os mezcléis en nada, sino en la medida en que vuestro deber os obliga; cumplido éste, no os preocupéis de nada; no penséis siquiera en ello, si no es en la presencia de Dios. Abandonemos todo a la Providencia, pues la única cosa importante es que seamos todo de Dios y que consigamos la salvación. »

En las pruebas de este género, Santa Juana de Chantal es un perfecto modelo. Viuda a los veintiocho años, recibió de su padre político orden de ir a vivir en su compañía con sus cuatro hijos. Sin dificultad pudo entrever la amargura del cáliz que había de beber, pues conocía el carácter del viejo barón, los desórdenes de su casa y los aún mayores de su conducta. Este anciano sombrío ante quien todo había de doblegarse, había caído bajo la dependencia de una criada que mandaba como ama en el castillo, dilapidaba los bienes y hacía murmurar a todo el mundo. Durante más de siete años, la santa será tratada como una extraña que se admite en el hogar doméstico, pero a la que en nada se la consulta ni tiene derecho a hacer observación alguna. Estará, por decirlo así, bajo la férula de una inferior insolente, que no escaseará ni siquiera las injurias. Tenía que pasar por la amargura de ver a los hijos de la sirvienta preferidos a los suyos. Se apoderaba de ella la indignación, revolvíase toda su sangre, especialmente al principio. Mas ahogaba estos gritos de la naturaleza, y a cada insolencia no oponía sino un corazón dulce y un semblante gracioso, llegando hasta el grado de heroísmo de cuidar los hijos de la sirvienta como a los suyos, y prestarles con sus propias manos los servicios más humildes. ¿Y cuál era el secreto de su victoria? Únicamente ocupada en su importante obra, la conversión de su padre político y de la indigna criada, se proponía vencerlos a uno y a otra a fuerza de dulzura; no habla situación ni sacrificio que la asustasen con la esperanza de llevarlos a Dios. Aprovechaba todas las circunstancias para hacerles bien y ninguna violencia, ninguna vejación, fue jamás capaz de disminuir su respeto ni desanimar su paciencia. «A este motivo tan elevado que la sostuvo durante siete años en esta vida heroica, vino a juntarse otro que no le prestó menor apoyo. Era naturalmente un tanto altiva; había heredado con la sangre paterna, yo no sé qué de orgullosa y dominante que ella quería ahogar a todo trance. La ocasión le pareció excelente para llegar a ser humilde a fuerza de humillaciones, y lo con siguió más de lo que puede decirse. En esta ruda escuela, mejor que en el más severo noviciado, hízola Dios adquirir esta rara humildad y esta perfecta obediencia que muy pronto hicieron de ella, bajo la dirección de San Francisco de Sales, el instrumento de tan grandes obras.»

¡Quiera Dios que a las gracias de este género respondamos también nosotros con el mismo espíritu de fe e igual generosidad!

4. EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU

Artículo 1º.- La salud y la enfermedad

Se puede hacer un buen uso de la salud y de la enfermedad, y se puede abusar de la una y de la otra.

La salud se recomienda suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar que favorece la oración, las piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida con Dios, que facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso el cumplimiento de nuestros deberes diarios. Es un precioso beneficio del cielo del que nunca se hace caso sino después de haberlo perdido. En tanto que se la posee, no siempre se pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se experimentará quizá más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no derramarse demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo para la eternidad que no parece cercana.

«La enfermedad como la salud es un don de Dios. Nos lo envía para probar nuestra virtud o corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o para desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del amor a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el ardor impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo; para recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que el cielo es nuestra verdadera patria; para procurarnos, en fin, todas las ventajas que se consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor especial.» Bien santificada es, en efecto, «uno de los tiempos más preciosos de la vida, y con frecuencia, en un día de enfermedad soportada cual conviene, avanzaremos más en la virtud, pagaremos más deudas a la justicia divina por nuestros pecados pasados, atesoraremos más, nos haremos más agradables a Dios, le procuraremos más gloria que en una semana o en un mes de salud. Mas si el tiempo de enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación, son muy pocos los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a sus enfermedades el valor que merecen». «Por mi parte -dice San Alfonso, llamo al tiempo de enfermedades la piedra de toque de los espíritus; pues entonces es cuando se descubre lo que vale la virtud del alma. Si soporta esta prueba sin inquietud, sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus Superiores, si se mantiene tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es señal de que hay en ella un gran fondo de virtud. Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que encuentra insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la ignorancia del médico y que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo, como si le tratase con demasiada dureza?»

¿Seremos del número de los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni de la enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien, ¿no llegaremos a convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay mejor que establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito divino, sea cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre dispuestos a recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien enviarnos, la plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los achaques.

Sin embargo, el abandono no quita sino la preocupación; no dispensa en manera alguna de las leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado. Nuestra salud puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino virtud -dice San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable, encaminado al mejor servicio de Dios.» Aquí se han de temer dos escollos: las muchas y las pocas precauciones. No tenemos derecho a comprometer inútilmente nuestra salud por excesos o culpables imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso, «habrá pecado en cuidar de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la influencia del amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo». Este segundo escollo es mucho más de temer que el primero, por lo que San Bernardo se muestra enérgico contra los sobrado celosos discípulos de Epicuro e Hipócrates: Epicuro no piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la salud; mi Maestro me predica el desprecio de la una y de la otra y me enseña a perder, si es necesario, la vida del cuerpo para salvar la del alma, y con esta palabra condena la prudencia de la carne que se deja llevar hacia la voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.

Santa Teresa compadece amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud, que pudiendo asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de hacerlo «un día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres días más por temor de que les duela». La santa misma no evitó siempre este escollo, según lo declara en su Vida: «Que no nos matarán estos negros cuerpos que tan concertadamente se quieren llevar para desconcertar el alma; y el demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere él más para hacernos entender que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta en tener lágrimas nos hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé; y yo no sé qué mejor vista o salud podemos desear que perderla por tal causa. Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de la salud, siempre estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como me ponía delante el perder la salud, decía yo: "poco va en que me muera... ¡Sí! ¡El descanso! ... No he menester descanso, sino cruz". Ansí otras cosas. Vi claro que en muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha más salud».

Bien persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un medio accesorio, opongamos a todos los artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma Galgani: «Primero el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante aviso de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo menos la obra de vuestra santificación. Pensad que si los santos hubieran como vos cuidado tanto de su salud, jamás se hubieran santificado.»

Cuando la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar súplicas sumisas? Seguramente que sí.

San Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo repetir todas las lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes referir por menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras que el de los otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin disminuirlo con engaños. Lo primero le parecía cobardía; lo segundo, doblez.

«No os prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves. Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no quejarse de los dolores que se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la enfermedad, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga de nosotros como le plazca. Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación, sea por lo menos con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con resignación.»

«Paréceme -dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección quejarse sin cesar de pequeños males. No hablo de los males de importancia, como una fiebre violenta, por más que deseo que se soporten con paciencia y moderación, sino que me refiero a esas ligeras indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a nadie. En cuanto a los grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas enfermedades, deben declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere necesario»

En una palabra, los doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones sumisas; tan sólo condenan el exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde hay señales más ciertas del divino beneplácito», y decir con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis». San Francisco de Sales permite a sus hijas pedir la curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede conceder, pero con esta condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente, jamás oraba para ser librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él, decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese asimismo en el oficio de San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades largas y penosas, las llamaba «las misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser librado de ellas.

Lejos de nosotros el pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o alivio de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello una magnífica demostración de fe y confianza gloriosa en Dios, impresionante para el pueblo cristiano. Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle, que se limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza, y sea cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor, sumisión y humilde abnegación? Cada cual puede pensar y tener sus preferencias y seguir su atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la de San Francisco de Sales y de San Alfonso.

«Cuando se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera resignación el efecto que Dios quiera otorgar. Si es de su agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino también el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. Mas cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced a esta energía, realizaba sencillamente actos heroicos». Conviene dar a conocer a los Superiores nuestras enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa generosidad, continuaremos llenando fielmente en la enfermedad las obligaciones que tan sólo piden una buena voluntad, y en la medida que fuere posible, las que exigen la salud. Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este prudente aviso de San Francisco de Sales: «Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor. Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y gozar de El. Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»

Así hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía, exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.» Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince anos: «¿Cuándo te veré, oh bella patria?»

 

Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad

La prolongación de la enfermedad, la incapacidad para muchas cosas que la acompañan o que la siguen, agravan no poco las molestias que ocasiona: y todo esto ha de ser objeto de un filial y confiado abandono.

Siendo «el Altísimo quien ha creado los médicos y remedios», entra en el orden de la Providencia que se recurra a ellos en la necesidad; los seglares con una prudente moderación, y los religiosos según la obediencia. Mas Dios tiene en su soberana mano el mal, el remedio y el médico. «No son las hierbas y las cataplasmas, es vuestra palabra, Señor, la que todo lo cura» Dios ha sanado en otro tiempo, sanará ahora si le place, sin el menor socorro humano, como cuando Nuestro Señor devolvía la salud con una palabra. El sanó en otro tiempo, sana aún si le place, por medios inofensivos mas sin valor curativo, por ejemplo: cuando Eliseo enviaba a Naamán a bañarse siete veces en el Jordán, o Jesús imponía las manos a los enfermos, o les untaba con un poco de saliva. El ha sanado en otro tiempo, y sana aún si le place, por medios al parecer contrarios, como cuando Jesús frotó con lodo los ojos del ciego de nacimiento. Y a pesar de la ciencia de los doctores, a pesar de la abnegación de los enfermos, a pesar de la energía de los remedios, deja empeorar al que quiere, y todos terminan por morir, así el sabio más famoso como el último de los vivientes. Dios es, pues, el Dueño absoluto de la naturaleza, de la salud y de la enfermedad. En El se ha de creer y no conviene tener como Asá una confianza exagerada en los medios humanos, porque El les otorga o niega el resultado según le place. Si, pues, a despecho de los médicos y de las medicinas, el mal se prolonga y las enfermedades subsisten, en preciso adorar con filial y humilde sumisión la santísima voluntad de Dios. El Señor no ha permitido que el médico acierte o que el remedio obre, quizá ha permitido aun que los cuidados agraven el mal en lugar de curarlo. Nada de esto hace sino con un designio paternal y para el bien de nuestra alma; a nosotros toca aprovecharnos de ello.

