Dom Vital Lehodey
El Santo Abandono
1. Naturaleza del Santo Abandono
1. LA VOLUNTAD DE DIOS, REGLA SUPREMA
Queremos
salvar nuestra alma y tender a la perfección de la vida espiritual, es decir,
purificarnos de veras, progresar en todas las virtudes, llegar a la unión de
amor con Dios, y por este medio transformarnos cada vez más en El; he aquí la
única obra a la que hemos consagrado nuestra vida: obra de una grandeza
incomparable y de un trabajo casi sin límites; que nos proporciona la libertad,
la paz, el gozo, la unción del Espíritu Santo, y exige a su vez sacrificios sin
número, una paciente labor de toda la vida. Esta obra gigantesca no seria tan
sólo difícil, sino absolutamente imposible si contásemos sólo con nuestras
fuerzas, pues es de orden absolutamente sobrenatural.
«Todo
lo puedo en Aquel que me conforta»; sin Dios sólo queda la absoluta impotencia,
por nosotros nada podemos hacer: ni pensar en el bien, ni desearlo, ni
cumplirlo. Y no hablemos de la enmienda de nuestros vicios, de la perfecta adquisición
de las virtudes, de la vida de intimidad con Dios que representan un cúmulo
enorme de impotencias humanas y de intervenciones divinas. El hombre es, pues,
un organismo maravilloso, por cuanto es capaz con la ayuda de Dios de llevar a
cabo las obras más santas; pero es a la vez lo más pobre y necesitado que hay,
ya que sin e! auxilio divino no puede concebir siquiera el pensamiento de lo
bueno. Por dicha nuestra, Dios ha querido salir fiador de nuestra salvación,
por lo que jamás podremos bendecirle como se merece, pero no quiere salvarnos
sin nosotros y, por consiguiente, debemos unir nuestra acción a la suya con
celo tanto mayor cuanto sin El nada podemos.
Nuestra
santificación, nuestra salvación misma es, pues, obra de entrambos: para ella
se precisan necesariamente la acción de Dios y nuestra cooperación, el acuerdo
incesante de la voluntad divina y de la nuestra. El que trabaja con Dios
aprovecha a cada instante; quien prescinde de El cae, o se fatiga en estéril
agitación. Es, pues, de importancia suma no obrar sino unidos con Dios y esto
todos los días y a cada momento, así en nuestras menores acciones como en
cualquier circunstancia. porque sin esta íntima colaboración se pierde trabajo
y tiempo. ¡Cuántas obras, llenas en apariencia, quedarán vacías por sólo este
motivo! Por no haberlas hecho en unión con Dios, a pesar del trabajo que nos
costaron, se desvanecerán ante la luz de la eternidad como sueño que se nos va
así que despertamos.
Ahora
bien, si Dios trabaja con nosotros en nuestra santificación, justo es que El
lleve la dirección de la obra: nada se deberá hacer que no sea conforme a sus
planes, bajo sus órdenes y a impulsos de su gracia. El es el primer principio y
último fin; nosotros hemos nacido para obedecer a sus determinaciones. Nos
llama «a la escuela del servicio divino», para ser El nuestro maestro; nos
coloca en «el taller del Monasterio», para dirigir allí nuestro trabajo; «nos
alista bajo su bandera» para conducirnos El mismo al combate. Al Soberano Dueño
pertenece mandar, a la suma sabiduría combinar todas las cosas; la criatura no
puede colaborar sino en segundo término con su Creador.
Esta
continua dependencia de Dios nos impondrá innumerables actos de abnegación, y
no pocas veces tendremos que sacrificar nuestras miras limitadas y nuestros
caprichosos deseos con las consiguientes quejas de la naturaleza; mas
guardémonos bien de escucharla. ¿Podrá cabemos mayor fortuna que tener por guía
la divina sabiduría de Dios, y por ayuda la divina omnipotencia, y ser los
socios de Dios en la obra de nuestra salvación; sobre todo si se tiene en
cuenta que la empresa realizada en común sólo tiende a nuestro personal
provecho? Dios no reclama para sí sino su gloria y hacernos bien, dejándonos
todo el beneficio. El perfecciona la naturaleza, nos eleva a una vida superior,
nos procura la verdadera dicha de este mundo y la bienaventuranza en germen.
¡Ah, si comprendiéramos los designios de Dios y nuestros verdaderos intereses!
Seguro que no tendríamos otro deseo que obedecerle con todo esmero, ni otro
temor que no obedecerle lo bastante; le suplicaríamos e insistiríamos para que
hiciera su voluntad y no la nuestra. Porque abandonar su sabia y poderosa mano
para seguir nuestras pobres luces y vivir a merced de nuestra fantasía, es
verdadera locura y supremo infortunio.