La primera prueba es, pues, la prolongación del mal. Lejos de nosotros las quejas, el descorazonamiento, la murmuración y el pensamiento de culpar a los que nos cuidan. Ellos han cumplido seguramente su deber con gran abnegación y les debemos mucho reconocimiento. Si han merecido alguna reprensión, Dios les pedirá cuentas de su falta; pero ha querido servirse de ellos para mantenernos en la cruz, y será necesario ver en esto mismo un designio de la divina Providencia. El error o la habilidad, la negligencia o la abnegación, nada hay que no haya sido previsto por Ella con toda claridad, nada que Ella no haya elegido, y a ciencia cierta, nada que Ella no sepa utilizar para conducirnos a sus fines. Por tanto, veamos sólo a Dios, creamos en su amor y bendigamos la prueba como don de su mano paternal. A los que se quejan con sobrada facilidad de la falta de cuidados, dice San Alfonso reprendiéndoles: «Os compadezco, no por vuestros sufrimientos, sino por vuestra poca paciencia; estáis en verdad doblemente enfermos, de espíritu y de cuerpo. Se os olvida, pero vosotros sois los que olvidáis a Jesucristo muriendo en la cruz, abandonado de todos por vuestro amor. ¿Para qué quejaros de éste o de aquél, cuando os habríais de quejar de vosotros mismos por tener tan poco amor a Jesucristo, y por consecuencia, mostrar tan poca confianza y paciencia?» San José de Calasanz decía: « Practíquese tan sólo la paciencia en las enfermedades, y las quejas desaparecerán de la tierra.» Y Salvino: «Muchas personas no llegarían jamás a la santidad, si disfrutasen de buena salud.» De hecho, para no hablar sino de las mujeres que se santificaron, leed su vida, y veréis a todas, o a casi todas, sujetas a mil enfermedades. Santa Teresa no pasó durante cuarenta años un solo día sin sufrir. Así el citado Salvino añade: «Las personas consagradas al amor de Jesucristo están y quieren estar enfermas».

Las múltiples impotencias debidas a la enfermedad son otra prueba muy crucificante. Con más o menos frecuencia y extensión, no se puede como en tiempo de salud observar toda la Regla, asistir al coro, comulgar, orar, hacer penitencia, ser asiduo al trabajo, al estudio y a todos los deberes de su cargo; y cuando el mal es tenaz, estas impotencias pueden durar largo tiempo. A esto responde San Alfonso diciendo: «Dime, alma fiel, ¿por qué deseas hacer estas cosas? ¿No es para agradar a Dios? ¿Qué buscas, pues, cuando sabes con certeza que el beneplácito de Dios no es que hagas (como en otro tiempo), oraciones, comuniones, penitencias, estudios, predicaciones u otras obras, sino soportar con paciencia esta enfermedad y estos dolores que El te envía? «Amigo mío, escribía San Juan de Ávila a un sacerdote enfermo, no examináis lo que haríais estando sano, sino contentaos con ser un buen enfermo todo el tiempo que a Dios pluguiere. Si es su voluntad lo que de veras buscáis, ¿qué os importa estar enfermo o sano?» Es incumbencia de Dios aplicarnos, según su beneplácito, a las obras de salud o a las de enfermedad. A nosotros toca ver en todo su santa voluntad, amarla, adorarla puesto que ella es siempre la única regla suprema. Hagamos, pues, en la salud las obras de la salud, en la enfermedad, las de la enfermedad según que están determinadas por nuestras observancias. Dios nos pide esto y no quiere otra cosa. ¿Por qué turbarse obrando de este modo? La inquietud mostraría que no hemos entendido nuestro deber, o que nos dejamos prender de los artificios del demonio.

Pero, diréis, el mal, prolongándose, mi impide cumplir los deberes de mi cargo, y ¿qué va a suceder? Sucederá lo que Dios quiera. ¿No tiene el derecho de disponer de nosotros en esto como en todas las cosas? Todo el tiempo que vuestros Superiores, debidamente advertidos, juzguen conveniente manteneros en el empleo, llenadle lo mejor que podáis y conservaos en paz. De vuestra parte todo va bien, con tal de que hagáis la voluntad de Dios, que tiene mil medios de suplir lo que hacéis si es tal su beneplácito. Elige obreros según entiende que debe hacerlo, les da los medios que quiere, deja a San Pablo consumirse en el fondo de una prisión durante dos años, en tiempo en que la Iglesia naciente tenía mayor necesidad del Apóstol.

Por lo menos, dirá alguno, si yo pudiera orar como antes, esto me consolaría en mi impotencia. Mas, responde San Alfonso de Ligorio, «no hay mejor manera de servir a Dios que abrazar con alegría su santa voluntad. Lo que glorifica al Señor no son nuestras obras, sino nuestra resignación y la conformidad de nuestra voluntad con su beneplácito». Por eso decía San Francisco de Sales que se da más gloria a Dios en una hora de sufrimiento con filial sumisión que en muchos días de trabajo con menos amor. Quejándose a él un enfermo de no poder entregarse a la oración que seria sus delicias y su fuerza, le dijo: «No os entristezcáis, pues recibir los golpes de la Providencia no es menor bien que meditar; es mejor estar en la cruz con el Salvador que mirarle solamente.» Por lo demás un alma generosa persevera fiel a sus prácticas diarias en cuanto le sea posible; y para llenar su tarea acostumbrada le basta por lo regular distribuir bien el tiempo, simplificar su oración y adaptarla a su estado actual. «Para un alma que ama -dice Santa Teresa- la verdadera oración durante la enfermedad consiste en ofrecer a Dios lo que sufre, en acordarse de El, en conformarse con su santísima voluntad y en mil actos de este género que se presentan; no se precisan grandes esfuerzos para entrar en este trato íntimo.» Y San Alfonso añade: «No digamos a Dios sino esta palabra: Fiat voluntas tua; repitámosla desde lo íntimo del corazón, cien veces, mil, siempre. Agradaremos más a Dios con esta sola palabra que con todas las mortificaciones y devociones posibles.»

Diréis, en fin, que el malestar, las enfermedades, os hacen inútil, que sois una carga para la Comunidad, que la escandalizáis no guardando las observancias. Con seguridad que un enfermo se sacrifica cuanto puede; evita ocasionar demasiados gastos, reclamar cuidados superfluos, parecer exigente, difícil para hacerse servir; los cuidados que se le prodigan sabe pagarlos con el agradecimiento y la docilidad. Es Nuestro Señor a quien se honra en su persona, y El se esfuerza en parecérsele. Ansioso de adelantar siempre y de no perder el beneficio de tanta cruz, tiene sin cesar presente a Dios y a su eternidad; observa generosamente lo que puede de su Regla, compensando lo que le es imposible con la abnegación, la humildad y el Santo Abandono. Sin él pensarlo, este enfermo edifica, es una bendición para cuantos le rodean. Mas en definitiva, es la voluntad divina y no la suya la que pone sobre sus espaldas la cruz de un mal pasajero o de prolongadas enfermedades. De éstas, es él quien lleva la parte más pesada, quedando algo también para el enfermero, el superior y la Comunidad. ¿Y no tiene Dios derecho a servirse de nosotros como de otro cualquiera para pedir un sacrificio a nuestros hermanos, e imponerles un deber? Los que nos cuidan sabrán, con la gracia de Dios, abandonarse como nosotros a la Providencia, y llenar para con nosotros las obligaciones que Ella les señale. Nuestra misión es aceptar pacientemente la humillación y sentir que somos una carga; lo es también aligerar la de nuestros hermanos con nuestro espíritu verdaderamente religioso. Deber nuestro es imitar a aquella religiosa que no pudiendo explicar su enfermedad, sufría al ver que no era útil, pero aceptaba con humildad el beneplácito de Dios y se consolaba pensando que le quedaban tres grandes medios de hacer el bien: la oración, el ejemplo y el perfecto cumplimiento de sus Reglas. Un buen enfermo no es inútil sino en apariencia; en realidad puede él hacerse de gran valor si quiere, porque lo que sobre todo aprovecha a la Comunidad, no son los brazos para los trabajos pesados, ni la inteligencia para los empleos elevados; es la virtud, son las almas santamente ávidas de progresar en la santidad y perfección, verdaderos contemplativos y verdaderos penitentes; de nosotros depende ser así, con la divina gracia, en la enfermedad como en la salud, aunque por medios diferentes. Dios estará satisfecho, y la Comunidad no podrá menos de estarlo; y si alguno que otro, a pesar de nuestra buena voluntad, nos juzga con algo de severidad, no habrá desedificación ninguna por nuestra parte; sólo nos resta recibir humildemente la prueba de no ser comprendidos hasta el día en que Dios nos justifique.

Nuestro austero San Bernardo era de naturaleza extremadamente tierna y delicada; escuchó más a su generosidad que a sus fuerzas, de suerte que casi al principio de su vida religiosa enfermó y siempre anduvo así. Cuando se presentó al Obispo de Chalons para recibir la bendición abacial, estaba del todo extenuado y parecía un moribundo. Púsose por obediencia en manos de un practicante, que acabó de ponerle peor, haciéndole servir platos que un hombre robusto y acosado de hambre apenas hubiera querido tocar. El santo tomaba todo con indiferencia y todo lo hallaba igualmente bueno. Una estrechura de garganta que casi no le permitía pasar más que líquidos, el estómago muy delicado y el vientre en estado deplorable, eran sus tres dolencias permanentes. A éstos venían accidentalmente a reunirse otros males. Con frecuencia devolvía los alimentos como los había tomado, y lo poco que de ellos conservaba sólo servia para torturarle. A pesar de tantos sufrimientos como le extenuaban, maceraba su cuerpo con severos ayunos, con vigilias prolongadas, con los más duros trabajos. Considerábase siempre como un principiante, y decía que le hacía falta la regularidad de un novicio, la severidad de la Orden y el rigor de la disciplina. Sin embargo, hubo de adoptar un régimen que su estómago pudiese soportar, sin perder lo más mínimo el espíritu de sacrificio y la pobreza. Con ánimo increíble asistía con la Comunidad al coro, al trabajo, a todo. Si había faenas que él no supiera ejecutar, cavaba la tierra, cortaba leña, la llevaba sobre sus espaldas; y cuando sus fuerzas le traicionaban, cogía las ocupaciones más viles, a fin de compensar la fatiga con la humildad. Sólo la necesidad era capaz de apartarle de los ayunos comunes. Fue, sin embargo, preciso hacerlo, porque llegó tiempo en que, no pudiéndose sostener sin gran trabajo en pie, permanecía casi de continuo sentado y muy rara vez se movía. Lo que no podía hacer lo compensaba dándose más a la oración, a las piadosas lecturas, al estudio y a la composición; dábase por entero a sus religiosos por la predicación y la dirección. Y cuando la Iglesia tenía necesidad de sus servicios, olvidaba su estado de agotamiento, afrontaba la fatiga de los viajes, resolvía los asuntos, predicaba sin descanso y daba solución a todo. Volvía luego aún más enfermo, pero también más hambriento de su amada vida de penitencia y de contemplación. Tal existencia no era otra cosa que una muerte continua y prolongada. «El Santo lo sentía, y sus religiosos le suplicaban tomase algún alivio, pero ponía los ojos en Jesús ensangrentado en la cruz, cubierto de llagas, y, más dócil a la lección del amor que a los consejos de la prudencia, hacía callar la voz de la ternura filial y saboreaba más la amargura del cáliz.» ¿Pudo la enfermedad impedirle ser un perfecto cisterciense más útil que ninguno a su Comunidad y aun a la Iglesia entera?

Nuestra Beata Aleida hubo de soportar durante toda su vida los más crueles sufrimientos y una horrorosa lepra. Separada de sus hermanas a causa de este terrible mal, sirvióse de ello para unirse a Dios con oración más continua; gozábase en su dolorosa situación por amor de Cristo su Esposo, en cuyas llagas acontecíale encontrar con frecuencia gozos y una fuerza sobrenatural. Rica en dones celestiales, ilustre por sus milagros, curó no pocos leprosos con la sola imposición de sus manos. Había, pues, llegado a la cumbre, pero Nuestro Señor quiso elevarla a mayor altura. ¿Qué hace? Prepárala un acrecentamiento de sufrimientos con las correspondientes gracias, para hacerla crecer en la paciencia. En la fiesta de San Bernabé, parecía estar a las puertas de la muerte. Nuestro Señor le anuncia que le queda un año de vida todavía y que durante este tiempo había de soportar males más terribles que los anteriores, por amor de su Amado Esposo. En efecto, su vista se apaga, sus manos se contraen, la piel de la cabeza y de todo su cuerpo se cubre de úlceras, de las que manan sin cesar gusanos y carne dañada. Estos crueles tormentos súfrelos la bienaventurada con inalterable paciencia, hasta que llegado de nuevo el día de San Bernabé, exhala su purísima alma en las manos de Cristo, su Esposo.

Santa Gertrudis, que floreció en Helfta, bajo las leyes de nuestra Orden, con Santa Matilde, su maestra y amiga, tenía muy precaria salud. Por temporadas que a veces eran largas, la enfermedad la obligaba a guardar cama. Sus frecuentes insomnios, su ardor en la oración y sus raptos causábanle tal fatiga que llegaba al agotamiento. Con frecuencia le era, pues, imposible tomar parte en el Oficio divino, o bien no podía asistir a él sino permaneciendo sentada. Estábale prohibido el ayuno aun en la Cuaresma, y hasta durante la noche se la obligaba a tomar algo para poder sostenerse, o cuando el Oficio era demasiado largo. Humillábase al verse sometida a tales necesidades, quejábase de no poder hacer las reverencias del coro, sentíase inclinada a rehusar los alimentos que la ofrecían, y Nuestro Señor enseñóla a recibir todo como venido de su mano, a servirse de estos alivios para su adelantamiento espiritual. Una cosa la afligía, y era fa molestia que causaba a sus compañeras, ¡servíanla éstas con tanto afecto...! Y ella, ¿no les pagaba en justo retorno con sus incesantes oraciones, sus consejos sobrenaturales y sus fraternales avisos? Felices enfermedades que la procuraron entre otros bienes la dicha de vivir toda para Dios en la contemplación, sin las que quizá no tendríamos sus escritos llenos de unción tan penetrante.

Pudiéramos citar otros muchos ejemplos tomados de la hagiografía de nuestra Orden, que nos mostrarían cómo las enfermedades, lejos de ser obstáculo que cierra el camino, son por el contrario un sendero que lleva a la santidad. Los enfermos fervorosos caminan, corren, vuelan hacia el blanco de sus deseos, según el grado de sus disposiciones. Los malos enfermos no hacen lo mismo, pero hay que atribuirlo solamente a su falta de valor y de sumisión.

Concluyamos con una palabra del Padre Saint-Jure a propósito de la convalecencia. «Es, dice, uno de los momentos más peligrosos de la vida, porque se está constreñido, a pesar de conocerlo, a conceder algo a la naturaleza, a tratarla con más suavidad con el fin de restablecer las fuerzas, lo que hace que se emancipe y se relaje con facilidad; déjase llevar por la gula, procúrase gustos bajo pretexto de necesidad, entrégase a la ociosidad bajo el pretexto de debilidad, a la negligencia en la oración y en los ejercicios de piedad por miedo de fatigarse, a pasatiempos y recreaciones pueriles para descansar, como si el cuidado de recobrar la salud diese libertad de ver, oír, o decir todo lo que se ofrece. Y como el espíritu no está ocupado, llénase fácilmente de mil pensamientos inútiles que le distraen. Todos estos males acontecen a quien no vigila con cuidado sobre si mismo.» Y sin embargo, la única máxima que debe seguirse en la convalecencia, así como en la salud o en la enfermedad, debería ser la de Gemma Galgani: «Primero, el alma, después el cuerpo.»

 

Artículo 3º.- La vida o la muerte

Tarde o temprano hemos de morir. Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones? Ignorantes estamos de todo esto. Dios, dueño absoluto de la vida y de la muerte, se ha reservado el día y la hora; a nadie, por regla general, comunica sus secretos, y muchos, aun entre los grandes santos, no lo han conocido, o no lo conocieron sino tarde. Así se explica cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de morir hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta con reconocimiento. Mas, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve plazo o que nos deje aún largo tiempo?

Numerosos motivos nos autorizan a llamarla con nuestros deseos.

1º Los males de la vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en él su trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos agigantados hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua. El trabajo y la fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las enfermedades, las penas del corazón y del espíritu, los cuidados y las preocupaciones, todo lleva a hacer de la tierra un valle de lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a unirse las de los nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la malicia humana esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse contra los hombres; las familias, contra las familias; las naciones, contra las naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni qué máquinas de guerra para mejor destrozarse. Suframos la prueba todo el tiempo que Dios quiera, mas, ¿no es natural suspirar por la muerte, cuya bienhechora mano enjugará nuestras lágrimas y nos abrirá la encantadora morada, en donde no habrá ya gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin fin?

2º Los peligros y las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla, en que nos es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado por experiencia sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es nuestro Lado flaco, y halla las más desconcertantes complicidades en la plaza sitiada; y nosotros, que somos la debilidad misma y la inconstancia, a pesar del poderoso auxilio de Dios, siempre hemos de temer un desfallecimiento por nuestra parte. En este momento estamos en amistad con Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final es un don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad, mañana quizá ande ya por los de la relajación y resbale sobre la pendiente que conduce a los abismos. Aun suponiendo que nos libremos de este supremo infortunio, es cierto al menos que nos quedaremos muy por detrás de nuestros deseos, que caeremos en multitud de faltas ligeras, y que sentiremos bullir en el fondo de nuestro corazón todo un mundo de pasiones y de inclinaciones que nos causan miedo. Hoy, que juzgamos estar preparados, ¿no es natural desear que la muerte venga pronto a poner término a nuestras incesantes faltas y a nuestras continuas alarmas, confirmándonos en la gracia?

Por otra parte, hemos de vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican los pecados, y crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. Y, ¿cómo no suspirar por la compañía de los santos, en donde reina el Dios de la paz, en donde todo regocijará nuestros ojos y nuestros corazones?