Una
consideración más nos mostrará «que en temer a Dios y hacer lo que El quiere
consiste todo el hombre»; y es que la voluntad divina, tomada en general,
constituye la regla suprema del bien, «la única regla de lo justo y lo perfecto»;
y que la medida de su cumplimiento es también la medida de nuestro progreso.
«Si
quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos». No basta pues, decir:
¡Señor, Señor!, para ser admitido en el reino de los cielos; es necesario hacer
la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos. «El que mantiene unida su
voluntad a la de Dios, vive y se salva: el que de ella se aparta muere y se
pierde». «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, ven y sígueme». Es
decir, haz mejor la voluntad de Dios, añade a la observancia de los preceptos
la de los consejos.
Si
quieres subir hasta la cumbre de la perfección, cumple la voluntad de Dios cada
día más y mejor. Te irás elevando a medida que tu obediencia venga la ser más
universal en su objetivo, más exacta en su ejecución, más sobrenatural en sus
motivos, más perfecta en las disposiciones de tu voluntad. Consulta los libros
santos, pregunta a la vida y a la doctrina de nuestro Señor y verás que no se
pide sino la fe que se afirma con las obras, el amor que guarda fielmente la
palabra de Dios. Seremos perfectos en la medida que hagamos la voluntad de
Dios.
Este
punto es de tal importancia que nos ha parecido conveniente apoyarlo con
algunas citas autorizadas.
«Toda
la pretensión de quien comienza oración-y no se olvide esto, que importa
mucho-, ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias
puedan hacer que su voluntad se conforme con la de Dios; y, como diré después,
en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino
espiritual. No penséis que hay aquí más algarabías, ni cosas no sabidas y
entendidas, que en esto consiste todo nuestro bien». La conformidad ha de
entenderse aquí en su más alto sentido.
«Cada
cual -explica San Francisco de Sales- se forja la perfección a su modo: unos la
ponen en la austeridad de los vestidos: otros, en la de los manjares, en la
limosna, en la frecuencia de los Sacramentos, en la oración, en una no sé qué
contemplación pasiva y supereminente: otros, en aquéllas gracias que se llaman
dones gratuitos: y se engañan tomando los efectos por la causa, lo accesorio
por lo principal. y con frecuencia la sombra por el cuerpo... En cuanto a mi yo
no se ni conozco otra perfección sino amar a Dios de todo corazón y al prójimo
como a nosotros mismos». Y completa el pensamiento en otra parte, cuando dice
que «la devoción (o la perfección) sólo añade al fuego de la caridad la llama
que la hace pronta, activa y diligente, no sólo en la guarda de los
mandamientos de Dios, sino también en la práctica de los consejos e
inspiraciones celestiales» . Así como el amor de Dios es la forma más elevada y
más perfecta de la virtud, una sumisión perfecta a la voluntad divina es la
expresión más sublime y más pura, la flor más exquisita de este amor... Por otra
parte, ¿no es evidente que, no existiendo nada tan bueno y tan perfecto como la
voluntad de Dios, se llegará a ser más santo y más virtuoso, cuanto más
perfectamente nos conformemos con esta voluntad?
Un
discípulo de San Alfonso ha resumido su doctrina diciendo que personas que
hacen consistir su santidad en practicar muchas penitencias, comuniones,
oraciones vocales, viven evidentemente en la ilusión. Todas estas cosas no son
buenas sino en cuanto Dios las quiere, de otra suerte, en vez de aceptarlas las
detesta, pues tan sólo sirven de medios para unirnos a la voluntad divina.
Tenemos
verdadera satisfacción en repetirlo: toda la perfección, toda la santidad
consiste en ejecutar lo que Dios quiere de nosotros; en una palabra, la
voluntad divina es regla de toda bondad y de toda virtud; por ser santa lo
santifica todo. aun las acciones indiferentes, cuando se ejecutan con el fin de
agradar a Dios... Si queremos santificación, debemos aplicarnos únicamente a no
seguir jamás nuestra propia voluntad, sino siempre la de Dios porque todos los
preceptos y todos los consejos divinos se reducen en sustancia a hacer y a
sufrir cuanto Dios quiere y como Dios lo quiere. De ahí que toda la perfección
se puede resumir y expresar en estos términos: «Hacer lo que Dios quiere,
querer lo que Dios hace».