3º El deseo del cielo y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el vacío, la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. A medida que nuestra alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo del cielo, el amor divino más ardiente, casi impaciente: es Dios lo que necesitamos, Dios visto, amado, poseído sin tardanza, sufrimos por vivir sin El. Cierto que el Dios de nuestro corazón está allí, muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le querríamos sin velo. Déjase a veces encontrar en la oración, mas no basta una unión fugitiva e incompleta, necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro cuerpo se levanta como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que caiga de una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros afectos. ¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? ¿Cuándo vendréis por mi? ¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? ¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda ya esta hora! ¡Qué contento y alegría será para mí, cuando me digan que llega ya!

Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus: stantes erant pedes nostri in atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho: Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh Jerusalén, en el recinto de tus murallas».

A semejanza de la Esposa de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba enfermo de amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor tardanza hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de tristeza. Tales eran los sentimientos de Santa Teresa del Niño Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis resignada a morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es para lo que se necesita resignación; muriendo no experimento más que alegría»

Hay, por tanto, sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son casi las mismas.

1º Los males de la vida presente. Mediante la paciencia y el espíritu de fe, se convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen suspirar por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes inagotable. Cuanto más abunden estos males, más rica será la cosecha para el cielo. Si la malicia de los hombres viene a mezclarse en ellos, ¿qué nos importa? Nosotros queremos ver tras el instrumento no otra cosa que la Providencia, y como resultado de todas nuestras pruebas, como adelantamiento espiritual, Dios glorificado, muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con sangre de Nuestro Señor. En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas por lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino Maestro el testimonio de la prueba amorosamente aceptada.

2º Los peligros y las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que el sentimiento del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no carece de encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. El es quien nos llama a las armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la más segura trinchera, y gracias a la oración y a la vigilancia, esperamos librar un buen combate y no quedar heridos de muerte. Hasta el momento, nuestra victoria está muy lejos de ser completa; sin el auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas, expiar nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico botín? Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el puesto de sus amados servidores, ¿no ha de ser combatir a su lado y luchar por su causa? Así lo entendió aquella alma que decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios, pero en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El; morir cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre del Calvario, no, no es éste mi ideal.»

3º El deseo del cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más seguro, y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con todo, si Dios prolonga nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le bendeciremos eternamente por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en gracia y por lo mismo obtener nuevos grados de gloria. En algunos años podemos ganar cientos de miles, millones quizá; es decir: añadir por cientos de miles y de millones nuevas energías a nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle. ¡ Qué magnífico aumento de gloria para El, y de felicidad para nosotros durante toda la eternidad! ¿Tenemos ya caudal suficiente? ¿No sería de desear que aún se acrecentase? Si nuestro cielo se hace esperar, puede embellecerse indefinidamente, y sería quizá con gran perjuicio nuestro el que escuchara Dios nuestros apremiantes deseos.

4º Si acontece que uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es señal inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en una situación de este género; no teme morir, no rehúsa vivir, se abandona a la misma Providencia. La misma perplejidad había experimentado el gran Apóstol: «Para mí, la muerte es una ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi vida, he de sacar fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo yerme desatado del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué escoger»

San Alfonso ensalza indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina, y con todo, presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte que la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa Teresa le parecía que sufrir era la única rezón de la existencia: Señor, o morir o padecer. No puede soportar por más tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo, aceptaría con ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin del mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su amiga María Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a Dios prolongase su vida. Santa Teresa le manifestó un día el ardor con que deseaba el cielo: «Yo, respondió aquélla, lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de destierro puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en el cielo nada podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente «estos dos deseos tan diferentes descansan sobre sólidos fundamentos, mas el de María Díaz era mucho más preferible, porque daba más a la gracia, única que puede inspirar el amor de la cruz». San Francisco de Sales, en su última enfermedad, permanece fiel a su máxima: nada desear, nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que rezase la oración de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda responde: «nada de esto haré; no soy necesario, ni útil, que soy del todo inútil». San Felipe de Neri dijo lo mismo en parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas palabras del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y el de mi muerte lo dejo a Dios». En una palabra, todos los santos han practicado el perfecto abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida, otros prefirieron no tener ningún deseo.

Por dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones en consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha reservado Dios. De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a Dios nuestros deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo todo según su beneplácito, en conformidad con sus intereses, que son también los nuestros.

Mas hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno conocimiento, y de tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la Comunidad; pues entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al beneplácito divino. Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia, escribía a sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi vida entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos? Valdría más morir, pero morir en medio de mis hermanos, de mis hijos, de mis amados. La muerte en estas condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad, Señor; concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No soy digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar los ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de acompañar con sus plegarias a su alma al reposo de los bienaventurados, si Vos la juzgáis digna de él, y de enterrar sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes compartió la pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo de todo corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis hermanos. Sin embargo, hágase vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir para mí.» Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y fue rodando hasta el valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido morir sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de los auxilios de la Religión en mi última hora, pero aún deseo mucho más lo que Dios quiere, persuadida como estoy de que la mejor disposición que se puede tener para morir bien es someterse a la voluntad de Dios.»

Finalmente, lo esencial es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de manera absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia, sea nuestro cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la eternidad el tiempo que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única preocupación conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya en la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada es más capaz de hacerla santa y apacible.

 

Artículo 4º.- La desigual distribución de los dones naturales

Es necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad. Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento.

Tenemos el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios, de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros, o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.

En la distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño, espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que de ellos quiere sacar.» A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle por nuestra santificación.

Porque, «¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta, con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias? ¿ Cuántos, por el contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se nos ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros si tuviésemos mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a Él?

¿No está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente, y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura, que el Espíritu Santo llama vana y engañosa. Nosotros podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues, legitimo pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es».

En realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez, cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más productivos. Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos, basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva a nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante, Dios hará maravillas. «Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en manos de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no han podido igualar a ese modesto obrero.

¿Quién hará servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo glorificaros, puedo salvaros muchas almas». «¡Qué!, preguntaba el bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar: «Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes, venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray Buenaventura y los más hábiles teólogos.»

 

Artículo 5º.- Los empleos

El que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos y aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la Comunidad o a desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual. En esto habrá, pues, materia de abandono y convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer del mejor modo posible la voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra propia voluntad porque esto entraña el doble escollo de exponernos a los peligros buscando los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos.

¿No será más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos? No sabemos, en efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para nuestra alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo particular. En este último caso nos libramos de muchos peligros y responsabilidades, tenemos completa libertad para entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este pequeño reino que está dentro de nosotros. Mas esto no es pura holganza, sino rudo trabajo. ¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas, a pasatiempos de fantasía, a ocuparnos de lo que no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil ocasiones de sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos. Los cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de cuidados y de humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces bien pesada para los que la toman en serio; y por esto facilitan la santificación por el sacrificio. Los empleos espirituales tienen además una inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia el pan de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes beneficios, seremos nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no es de temer que se absorba uno en lo' temporal con detrimento de lo espiritual, que se descuide de sí ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo para olvidar los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un medio de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? En una palabra, éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy circunspectos en nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío, ¿será más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que permanezca sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a nuestros intereses comunes, que a Vos me entrego.»

¿Quiere esto decir que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente? Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse con atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir, elegid siempre los cargos menos agradables». San Francisco de Sales también ha dicho: «Si nos fuera dada la elección, los empleos más deseables serían los más abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que humillarse por Dios. » Aun en este caso, el deseo parece muy sospechoso a nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber deseado los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad? En resumen, de creer al Santo, es preciso tener por tentación el deseo de todos los cargos, cualesquiera que sean, y con mayor razón si son honrosos. «En Cuanto a aquellos -dice el P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más altos, pareciéndoles que en aquellos harían más fruto en las almas y más servicio a Dios, digo que se engañan mucho de pensar que ese celo es del mayor servicio de Dios y del mayor bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme a su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde antes querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará mejor que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.» Concluyamos, pues, con San Francisco de Sales, que será mejor no desear nada, sino abandonarnos por completo en las manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin desear una cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde la obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos dispuestos a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no fuere preguntado, de lo contrario, diré sencillamente la verdad como lo siento». No es posible dar a Dios testimonio más brillante de amor y de confianza que dejarle disponer de nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa.

Cuando el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado. Ya no se contenta El con declararnos su beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído con El nuevas obligaciones, nos hemos entregado a la Comunidad. El Superior está oficialmente encargado, en nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que el Superior disponga de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple con su misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos. Ora, consulta, reflexiona y decide en conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer. De nadie depende, sino de Dios y de los superiores mayores; y por tanto, no ha de pedirnos permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de obrar. Por otra parte, deber suyo es, no menos que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra disposición, porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado nuestros gustos y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos quiere.

No tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil y despreciable sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el servicio del Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La Santísima Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque ha realzado con las más santas disposiciones las ocupaciones más sencillas. Por otra parte, la Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo: necesita una cabeza y precisa también pies y manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más bien que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que nosotros despreciamos un empleo como inferior a nuestros méritos, nos falta la humildad, y ¿no ha querido Dios ponernos precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el testimonio más brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación?

No tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros méritos. ¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos haría olvidar nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de nuestras aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad de elegimos, y nos deja únicamente la de obedecer.

Sin duda, motivo para temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como hemos dicho en el capítulo anterior, es El hábil obrero que sabe ejecutar excelentes obras hasta con pobres instrumentos. Los talentos son preciosos cuando están unidos a la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea flexible y dócil, es decir, humilde y obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino que pide se obre lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho.

En fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada facilidad el peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido dice San Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a causa de las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al entrar en religión se asume la obligación de prestar al Monasterio todos los servicios posibles, mas si el temor de pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la administración de la Comunidad? Proponeos ejecutar el beneplácito divino y no os faltará la ayuda de Dios.»

En una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus miras, atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo humildemente sin replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen nuestras fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales inclinaciones, o también peligrosos para nuestra salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces nada más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias que pueden serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura y sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato con amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por otra parte a vigilar cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de la gracia», y fieles en dar cuenta exacta de nuestro proceder.

Terminemos con una observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y estima en nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta vida, no es el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen cobro que cada uno da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien su oficio y representa mejor su personaje que el predicador o que el superior el suyo, será más estimado delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo de otro personaje ni de otro talento, sino procure cada uno representar bien el personaje que le han dado, y emplear bien el talento que ha recibido», de suerte que glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. Tendréis, pues, vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad común y la vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la Eternidad, bajo la mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y humildad, y de aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de los beneficios.

 

Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad

Algunos empleos espirituales o temporales, traen consigo el trabajo, la fatiga y los cuidados; no es uno dueño de sí mismo, expuesto como se halla continuamente a ser interrumpido por el primero que se presenta durante el trabajo, la oración, las piadosas lecturas. Otros cargos, por el contrario, sólo exigen una atención relativa y no imponen apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio, con mayor razón, cuando no se tiene ningún empleo.

El reposo y la tranquilidad facilitan en gran manera la observancia regular y la vida interior, nos colocan en circunstancias favorables para cultivar a nuestras anchas nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso del día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan desordenadamente, que con dificultad renunciáramos a ello cuando se ponga por medio obligaciones del cargo y bien común. Este amor del reposo y de la tranquilidad, tan legítimo en si, llega en tal caso a ser excesivo; degenera en vulgar egoísmo, y no conoce el desinterés ni el sacrificio, y por lo mismo que apaga la llama de la verdadera caridad, nos hace inútiles para nosotros y para los demás.

El trabajo y los cuidados, las continuas molestias de ciertos cargos, nos proporcionan una inagotable mina de sacrificio y de abnegación; es un perfecto calvario para quien desea morir a si mismo, es una continua inmolación en provecho de todos. Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los negocios y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco nuestras acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es fácil purificar la intención, elevar con frecuencia el alma a Dios y conservarse suficientemente recogido. Nadie ha estado más ocupado que San Bernardo, Santa Teresa, San Alfonso y tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar, en medio de tantos trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros de valor tan inestimable, para consagrarse durante tanto tiempo a la oración y ser perfectísimos contemplativos: sin embargo, lo hicieron.

¿Qué querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en la agitación o en la tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues, prudente establecernos en una santa indiferencia y estar dispuestos a todo cuanto El quiera. Nosotros, como miembros de una Orden contemplativa, tenemos desde luego derecho a desear la calma y la tranquilidad, a fin de vivir con más facilidad en la intimidad del divino Maestro. San Pedro juzgaba con razón que estaba bien en el Tabor; no deseaba abandonarlo, sino vivir cerca siempre de su dulce Salvador y bajo la misma tienda. No dejó, sin embargo, de añadir, y nosotros hemos de hacerlo también con él: «Señor, si quieres.» Mas, ¿lo querrá? El Tabor no se encuentra aquí abajo de un modo permanente. Necesitamos el Calvario y la crucifixión, y no tenemos el derecho de elegir nuestras cruces y de impedir a Dios que nos imponga otras. Si ha preferido imponernos aquellas que abundan en tal o cual cargo, aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y el más amante de los Padres, y ésta es la prueba que necesitábamos para hacer morir en nosotros la naturaleza; pues otra cruz, elegida por nosotros, no respondería seguramente como ésta a nuestras necesidades.

En esto hay una mezcla de beneplácito divino y voluntad significada. En cuanto de nosotros dependa y lo podamos hacer sin faltar a ninguna de nuestras obligaciones, hemos de amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por decirlo así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de recogimiento, pues es el espíritu de nuestra vocación. Mas si es del agrado de Dios pedirnos un sacrificio y ponernos en el tráfago de mil cuidados, no tenemos derecho a decirle que no; tratemos únicamente de conservar aun entonces, en cuanto fuera posible, el espíritu interior; el silencio y la unión divina; y cuando se ofreciere un momento de calma, sepamos aprovecharla para internarnos más en Dios.

Así lo hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia las órdenes del Soberano Pontífice le imponen prolongadas ausencias y asuntos de enorme fatiga, y vuelve a Claraval con una insaciable necesidad de permanecer a solas con Dios. Con todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para ver a sus nuevos hijos y alimentarlos con la leche de su palabra. Dábase en seguida a sus religiosos a fin de derramar en ellos sus consuelos, tanto más abundantes, cuanto mayor era el tiempo que se habían visto privados de ellos. Primero pensaba en los suyos, y después en sí mismo. «La caridad -decía- no busca sus propios intereses. Hace ya largo tiempo que ella me ha persuadido a preferir vuestro provecho a todo cuanto amo.

Orar, leer, escribir, meditar y demás ventajas de los ejercicios piadosos, todo lo he reputado como una pérdida por amor vuestro. Soporto con paciencia haber de dejar a Raquel por Lía; y no me pesa haber abandonado las dulzuras de la contemplación, cuando me es dado observar que después de nuestras pláticas el irascible se torna dulce; el orgulloso, humilde; el pusilánime, esforzado, que los hijos pequeños del Señor se sirvan de mí como quieran, con tal que se salven. Si yo no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me perdonarán mis faltas, y mi descanso más apetecido será saber que no temen importunarme en sus necesidades. Me prestaré a satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y mientras tuviere un soplo de vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos con una caridad sin fingimiento.»

San Francisco de Sales hacía lo propio: «Si alguno, aun cuando fuere de los más pequeños, se dirigía a él, tomaba el Santo la actitud de un inferior ante su superior, sin rechazar a nadie, no rehusando hablar ni escuchar y no dando la más pequeña muestra de disgusto, aunque tuviere que perder un tiempo precioso escuchando frivolidades. Su sentencia favorita era ésta: «Dios quiere esto de mí, ¿qué más necesito? En cuanto que ejecuto esta acción no estoy obligado a ejecutar otra. Nuestro centro es la voluntad de Dios, y fuera de El no hay sino turbación y desasosiego.» Santa Juana de Chantal asegura que en la abrumadora multitud de los negocios siempre se le veía unido a Dios, amando su santa voluntad igualmente en todas las cosas, y por este medio, las cosas amargas se le habían vuelto sabrosas.

5. EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN

Artículo 1º.- Reputación

Cosa muy querida nos es nuestra reputación, y en especial con respecto a nuestros Superiores y a la Comunidad. Damos la mayor importancia a su estima y confianza, aparte de que podamos necesitar de ellas para el ejercicio de nuestro cargo. Pues bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con razón o sin ella, se desaten las lenguas contra nosotros, lo cual no es pequeña prueba. El Salmista quéjase de ella con frecuencia a Dios: «bien conocía las contradicciones de las lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son armas y flechas y su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes y engañosas, semejantes a carbones de fuego voraz, a flechas agudas lanzadas por vigoroso brazo».

Si acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el descubierto, hieren nuestra reputación, debemos soportar siempre con paciencia sus ataques y conformarnos con el divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso ver a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no conciencia de ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra y les pagará según sus obras. Mas entretanto, se servirá del celo, la ligereza y de la guía de la malignidad misma para probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de disponer de ella como le place. Nosotros creemos que la necesitamos para el desempeño de nuestro cargo, pero sabe El mejor lo que conviene a los intereses de su gloria, al bien de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha resuelto probarnos en este punto, es dueño de escoger para este fin el instrumento que quiera. A pesar de los lamentos y las recriminaciones de la naturaleza, olvidemos deliberadamente a los hombres para no ver sino a Dios sólo; y besando con filial sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio, apliquémonos a recoger todos los frutos que la prueba nos puede proporcionar.

Estas tribulaciones nos .brindan, en efecto, ocasiones raras de crecer en muchas y sólidas virtudes. El alma, despojándose de su reputación, elévase por encima de la opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con absoluta pureza de intención. La humildad toma fuerza y se arraiga profundamente, cuando acepta esta dura prueba; entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta ser despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura ahogando los arrebatos de la cólera; en la paciencia, moderando la tristeza que producen estas injusticias. ¡Bella y sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que ama a sus enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve bien por mal! La confianza en Dios se dilata en la tranquilidad con que se lleva la cruz, y el amor de Nuestro Señor en la fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce fruto de esta amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de continuo la bienaventuranza prometida a los que son perfectamente dulces, misericordiosos y pacíficos.