«Toda
nuestra perfección -dice San Alfonso- consiste en el amor de nuestro Dios
infinitamente amable; y toda la perfección del amor divino consiste a su vez en
la unión de nuestra voluntad con la suya... Si deseamos, pues, agradar y
complacer al corazón de Dios, tratemos no sólo de conformarnos en todo a
su santa voluntad, sino de unificarnos con ella (si así puedo
expresarme), de suerte que de dos voluntades no vengamos a formar sino una
sola... Los santos jamás se han propuesto otro objeto sino hacer la voluntad de
Dios, persuadidos de que en esto consiste toda la perfección de un alma. El
Señor llama a David hombre según su corazón, porque este gran rey estaba
siempre dispuesto a seguir la voluntad divina; y Maria, la divina Madre, no ha
sido la más perfecta entre todos los santos, sino por haber estado de continuo
más perfectamente unida a la voluntad de Dios.» Y el Dios de sus amores, Jesús,
el Santo por excelencia, el modelo de toda perfección, ¿ha sido jamás otra cosa
que el amor y la obediencia personificados?... Por la abnegación que profesa a
su Padre y a las almas, sustituye a los holocaustos estériles y se hace la
Víctima universal. La voluntad de su Padre le conducirá por toda suerte de
sufrimientos y humillaciones, hasta la muerte y muerte de cruz. Jesús lo sabe;
pero precisamente para esto bajó del cielo, para cumplir esa voluntad, que a
trueque de crucificarle, se convertiría en fuente de vida. Desde su entrada en
el mundo declara al Padre que ha puesto su voluntad en medio de su corazón para
amarla, y en sus manos para ejecutarla fielmente. Esta amorosa obediencia será
su alimento, resumirá su vida oculta, inspirará su vida pública hasta el punto
de poder decir: «Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre»; y en el momento de
la muerte lanzará bien alto su triunfante «Consummatum est»: Padre mío, os he
amado hasta el último límite, he terminado mi obra de la Redención, porque he
hecho vuestra voluntad, sin omitir un solo ápice.
«Uniformar
nuestra voluntad con la de Dios, he ahí la cumbre de la perfección -dice San
Alfonso-, a eso debemos aspirar de continuo, ése debe ser el fin de nuestras
obras, de todos nuestros deseos, de todas nuestras meditaciones, de nuestros
ruegos.» A ejemplo de nuestro amado Jesús, no veamos sino la voluntad de su
Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con
fidelidad siempre creciente e infatigable generosidad y por motivos totalmente
sobrenaturales. Este es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y
subir junto a El en la gloria. «Un día fue conducida al cielo en visión la
Beata Estefanía Soncino, dominica, donde vio cómo muchos que ella había
conocido en vida estaban levantados a la misma jerarquía de los Serafines; y
tuvo revelación de que habían sido sublimados a tan alto grado de gloria por la
perfecta unión de voluntad con que anduvieron unidos a la de Dios acá en la
tierra.»
2. LA VOLUNTAD DIVINA SIGNIFICADA Y LA VOLUNTAD DE BENEPLACITO
La voluntad divina se muestra para nosotros reguladora y
operadora. Como reguladora, es la regla suprema del bien, significada de
diversas maneras; y que debemos seguir por la razón de que todo lo que ella
quiere es bueno, y porque nada puede ser bueno sino lo que ella quiere. Como
operadora, es el principio universal del ser, de la vida, de la acción; todo se
hace como quiere, y no sucede cosa que no quiera, ni hay efecto que no venga de
esta primera causa, ni movimiento que no se remonte a este primer motor, ni por
tanto hay acontecimiento, pequeño o grande, que no nos revele una voluntad del
divino beneplácito. A esta voluntad es deber nuestro someternos, ya que Dios
tiene absoluto derecho de disponer de nosotros como le parece. Dios nos hace,
pues, conocer su voluntad por las reglas que nos ha señalado, o por los acontecimientos
que nos envía. He ahí la voluntad de Dios significada y su voluntad de
beneplácito.
La primera, «nos propone previa y claramente las verdades que Dios quiere
que creamos, los bienes que esperemos, las penas que temamos, las cosas que
amemos, los mandamientos que observemos y los consejos que sigamos. A esto
llamamos voluntad significada, porque nos ha significado y manifestado cuanto
Dios quiere y se propone que creamos, esperemos, temamos, amemos y
practiquemos. La conformidad de nuestro corazón con la voluntad significada
consiste en que queramos todo cuanto la divina Bondad nos manifiesta ser de su
intención; creyendo según su doctrina, esperando según sus promesas, temiendo
según sus amenazas, amando y viviendo según sus mandatos y advertencias»
La
voluntad significada abraza cuatro partes, que son: los mandamientos de la ley
de Dios y de la Iglesia, los consejos, las inspiraciones, las Reglas y las
Constituciones.
Es
necesario que cada cual obedezca a los mandamientos de Dios y de la Iglesia,
porque es la voluntad de Dios absoluta que quiere que los obedezcamos, si
deseamos salvarnos.
Es
también voluntad suya, no imperativa y absoluta, sino de sólo deseo, que
guardemos sus consejos; por lo cual, aun cuando sin menosprecio los dejamos de
cumplir por no creernos con valor para emprender la obediencia a los mismos, no
por eso perdemos la caridad ni nos separamos de Dios; además de que ni siquiera
debemos acometer la práctica de todos ellos, habiéndolos como los hay entre sí
opuestos, sino tan sólo los que fueren más conformes a nuestra vocación... Hay
que seguir, pues, concluye el santo, los consejos que Dios quiere sigamos. No a
todos conviene la observancia de todos los consejos. Dados como están para
favorecer la caridad, ésta es la que ha de regular y medir su ejecución... Los
que tenemos que practicar los religiosos, son los comprendidos en nuestras
Reglas. Y a la verdad, nuestros votos, nuestras leyes monásticas, las órdenes y
consejos de nuestros Superiores constituyen para nosotros la expresión de la
voluntad divina y el código de nuestros deberes de estado.