Quiere Dios por este medio hacernos humildes de corazón, siguiendo el ejemplo y las lecciones del Cordero y de sus fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más destrozada que la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué calumnias no pesaron sobre él? Sin embargo, el Padre le ha dado un nombre que está sobre todo nombre, y le ha exaltado tanto más cuanto fue más abatido. Y los Apóstoles, ¿no salían gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas por el nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan digna causa. Bien veo que nosotros no queremos sino persecuciones aparatosas, a fin de que nuestra vanidad brille en medio de nuestros sufrimientos; querríamos ser crucificados gloriosamente. Según nuestra apreciación, cuando los mártires sufrían tan crueles suplicios, eran alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no eran, por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de execración? ¡Cuán pocos son los que se determinan a despreciar la propia reputación, a fin de promover así la gloria de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para procurarnos una gloria que no tendrá fin. »

Así habla San Francisco de Sales, y añade: «¿Qué es, pues, la reputación para que tantos se sacrifiquen ante ese ídolo? Después de todo, no pasa de ser un sueño, una sombra, una opinión, un poco de humo, una alabanza cuya memoria se extingue con su eco, una estimación frecuentemente tan falsa, que muchos se maravillan de verse culpados de defectos que en manera alguna tienen, y alabados de virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios opuestos.» Venían a veces a decir al Santo Obispo que se hablaba mal de él que se llegaban a decir cosas extrañas y escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No dicen más que eso? Pues en verdad que no saben todo; al lisonjearme, me perdonan y bien veo que me juzgan mejor de lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es preciso corregirse, y si en esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras muchas cosas; con que siempre es una misericordia el que me corrijan tan benignamente.»

Sin embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro abandono en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado razonable. Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice San Francisco de Sales, «es uno de los fundamentos de la sociedad humana, sin la cual no sólo somos inútiles al público, sino también perjudiciales a causa del escándalo que de nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se complace en que nosotros conservemos y deseemos con toda diligencia el buen nombre. Además, no deja de ser muy útil para la conservación de nuestras virtudes, en particular, de las virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra reputación y de ser tales que se nos pueda estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y dulce violencia. Con todo, no seamos demasiado apasionados, exigentes y puntillosos para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es por lo regular un remedio mucho más saludable que el resentimiento; el desprecio hace que se desvanezcan, y el resentimiento, al contrario, parece darles consistencia. Es necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen nombre.»

«Renunciemos, pues, aquella conversación vana, aquel trato inútil, aquella amistad frívola, aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente con nuestra alma en manos de Dios. Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación, cuando de ellos se puede justamente sincerarse. Exceptuemos, también ciertas personas de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, porque en estos casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la ofensa recibida.»

Así hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era su modo de obrar. Quería que la dignidad episcopal fuese respetada en su persona, pero era indiferente en cuanto a su persona concernía tocante a la estima y al desprecio, y no tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios. Defendióse modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer su ministerio, pero, en general, permanecía insensible a las injurias y juicios desfavorables que contra él se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos se acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia -acostumbraba a decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una crucecita de palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los oídos muy tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.» En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un infame sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera serpiente de bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de conservar resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el juicio final que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el ser censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros por mí? Dejad que hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación de viento, y es posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que los que me aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos, puesto que cooperan a la destrucción del amor propio.» En una palabra, indiferente a las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de la Providencia, dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no deseando otra reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara para los intereses de su servicio.

Aun en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo el deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de justificarlos si lo juzgaba conveniente. San Gerardo Magella, entre otros muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol, Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor murmuración. Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se justificara: "Hay un Dios -decía- y a El le corresponde ocuparse de eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio pidiese al menos poder comulgar, respondió: "No; muramos bajo el peso de la divina voluntad". Cincuenta días después, satisfecho de haber obrado con Gerardo como con su divino Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su inocencia. La infeliz que le había acusado retractó su calumnia, declarando haber obrado por inspiración del demonio. El verse declarado inocente no impresionó más a Gerardo que la acusación, y como San Alfonso le preguntase por qué había rehusado disculparse, le respondió de manera sublime diciendo: "Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es verdad que la Regla no le obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es más de admirar que de imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!

 

Artículo 2º.- Las humillaciones

La humildad es una virtud capital y su acción altamente beneficiosa. De ella provienen la fuerza y la seguridad en los peligros, ilusiones y pruebas, pues sabe desconfiar de sí y orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace sumisos a los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores; es el encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace adoptar la actitud más conveniente ante su majestad y su autoridad, imprime a nuestro continente un notable parecido con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús, «manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad personificada? «El humilde le atrae, el orgulloso le aleja. Al humilde le protege y le libra, le ama y le consuela, y hacia el humilde se inclina y le colma de gracias, y después del abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus secretos, le convida y le atrae dulcemente hacia Si». La palabra del Maestro es categórica: «El que se humillare será ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce será humillado».

Si tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un tanto en la amistad e intimidad con Dios, el verdadero secreto de granjeamos sus favores será siempre rebajarnos por la humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes no se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo convendría esforzarse por descender. Cuánto convendría meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa del Niño Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en todo lo que he de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis decir, porque estoy viendo que equivocáis el camino y no llegaréis jamás al término de vuestro viaje. Queréis subir a una elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera en el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer rápidos progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»

Muchos son los caminos que conducen a la humildad. Confiemos muy particularmente en los abatimientos, según esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio a la ciencia.» ¿Queréis apreciar si vuestra humildad es verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde llega, y si avanza o retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien recibidas, empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen realizar notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la perfección en la humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad? -concluye San Bernardo-; no huyáis del camino de la humillación, porque si no soportáis los abatimientos, no podéis ser elevados a la humildad.»

Decía San Francisco de Sales que hay dos maneras de practicar los abatimientos: la una es pasiva y se refiere al beneplácito divino, y constituye uno de los objetos del abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios significada. La mayor parte de las personas no quieren sino ésta, llevando muy a mal la otra; consienten en humillarse, y no aceptan el ser humilladas; y en esto se equivocan de medio a medio.

Conviene sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar siempre marcada preferencia a las prácticas más conformes a nuestra vocación y más contrarias a nuestras inclinaciones. San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí mismo palabras despreciativas que no naciesen del fondo del corazón, de otra suerte, «este modo de hablar es un refinado orgullo. Para conseguir la gloria de ser considerado como humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina sin pensarlo a velas desplegadas por el mar de la vanidad». Recurramos, pues, más a las obras que a las palabras para abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros claustros será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros superiores y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito, se fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó haciéndose obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad? Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente, sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente humildes, y sin la humildad es difícil ser verdadero obediente; porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero humilde se hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la plebe y la escoria del mundo.» Humillación excelente es también descubrir el fondo de nuestros corazones y de nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos, dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras malas inclinaciones y, en general, de todos los males de nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse ante los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las penitencias usadas en nuestros Monasterios. Además de estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas. San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas, porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e imperceptiblemente, y ponía en sexto grado procurarse las abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».

El santo estimaba mucho las humillaciones que no son de nuestra libre elección; porque en verdad, las cruces que nosotros fabricamos son siempre más delicadas, además de que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar nuestro amor propio.

Necesitamos, pues, que nos cubran de confusión, que nos digan las verdades sin miramientos, y que nos hagan sentir todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya nuestras facultades naturales, nos abandone a la impotencia y oscuridad, o nos aflija con otras penas interiores. Esta misma razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás, a ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la Comunidad que tome parte conforme a nuestros usos en la corrección de nuestros defectos. La acción ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra, utilizando para ello el buen celo y el celo amargo, las virtudes y los defectos, las intenciones santas, la debilidad y aun, en caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo para la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario, éstas son breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y dolorosas, no lo serian sino de una manera más eficaz, dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el remedio de nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y méritos, un testimonio de nuestra total entrega a Dios, el precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra perfección».

La humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con indignación o se sufre murmurando; y esto explica cómo «se hallan tantas personas humilladas que no son humildes». Sólo será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en la medida en que la reciba humildemente como si fuera de la mano de Dios, diciéndose, por ejemplo: en verdad que la necesito y bien la he merecido. Y si una ligera ofensa, una falta de consideración, una palabra desagradable es suficiente para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el orgullo se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar de mirar la humillación como un mal, debiera mirarla como mi remedio; bendecir a Dios que quiere curarme, y saber agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi amor propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo después de tantos años pasados en el servicio del Rey de los humildes? Si conociéramos bien nuestras faltas pasadas y nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y ultrajarnos en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión, se lo agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias de aquí abajo a casi todas las miradas y nos ahorra la vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en la presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es menos merecido.

San Pedro mártir, puesto injustamente en prisión, quejábase a Nuestro Señor de esta manera: «¿Qué crimen he cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el divino Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia en uno de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor, solo Altísimo con el Espíritu Santo en la gloria del Padre», y con todo, vino a su reino y los suyos no le recibieron, sino que le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le acusaron, le condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al suplicio entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el más despreciado, el último de los hombres; su faz adorable es maltratada con bofetadas, manchada con salivazos. No aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre y la reconoce enteramente justa, y la acepta con amor porque se ve cubierto de los pecados del mundo, ¿y nosotros, viles criaturas suyas, tantas veces culpables, miraríamos con deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la Santa Víctima padezca sola por faltas que son nuestras y no suyas, y no querremos beber en el cáliz de las humillaciones? ¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a Aquel «que es manso y humilde de corazón»? ¿No tendría derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado, tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás siendo todavía sensible a los desprecios»?

Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto amado, y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto y hasta se considera uno dichoso en compartir las humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el amor «nos hace considerar como favor grandísimo y como singular honor las afrentas, calumnias, vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado Crucificado, por la cual nos gloriamos en el abatimiento, en la abnegación y en el anonadamiento de nosotros mismos, no queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio que le fue impuesto y el trono de su cruz, en la cual los sagrados amantes hallan más contento, más gozo y más gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».