Poderosa
razón tenemos para bendecir al divino Maestro, pues ha tenido la amorosa
solicitud de trazarnos hasta en los más minuciosos detalles su voluntad acerca
de la Comunidad y sus miembros.
En
las inspiraciones nos indica sus voluntades sobre cada uno de nosotros más
personalmente. « Santa María Egipciaca se sintió inspirada al contemplar una
imagen de nuestra Señora; San Antonio, al oír el evangelio de la Misa; San
Agustín, al escuchar la vida de San Antonio; el duque de Gandía, ante el
cadáver de la emperatriz; San Pacomio, viendo un ejemplo de caridad; San
Ignacio de Loyola, leyendo la vida de los santos»; en una palabra, las
inspiraciones nos vienen por los más diversos medios. Unas sólo son ordinarias
en cuanto nos conducen a los ejercicios acostumbrados con fervor no común;
otras «se llaman extraordinarias porque incitan a acciones contrarias a las
leyes, reglas y costumbres de la Santa Iglesia, por lo que son más admirables
que imitables.» El piadoso Obispo de Ginebra indica con qué señales se pueden
discernir las inspiraciones divinas y la manera de entenderlas, terminando con
estas palabras: «Dios nos significa su voluntad por sus inspiraciones. No
quiere, sin embargo, que distingamos por nosotros mismos sí lo que nos ha
inspirado es o no voluntad suya, menos aún que sigamos sus inspiraciones sin
discernimiento. No esperemos que El nos manifieste por Sí mismo sus voluntades,
o que envíe ángeles para que nos las enseñen, sino que quiere que en las cosas
dudosas y de importancia recurramos a los que ha puesto sobre nosotros para
guiamos» .
Añadamos,
por último, que los ejemplos de Nuestro Señor y de los santos, la doctrina y la
práctica de las virtudes pertenecen a la voluntad de Dios significada; si bien
es fácil referirlas a una u otra de las cuatro señales que acabamos de indicar.
«He
ahí, pues, cómo nos manifiesta Dios sus voluntades que nosotros llamamos voluntad
significada. Hay además la voluntad de
beneplácito de Dios, la que hemos de considerar en todos los
acontecimientos, quiero decir, en todo lo que nos sucede; en la enfermedad y en
la muerte, en la aflicción y en la consolación, en la adversidad y en la
prosperidad, en una palabra, en todas las cosas que no son previstas.» La
voluntad de Dios se ve sin dificultad en los acontecimientos que tienen a Dios
directamente por autor; y lo mismo en los que vienen de las criaturas no
libres, porque si obran es por la acción que reciben de Dios a quien sin
resistencia obedecen. Donde hay que ver la voluntad de Dios es principalmente
en las tribulaciones, que por más que El no las ame por sí mismas, las quiere
emplear, y efectivamente las emplea, como excelente recurso para satisfacer el
orden, reparar nuestras faltas, curar y santificar las almas. Más aún, hay que
verla incluso en nuestros pecados y en los del prójimo: voluntad permisiva,
pero incontestable. Dios no concurre a la forma del pecado que es lo que
constituye su malicia: lo aborrece infinitamente y hace cuanto está de su parte
para apartarnos de él; lo reprueba y lo castigará. Mas, para no privarnos
prácticamente de la libertad que nos ha concedido, como nosotros nada podemos
hacer sin su concurso, lo da en cuanto a lo material del acto, que por lo demás
no es sino el ejercicio natural de nuestras facultades. Por otra parte, El
quiere sacar bien del mal, y para ello hace que nuestras faltas y las del
prójimo sirvan a la santificación de las almas por la penitencia, la paciencia,
la humildad, la mutua tolerancia, etc. Quiere también que, aun cumpliendo el
deber de la corrección fraterna, soportemos al prójimo, que le obedezcamos
conforme a nuestras Reglas, viendo hasta en sus exigencias y en sus sinrazones
los instrumentos de que Dios se sirve para ejercitamos en la virtud. Por esta
razón, no temía decir San Francisco de Sales que por medio de nuestro prójimo
es como especialmente Dios nos manifiesta lo que desea de nosotros.
Existen
profundas diferencias entre la voluntad de Dios
significada y la de beneplácito.
1º La
voluntad significada nos es conocida de antemano, y por lo general, de manera
clarísima mediante los signos del pensamiento, a saber: la palabra y la
escritura. De esta manera conocemos el Evangelio, las leyes de la Iglesia,
nuestras santas Reglas; donde sin esfuerzo y a nuestro gusto podemos leer la
voluntad de Dios, confiaría a nuestra memoria y meditarla. Las inspiraciones
divinas y las órdenes de nuestros Superiores sólo en apariencia son
excepciones, pues ellas tienen por objeto la ley escrita, cristiana o monástica.
Al contrario, «casi no se conoce el beneplácito divino más que por los
acontecimientos.» Decimos casi, porque hay excepciones; lo que Dios hará más
tarde, podemos conocerlo de antemano, si a El le place decirlo; también se
puede presentir, conjeturar, adivinar, ya por el rumbo actual de los hechos, ya
por las sabias disposiciones tomadas y las imprudencias cometidas. Mas, en
general, el beneplácito divino se descubre a medida que los acontecimientos se
van desarrollando, los cuales están ordinariamente por encima de nuestra
previsión. Aun en el propio momento en que se verifican, la voluntad de Dios
permanece muy oscura: nos envía, por ejemplo, la enfermedad, las sequedades
interiores u otras pruebas; en verdad que éste es actualmente su beneplácito, mas
¿será durable? ¿Cuál será su desenlace? Lo ignoramos.
2º De
nosotros depende siempre o el conformarnos por la obediencia a la voluntad de
Dios significada o el sustraernos a ella por la desobediencia. Y es que Dios,
queriendo poner en nuestras manos la vida o la muerte, nos deja la elección de
obedecer a su ley o de quebrantarla hasta el día de su justicia. Por su
voluntad de beneplácito, al contrario, dispone de nosotros como Soberano; sin
consultarnos, y a las veces aun contra nuestros deseos, nos coloca en la
situación que nos ha preparado, y nos propone en ella el cumplimiento de los
deberes. Queda en nuestro poder cumplir o no estos deberes, someternos al
beneplácito o portarnos como rebeldes; mas es preciso aguantar los
acontecimientos, queramos o no, no habiendo poder en el mundo que pueda detener
su curso. Por ese camino, como gobernador y juez supremo, Dios restablece el
orden y castiga el pecado; como Padre y Salvador, nos recuerda nuestra
dependencia y trata de hacernos entrar en los senderos del deber, cuando nos
hemos emancipado y extraviado.
3º
Esto supuesto, Dios nos pide la obediencia a su voluntad significada como un
efecto de nuestra elección y de nuestra propia determinación. Para seguir un
precepto o un punto de regla, para producir los actos de las virtudes
teologales o morales, nos es preciso sin duda una gracia secreta que nos
previene y nos ayuda, gracia que nosotros podemos alcanzar siempre por medio de
la oración y de la fidelidad. Pero aun cuando la voluntad de Dios nos sea claramente
significada, puestos en trance de cumplirla, lo hacemos por nuestra propia
determinación; no necesitamos esperar un movimiento sensible de la gracia, una
moción especial del Espíritu Santo, digan lo que quieran los semiquietistas
antiguos y modernos. Por el contrario, si se trata de la voluntad del
beneplácito divino, es necesario esperar a que Dios la declare mediante los
acontecimientos: sin esa declaración no sabemos lo que El espera de nosotros;
con ella, conocemos lo que desea de nosotros, primero, la sumisión a su
voluntad, después, el cumplimiento de los deberes peculiares a tal o cual
situación que El nos ha deparado.
San
Francisco de Sales hace, a este propósito, una observación muy atinada: «Hay
cosas en que es preciso juntar la voluntad de Dios significada a la de
beneplácito» . Y cita como ejemplo el caso de enfermedad. Además de la sumisión
a la Providencia divina será preciso llenar los deberes de un buen enfermo,
como la paciencia y abnegación, y permanecer manteniéndose fiel a todas las prescripciones
de la voluntad significada, salvo las excepciones y dispensas que puede
legitimar la enfermedad. Insiste mucho el santo Doctor sobre que en esta
concurrencia de voluntades «mientras el beneplácito divino nos sea desconocido,
es necesario adherirnos lo más fuertemente posible a la voluntad de Dios que
nos es significada, cumpliendo cuidadosamente cuando a ella se refiere; mas tan
pronto como el beneplácito de su divina Majestad se manifieste, es preciso
rendirse amorosamente a su obediencia, dispuestos siempre a someternos así en
las cosas desagradables como agradables, en la muerte como en la vida, en fin,
en todo cuanto no sea manifiestamente contra la voluntad de Dios significada,
pues ésta es ante todo». Estas nociones son algo áridas, pero importa
entenderlas bien y no olvidarlas, por la mucha luz que derraman sobre las
cuestiones siguientes.