Al hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus propias disposiciones. En medio de la tempestad, de los desprecios y de los ultrajes reconocía la voluntad de Dios y a ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil sin conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión para rehusar petición alguna razonable; y de seguro que si alguno le hubiera arrancado un ojo, con el mismo afecto le hubiera mirado con el otro. Ante el amago de tenerse que enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca infernal y una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es precisamente lo que nos hace falta. ¿No ha sido Nuestro Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no sacará Dios de mi confusión! Si descaradamente somos insultados, magníficamente será El exaltado; veréis las conversiones a montones, cayendo a mil a vuestra derecha y diez mil a vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los mismos sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su compañero: «Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia está en los lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»

 

Artículo 3º.- Persecuciones de parte de las personas buenas

Las persecuciones pueden venirnos de parte de los malos y de parte también de las personas buenas.

«Ser despreciado, reprendido y acusado por los malos, es realmente dulce para un hombre animoso -dice San Francisco de Sales-; empero ser reprendido, acusado y maltratado por los buenos, por los amigos, por los parientes, eso sí que es meritorio. Así como las picaduras de las abejas son más agudas que las de las moscas, del mismo modo, el mal que proviene de las personas buenas y las contradicciones que nos ocasionan, se toleran con mayor dificultad que las de los otros.» San Pedro de Alcántara, penetrado de la más viva compasión por Santa Teresa, le dijo que una de las mayores penas de este destierro era lo que ella había soportado, es decir, esta contradicción de los buenos. ¿Radica esto en que el aprecio y el afecto de estas personas nos son más estimados, o en que la prueba era menos esperada? ¿Obedece acaso a que las personas buenas, creyendo seguir el dictamen de su conciencia, guardan menos consideraciones? Sean cualesquiera el origen y las circunstancias de estas duras pruebas, nos parece conveniente entrar en algunas consideraciones que ayudarán a santificarías.

Todos los santos han pasado aquí abajo por la persecución, dice San Alfonso. Ved a San Basilio acusado de herejía ante el Papa San Dámaso, a San Cirilo condenado por hereje por un Concilio de cuarenta Obispos y depuesto luego vergonzosamente, a San Atanasio perseguido por culpársele de hechicero y a San Juan Crisóstomo por costumbres relajadas. «Ved también a San Romualdo, quien contando más de cien años, es con todo acusado de un crimen vergonzoso, tanto que se intentó quemarle vivo; a San Francisco de Sales, a quien por espacio de tres años se le juzgó manteniendo relaciones ilícitas con una persona del mundo, y esperar por todo ese tiempo que Dios le justifique de esta calumnia; por último, ved a Santa Liduvina, en cuyo aposento entró un día una mujer desgraciada para vomitar injurias a cuál más grosera.» Ninguno de nosotros ignora que nuestro bienaventurado Padre San Benito estuvo a punto de ser envenenado por los suyos, y ¡cuánto no tuvieron que sufrir nuestros primeros padres del Cister, así de sus hermanos de Molismo, como de otros monjes de su tiempo! Otro tanto aconteció al venerable Juan de la Barriére y al Abad de Rancé cuando quisieron implantar su reforma. San Francisco de Asís renunció al cargo de Superior a causa de la oposición que encontró' entre los suyos: Fray Elías, su vicario general, no reparó en acusarle ante un crecido número de religiosos de ser la ruina del Instituto, y este mismo Fray Elías fue el que encarceló a San Antonio de Padua. San Ignacio de Loyola fue encerrado en los calabozos del Santo Oficio. San Juan de la Cruz, habiendo reformado el Carmelo, es arrojado por los Padres de la Observancia en una oscura cárcel, y allí privado de celebrar la Santa Misa durante largos meses, y tuvo además que sufrir rigurosísima abstinencia y las más duras disciplinas y reprensiones. Por idéntico motivo, y a causa de los caminos por los que Dios la llevaba, hubo de sufrir Santa Teresa durísimas vejaciones, de las que se percibe el eco en su Vida. Su confesor, el P. Baltasar Álvarez, sufrió también una especie de persecución motivada por su oración sobrenatural. Otros muchísimos podríamos citar, pero terminaremos por San Alfonso, que fue perseguido durante largos años: como teólogo por los rigoristas, como fundador de los Redentoristas por los regalistas, y finalmente por sus hijos, como ya dejamos dicho. Baronio cuenta cómo el Papa San León IX cedió a las prevenciones contra San Pedro Damián: «Yo lo digo -añade este sabio Cardenal-, para consolar a las víctimas de estas malas lenguas, para hacer más prudentes a los demasiado crédulos y enseñarles a no prestar fácilmente oídos a las calumnias.»

Estas persecuciones hallan su aparente explicación en la diversidad de espíritus: «¿Qué acuerdo puede haber entre Jesucristo y Belial?» Los malos no pueden soportar la virtud por modesta y reservada que sea, porque los condena, los molesta y los quiere convertir. Las personas buenas, hasta que no han mortificado bastante sus pasiones (si éstas son numerosas), déjanse cegar y arrastrar cualquier día con menoscabo de la paz y de la caridad. Ejemplo de ello tenemos en el P. Francisco de Paula, encarnizado perseguidor de San Alfonso, que lejos de ser mal religioso, hasta gozaba de reputación muy recomendable. Mucho se hubiera extrañado si se le hubiese predicho que, andando el tiempo, trabajaría con celo digno de mejor causa en perder a su ilustre y santo Fundador, mediante informes tendenciosos, envenenados y llenos de calumnias; hízolo, sin embargo, porque no había combatido suficientemente su desmesurada ambición, que ni siquiera había echado de ver hasta entonces. Los más santos pueden hacerse sufrir mutuamente, ya porque se engañan, o porque no entienden su deber de la misma manera, existiendo como existe entre los hombres diversidad de miras y caracteres.

Mas para penetrar a fondo el misterio de estas pruebas es preciso remontarse hasta Nuestro Señor y penetrar en los consejos de la Providencia. Jesús nos advierte que ha venido a traer la espada y no la paz, y que los enemigos del hombre serán los de su casa; que ha sido perseguido y hasta se ha llegado a llamarle Belcebú, y que no es el discípulo más que su Maestro; se nos odiará, se nos perseguirá de ciudad en ciudad, se nos entregará y llegará tiempo en que los mismos que nos den la muerte crean hacer un servicio a Dios. El Apóstol, a su vez, se hace eco de su Maestro: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo padecerán persecución»; pero termina diciendo el Señor, «bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Cuando os maldijeren y persiguieren y se hubieren dicho contra vos todos los males imaginables sin razón y por mi causa, regocijaos, alegraos porque vuestra recompensa es grande en el Reino de los cielos y tened presentes a los Profetas, que antes que vosotros fueron también perseguidos». Y ¿qué fin se propone la Providencia con estas pruebas purificadoras? Quiere señalar todas sus obras con el sello de la cruz, despojarnos de la estima y afecto propio, formarnos en la paciencia, en el perfecto abandono, en la caridad sólo por amor de Dios, consumar la santidad de sus mejores amigos.

Jesús humilde, despreciado, víctima de la iniquidad, pero manso y humilde de corazón en medio de los ultrajes, amante y abnegado hasta la total efusión de su sangre a pesar de todas las injusticias y perfidias, es el Maestro que nos muestra el camino, el Modelo al que el Espíritu Santo ha encargado la misión de hacernos semejantes. La Providencia emplea a los buenos y a los malos como instrumento para reproducir en nosotros a Jesús ultrajado, vilipendiado, tratado indignamente; pero al propio tiempo el Espíritu Santo nos ofrece la gracia, obra en nosotros para hacernos imitar fielmente a Jesús manso y humilde de corazón, a Jesús lleno de dulzura y de heroica caridad. Caminar con paso resuelto por las huellas de Jesús perseguido, es entrar en las vías de la santidad. Murmurar, quejarse y andar con repugnancia, es arrastrarse penosamente en la mediocridad. San Alfonso, por su parte, dice: «Persuadámonos que en recompensa de nuestra paciencia en sufrir de buen grado las persecuciones, tendrá Dios cuidado de nosotros, pues es Dueño de levantarnos cuando quisiere. Mas aunque fuera preciso vivir en lo sucesivo, bajo el peso del deshonor, existe la otra vida, en la que por nuestra paciencia seremos colmados de honores tanto más sublimes.»

Olvidemos, pues, a los hombres y todas las faltas que creemos tienen, y desechemos de nuestro corazón la amargura y el resentimiento. Fijos constantemente los ojos en el eterno perseguido, en Jesús nuestro modelo y en el Amado de nuestras almas, adoremos como El todos los designios de su Padre, que es también el nuestro. Abracemos con amor las pruebas que El nos envía y los efectos de ellas ya consumados e irreparables, esforzándonos por sacar de ellos el mejor partido posible, entrando plenamente en las disposiciones de nuestro dulce Jesús y obrando en todo como El lo haría en nuestro caso. Esto no nos impide, en cuanto al porvenir, hacer lo que depende de nosotros para precaver los peligros, para evitar las consecuencias si fuere del agrado de Dios, siempre que la gloria divina, el bien de las almas, u otras justas razones lo exijan o lo permitan.