3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA
Dejamos
ya establecido que la voluntad de Dios, tomada en general, es la sola regla
suprema, y que se avanzará en perfección a medida que el alma se conforme con
ella. Bajo cualquier forma en que llegue hasta nosotros, sea como voluntad
significada o de beneplácito, es siempre la voluntad de Dios, igualmente santa
y adorable. La obra, pues, de nuestra santificación implica la fidelidad a una
y a otra. Sin embargo, dejando por el momento a un lado el beneplácito divino,
querríamos hacer resaltar la importancia y necesidad de adherirnos de todo
corazón y durante toda nuestra existencia a la voluntad significada, haciendo
de ella el fondo mismo de nuestro trabajo. Al fin de este capítulo daremos la
razón de nuestra insistencia sobre una verdad que parece evidente.
La
voluntad de Dios significada entraña, en primer lugar, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y nuestros deberes
de estado. Estos deben ser, ante todo, el objeto de nuestra continua y
vigilante fidelidad, pues son la base de la vida espiritual; quitadla y veréis
desplomarse todo el edificio. «Teme a Dios -dice el Sabio-, y guarda sus
mandamientos, porque esto es el todo del hombre». Podrá alguien figurarse que
las obras que sobrepasan el deber santifican más que las de obligación, pero
nada más falso. Santo Tomás enseña que la perfección consiste, ante todo, en el
fiel cumplimiento de la ley. Por otra parte, Dios no podría aceptar
favorablemente nuestras obras supererogatorias, ejecutadas con detrimento del
deber, es decir, sustituyendo su voluntad por la nuestra.
La
voluntad significada abraza, en segundo lugar, los consejos.
Cuando más los sigamos en conformidad con nuestra vocación y nuestra condición,
más semejantes nos harán a nuestro divino Maestro, que es ahora nuestro amigo y
el Esposo de nuestras almas y que ha de ser un día nuestro Soberano Juez. Ellos
nos harán practicar las virtudes más agradables a su divino corazón, tales como
la dulzura, y la humildad, la obediencia de espíritu y de voluntad, la castidad
virginal, la pobreza voluntaria, el perfecto desasimiento, la abnegación
llevada hasta el sacrificio y olvido de nosotros mismos; en ellos también
encontraremos el consiguiente tesoro de méritos y santidad. Observándolos con
fidelidad apartaremos los principales obstáculos al fervor de la caridad, los
peligros que amenazan su existencia; en una palabra, los consejos son el
antemural de los preceptos. Según la expresión original de José de Maistre: «Lo
que basta no basta. El que quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto lo
que no lo está; el que no hace sino lo estrictamente obligatorio, bien pronto
no lo hará completamente.»
La
voluntad significada abraza por último las inspiraciones
de la gracia. «Estas inspiraciones son rayos divinos que proyectan en las almas
luz y calor para mostrarles el bien y animarlas a practicarlo; son prendas de
la divina predilección con infinita variedad de formas; son sucesivamente y
según las circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones, remordimientos,
temores saludables, suavidades celestiales, arranques del corazón, dulces y
fuertes invitaciones al ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores
reciben con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho que las
sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso el apoyo que nos
prestan! ¡Con cuánta razón decía el Apóstol: «No extingáis el espíritu» , es
decir, no rechacéis los piadosos movimientos que la gracia imprime a vuestro
corazón!
¿Necesitaremos
añadir que la voluntad significada nos mandará, nos aconsejará, nos inspirará
durante todo el curso de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la
autoridad de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos con
derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya de proporcionar.
Guardar con fidelidad la voluntad significada es nuestro medio ordinario de
reprimir la naturaleza y cultivar las virtudes; por que la naturaleza nunca
muere, y nuestras virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años
viviéramos y todos ellos los pasáramos en una labor asidua, nunca llegaríamos a
parecernos en todo a Nuestro Señor y ser perfectos como nuestro Padre
celestial.
No
debemos omitir que para un religioso sus votos, sus Reglas y
la acción de los Superiores constituyen la principal expresión de la voluntad
significada, el deber de toda la vida y el camino de la santidad.
Nuestras
Reglas son guía absolutamente segura. La vida religiosa «es una escuela del
servicio divino», escuela incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro
Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad para cada
instante, nos explica hasta los menores detalles de su servicio. El es quien
nos asigna nuestras obras de penitencia, nuestros ejercicios de contemplación,
las mil observancias con que quiere practiquemos la religión, la humildad, la
caridad fraterna y demás virtudes; nos indica hasta las disposiciones íntimas
que harán nuestra obediencia dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto
supuesto, ¿qué necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios nos
revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones y éxtasis? Tenemos
una luz mucho más segura, «el amable y común camino de una santa sumisión a la
dirección así de las Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois
dichosas, hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con los que estamos
en el mundo. Cuando nosotros preguntamos por el camino, quién nos dice: a la
derecha; quién, a la izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En
cambio vosotras no tenéis sino dejaros conducir, permaneciendo tranquilamente
en la barca. Vais por buen derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es
Nuestro Señor; la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son los
Superiores que, casi siempre, os dicen: Caminad por la perpetua observancia de
vuestras Reglas y llegaréis felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por
las Reglas; pero es camino general y Dios nos llama mediante atractivos
particulares; que no todas somos conducidas por el mismo camino. -Tenéis razón
al explicaros así; pero también es cierto que, si este atractivo viene de Dios,
os ha de conducir a la obediencia» .
Nuestras
Reglas son el medio principal y ordinario de nuestra purificación. La
obediencia, en efecto, nos despega y purifica por las mil renuncias que impone
y más aún por la abnegación del juicio y de la voluntad propia que, según San
Alfonso, son la ruina de las virtudes, la fuente de todos los males, la única
puerta del pecado y de la imperfección, un demonio de la peor ralea, el arma
favorita del tentador contra los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un
infierno anticipado. Toda la perfección del religioso consiste, según San
Buenaventura, en la renuncia de la propia voluntad; que es de tal valor y
mérito, que se equipara al martirio; pues si el hacha del verdugo hace rodar
por tierra la cabeza de la víctima, la espada de la obediencia inmola a Dios la
voluntad que es la cabeza del alma.»
Nuestras
Reglas son mina inagotable para el cielo, y verdadera riqueza de la vida
religiosa. Contra la obediencia, en efecto, no hay sino pecado e imperfección;
sin ella, los actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está prohibido
llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce en el alma todas las
virtudes, y una vez introducidas las conserva», multiplica los actos del
espíritu, santificando todos los momentos de nuestra vida; nada deja a la
naturaleza, sino todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión
de San Bernardo, «ha hecho tan gran estima de esta virtud, que se hizo
obediente hasta la muerte, queriendo antes perder la vida que la obediencia».
Por eso todos los santos la han ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente
celo esta preciosa virtud tan amada de Nuestro Señor. El Abad Juan podía decir,
momentos antes de presentarse a Dios, que él jamás había hecho la voluntad
propia. San Dositeo, que no podía practicar las duras abstinencias del desierto,
fue con todo elevado a un muy alto grado de gloria después de solos cinco años
de perfecta obediencia. San José de Calasanz llamaba a la religiosa obediente,
piedra preciosa del Monasterio. La obediencia regular era para Santa María
Magdalena de Pazzis el camino más recto de la salvación eterna y de la
santidad. San Alfonso añade: «Es el único camino que existe en la religión para
llegar a la salvación y a la santidad, y tan único, que no hay otro que pueda
conducir a ese término... Lo que diferencia a las religiosas perfectas de las
imperfectas, es sobre todo la obediencia.» Y según San Doroteo, «cuando viereis
un solitario que se aparta de su estado y cae en faltas considerables,
persuadíos de que semejante desgracia le acontece por haberse constituido guía
de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso como seguir el
propio parecer y conducirse por propias luces» .
«La
suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no está en regalos interiores,
ni en grandes arrobamientos, ni en visiones, ni en espíritu de profecía, sino
en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa
entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad y tan
alegremente tomemos lo amargo como lo sabroso, entendiendo que lo quiere su
Majestad.» De ello ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo
que, como el demonio ve que no hay camino que más presto llegue a la suma
perfección que el de la obediencia, pone tantos disgustos y dificultades debajo
de color de bien.» La santa conoció personas sobrecargadas por la obediencia de
multitud de ocupaciones y asuntos, y, volviéndolas a ver después de muchos
años, las hallaba tan adelantadas en los caminos de Dios que quedaba
maravillada. «¡Oh dichosa obediencia y distracción por ella, que tanto pudo
alcanzar!» .
San
Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En cuanto a las almas que,
ardientemente ganosas de su adelantamiento, quisieran aventajar a todas las
demás en la virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y
observar bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar a Dios.» Era
Santa Gertrudis de complexión débil y enfermiza, por lo que su superiora la
trataba con mayor suavidad que a las demás, no permitiéndole las austeridades
regulares. «¿Qué diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa?
Someterse humildemente a su Madre, nada más; y por más que su fervor la
impulsase a desear todo cuanto las otras hacían, ninguna muestra daba, sin
embargo, de tener tales deseos. Cuando le mandaban retirarse a descansar,
hacíalo sencillamente y sin replicar; bien segura de que tan bien gozaría de la
presencia de su Esposo en la celda como si se encontrara en el coro con sus
compañeras. Jesucristo reveló a Santa Matilde que si le querían hallar en esta
vida le buscasen primero en el Augusto Sacramento del Altar, después en el
corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso doctor otros ejemplos y luego añade:
«Necesario es imitar a estos santos religiosos, aplicándonos humilde y
fervorosamente a lo que Dios pide de nosotros y conforme a nuestra vocación, y
no juzgando poder encontrar otro medio de perfección mejor que éste» .