El beato Enrique Susón recorrió durante largo tiempo este doloroso camino, y ved las enseñanzas que recibió del cielo. Díjole una voz interior: «Abre la ventana de tu celda, mira y aprende.» La abrió, y fijando la vista, vio a un perro que corría por el claustro, llevando en su boca un trozo de alfombra con la que se divertía, ya lanzándola al aire, ya arrastrándola por el suelo, destrozándola y haciéndola pedazos. Una voz interior dijo al beato: «así serás tú tratado y despedazado por boca de tus hermanos». Entonces hízose esta reflexión: «Puesto que no puede ser de otra manera, resígnate; mira cómo esta alfombra se deja maltratar sin quejarse, haz tú lo mismo.» Bajó, cogió la alfombra y la conservó durante largos años como preciado tesoro. Cuando tenía una tentación de impaciencia, la cogía en sus manos, a fin de reconocerse en ella y de adquirir la valentía de callarse. Cuando desviaba el rostro despreciando a los que le perseguían, era por ello castigado interiormente y una voz decíale en el fondo de su corazón: «Acuérdate que Yo, tu Señor, no aparté mi rostro a los que me escupían.» Entonces experimentaba un verdadero arrepentimiento y entraba de nuevo en sí mismo... Decíale aún la voz interior: «Dios quiere que cuando seas maltratado con palabras y hechos soportes todo con paciencia, quiere que mueras del todo a ti mismo, que no tomes tu diario alimento antes de haberte dirigido a tus adversarios y de haber sosegado, en cuanto te fuere posible, la ira de su corazón por medio de palabras y modales caritativos, dulces y humildes... No has de suponer que ellos sean otros Judas en el verdadero sentido de la palabra, sino los cooperadores de Dios que debe probarte para bien tuyo.»

San Alfonso, condenado por el Papa a causa de injustas acusaciones y separado definitivamente de la Congregación que había fundado, no se quejó y no recriminó a nadie, tan sólo dijo con heroica sumisión: «Seis meses ha que hago esta oración: Señor, lo que Vos queréis lo quiero yo también.» Y aceptó con el alma toda destrozada, aunque con resignación, vivir proscrito hasta la muerte, puesto que tal era la voluntad de Dios. Lejos de conservar animosidad contra su perseguidor, escribíale: «Me entero con alegría de que el Papa os prodiga sus favores. Tenedme al corriente de todo lo bueno que os acontezca, para que pueda dar gracias a Dios. Le pido aumente en vos su amor, que multiplique vuestras casas, y que os bendiga a vos y a vuestras misiones.» En esta prueba, como en todas las circunstancias difíciles, había comenzado por hacer que orase su Congregación y por recomendar a cada uno se renovase en el fervor, a fin de tener a Dios de su parte; después había tomado cuantas medidas podía aconsejar la prudencia, pero sometiéndose de antemano al divino beneplácito.

En lo más crudo de la persecución, San Juan de la Cruz recibía los oprobios con alegría, porque creíase merecedor de peores tratamientos. Parecíale que no se le injuriaba bastante y suspiraba por el momento en que tendría que sufrir sangrientas disciplinas, a fin de poder sufrir por Dios esta afrenta y dolor. Creía tener tantos defectos, ser culpable de tantos pecados, que no se indignaba por las reprensiones y ultrajes, pues para él no eran injustos ni crueles. Por más que sus penas interiores fuesen aún mayores en esta época, se consolaba en sus continuas comunicaciones con Dios, y componiendo ese admirable cántico que explicó más tarde.

6. DEL ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES

Consideremos aquí la vida espiritual en su parte esencial: 1º Su fin esencial, que es la vida de la gloria. 2º Su esencia aquí abajo, que es la vida de la gracia. 3º Su ejercicio esencial en este mundo, es decir, la práctica de sus virtudes y la huida del pecado. 4º Sus medios esenciales, que son la observancia de los preceptos, de nuestros votos y de nuestras Reglas, etc. Todas estas cosas son necesarias a los adultos, religiosos o seglares, cualquiera que sea la condición en que Dios los ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas el objeto propio de la voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del dominio de la obediencia y no del abandono. El abandono, sin embargo, hallará ocasiones de ejercitarse aun en estas cosas.

Artículo 1º.- La vida de la gloria

«Dios nos ha significado de tantos modos y por tantos medios su voluntad de que todos fuésemos salvos, que nadie puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven, no deja, sin embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que obra en nosotros según la condición de su naturaleza y de la nuestra; porque la bondad de Dios le lleva a comunicamos liberalmente los auxilios de su gracia, pero nos deja la libertad de valernos de estos medios y salvarnos, o de despreciarlos y perdernos. Debemos, pues, querer nuestra salud como Dios la quiere, para lo cual hemos de abrazar y querer las gracias que Dios a tal fin nos dispensa, porque es necesario que nuestra voluntad corresponda a la suya.» Así se expresa San Francisco de Sales, al que nos complacemos en citar, para vindicar su doctrina del abuso que de ella han hecho los quietistas. De este pasaje toma pie Bossuet para establecer con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como está la salvación en primer término en la voluntad de Dios significada, el piadoso Doctor de Ginebra no la hacía materia del abandono y que, «si él extiende la santa indiferencia a todas las cosas», ha de entenderse con esto los acontecimientos que caen bajo el beneplácito divino. Además, sería impiedad contra Dios y crueldad para nosotros mismos hacernos indiferentes para la salvación o la condenación.

Esta monstruosa indiferencia era con todo muy querida de los quietistas, y condenaban el deseo del cielo y despreciaban la esperanza: unos, porque este deseo es un acto; otros, porque la perfección exige que se obre únicamente por puro amor, y el puro amor excluye el temor, la esperanza y todo interés propio. Tantos errores hay en esta doctrina como palabras contiene. Para dejar obrar a Dios y tornarse dócil a la gracia, es preciso suprimir lo que hubiera de defectuoso en nuestra actividad, mas no la actividad misma, ya que ella es necesaria para corresponder a la gracia: A Dios rogando y con el mazo dando, reza el refrán. El motivo del amor es el más perfecto, pero los demás motivos sobrenaturales son buenos y Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas. La caridad anima las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no las suprime; y como reina que es, no va nunca sin todo su cortejo, ocupando ella el primer puesto y siguiéndola la esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de excluirse, viven en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del amor tender a la unión? Y así, cuanto más se enciende el amor, más intenso es el deseo de la unión, se piensa en el Amado, deséase su presencia, su amistad, su intimidad y no acertamos a separarnos de él. Cuando un alma fervorosa consiente de grado en no ir al cielo sino algún tanto más tarde, es por el sólo deseo de agradar a Dios abrazando su santa voluntad y de verle mejor, de poseerle más perfectamente durante toda la eternidad. En definitiva, ¿no es la salvación el amor puro, siempre actual, invariable y perfecto, mientras que la condenación es su extinción total y definitiva?

Es verdad que Moisés pide ser borrado del libro de la vida, si Dios no perdona a su pueblo; San Pablo desea ser anatema por sus hermanos; San Francisco de Sales asegura que un alma heroicamente indiferente «preferiría el infierno con la voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y si, suponiendo lo imposible, supiera que su condenación seria más agradable a Dios que su salvación, correría a su condenación». En estos supuestos imposibles, los santos muestran la grandeza, la vehemencia, los transportes de su caridad, que están, sin embargo, a infinita distancia de una cruel indiferencia de poseer a Dios o perderlo, de amarle u odiarle eternamente. Tan sólo quieren decir que sufrirían con gusto, si el cumplimiento de la voluntad divina lo precisara, todos los males del mundo y hasta los tormentos del infierno, pero no el pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a Dios, y cuán deseosos se hallan de agradarle haciendo todo lo que El quiere, y glorificarle convirtiéndole almas. Santa Teresa del Niño Jesús era el eco fiel de estos sentimientos cuando, «no sabiendo cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería ver por todas partes servido y glorificado, exclamaba que gustosa consentiría en verse sepultada en los abismos del infierno, porque El fuese amado eternamente. Esto no podía glorificarle, ya que no desea sino nuestra felicidad; pero cuando se ama, se experimenta la necesidad de decir mil locuras». Tales protestas son muy verdaderas en San Pablo, en Moisés y otros grandes santos; en las almas menos perfectas corren el riesgo de ser una presuntuosa ilusión, un vano alimento de su amor propio.

En resumen, es necesario querer positivamente lo que Dios manda; y como nada desea tan ardientemente como nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra salvación de un modo absoluto y por encima de todo. Aquí no cabe el abandono sino en cuanto al tiempo más cercano o más lejano, como hemos dicho tratando de la vida o de la muerte, y también en cuanto a los grados de gracia y gloria que ahora vamos a explicar.

 

Artículo 2º.- La vida de la gracia

La vida de la gracia es el germen cuya expansión es la vida de la gloria. La una pasa luchando en la prueba, la otra triunfa en la felicidad; mas en realidad, es una sola y misma vida sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se consuma en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la condición indispensable de la vida de la gloria. y es la que determina su medida. En consecuencia, hemos de desear tanto la una como la otra. Dios quiere ante todo que aspiremos a ellas como a fin supremo de la existencia, ya que trabaja exclusivamente por hacérnoslas alcanzar, y el demonio por hacérnoslas perder. Las almas que plenamente han entendido la importancia de su destino, no tienen otro objetivo en medio de los trabajos y vicisitudes de esta vida, que conservar la vida de la gracia tan preciosa y tan disputada, y de llevarla a su perfecto desenvolvimiento. Tocante, pues, a la esencia de esta vida, no hay lugar al santo abandono, por ser la voluntad claramente significada que las almas «tengan la vida y que la tengan en abundancia».

Pero el abandono hallará su puesto en lo que concierne al grado de la gracia, y por ende al grado de las virtudes y al grado de la gloria eterna; pues, según el Concilio de Trento, «recibimos la justicia en nosotros en la medida que place al Espíritu Santo otorgárnosla, y en la proporción que cada uno coopera a ella». La gracia, las virtudes y la gloria dependen, por tanto, de Dios que da como El quiere, y del hombre en cuanto que se prepara y corresponde.