«Y a
la verdad, siendo Dios mismo quien nos ha escogido nuestro estado de vida y los
medios de santificarnos, nada puede ser mejor ni aun bueno para nosotros, fuera
de esta elección suya. Santa fue por cierto la ocupación de Marta, dice un
ilustre Fundador; santa también la contemplación de Magdalena, no menos que la
penitencia y las lágrimas con que lavó los pies del Salvador; empero todas
estas acciones, para ser meritorias, hubieron de ejecutarse en Betania, es
decir, en la casa de la obediencia, según la etimología de esta palabra; como
si Nuestro Señor, según observa San Bernardo, hubiera querido enseñarnos con
esto que, ni el celo de las buenas obras, ni la dulzura en la contemplación de
las cosas divinas, ni las lágrimas de la penitencia le hubiesen podido ser
agradables fuera de Betania» .
La
obediencia a la voluntad de Dios significada es, por consiguiente, el medio
normal para llegar a la perfección. Y no es que queramos desestimar, ni mucho
menos, la sumisión a la voluntad de beneplácito, antes proclamamos su alta
importancia y su influencia decisiva. Pues Dios con esa su voluntad nos depara
y escoge los acontecimientos en vista de nuestras particulares necesidades,
prestando de esta manera a la acción benéfica de nuestras reglas un apoyo
siempre utilísimo y a veces un complemento necesario; apoyo y complemento tanto
más precioso cuanto nos es más personal, al contrario de las prescripciones de
nuestras reglas, que por fuerza han de ser generales. Sin embargo, no es menos
cierto que la obediencia a la voluntad significada sigue siendo, en medio de
los sucesos accidentales y variables, el medio fijo y regular, la tarea de
todos los días y de cada instante. Por ella es preciso comenzar, por ella
continuar y por ella concluir.
Hemos
juzgado conveniente recordar esta verdad capital al principio de nuestro
estudio, a fin de que los justos elogios que han de tributarse al Santo
Abandono no exciten a nadie a seguirle con celo exclusivo, como si él fuera la
vía única y completa. Forma, a no dudarlo, una parte importante del camino,
pero jamás podrá constituir la totalidad. De otra suerte, ¿para qué guardamos
la obediencia? Al descuidaría nos perjudicaríamos enormemente, sobre todo si se
atiende a que durante todo el día, desde que el religioso se levanta hasta que
se acuesta, casi no hay momento en que le deje de la mano y en que no lo dirija
con alguna prescripción de regla; además, que la voluntad de Dios sea
significada de antemano o declarada en el curso de los acontecimientos, siempre
tiene la obediencia los mismos derechos e impone los mismos deberes y no nos es
dado escoger entre ella y el abandono; ambos deben ir de acuerdo y en unión
estrechísima.
Ofrécese
la oportunidad de señalar aquí ciertas expresiones peligrosas. Decir, por
ejemplo, que Dios «nos lleva en brazos» o que nos hace adelantar «a largos
pasos» en el abandono, y al revés que nosotros damos «nuestros cortos pasos» en
la obediencia, ¿no es acaso rebajar el precio de ésta y encarecer con exceso el
valor del primero?
Si
sólo se considera su objeto, la obediencia, es cierto, nos invita por lo
regular a dar pasos cortitos; mas, pudiéndose contar éstos por cientos y por
miles al día, su misma multiplicidad y continuidad nos hacen ya adelantar
muchísimo. La constante fidelidad en las cosas pequeñas está muy lejos de ser
una virtud mediocre; antes bien, es un poderoso medio de morir a sí mismo y de
entregarse todo a Dios; es, llamémosle con su verdadero nombre, el heroísmo
oculto. Por lo demás, ¿qué impide que nuestros pasos sean siempre largos y aun
más largos? Para ello no es necesario que el objeto de la obediencia sea
difícil o elevado, basta que las intenciones sean puras y las disposiciones
santas. La Santísima Virgen ejecutaba acciones en apariencia vulgarísimas, mas
ponía en ellas toda su alma, comunicándoles así un valor incomparable. ¿No
podríamos, en la debida proporción, hacer nosotros otro tanto?
El
abandono a su vez se ejercitará más frecuentemente en cosas menudas que en
pruebas fuertes. Además, no es cierto que Dios por su voluntad de beneplácito
nos «lleve en brazos» y nos haga avanzar sin trabajo alguno de nuestra parte.
Ordinariamente al menos, pide activa cooperación y personal esfuerzo del alma,
cuyo espiritual aprovechamiento guarda relación con esa su buena voluntad. Y al
revés, ocasiones habrá en que por desgracia contrariemos la acción de Dios,
enorgulleciéndonos en 1a prosperidad, rebelándonos en la adversidad; en cuyo caso
también caminaremos a largos pasos, pero hacia atrás.
Dos
cosas dejamos, pues, asentadas: primera, que debemos respetar ambas voluntades
divinas, esto es, obedecer generosamente a la voluntad significada y
abandonarnos con confianza a la de beneplácito; y segunda, que así en la
obediencia como en el abandono Dios no quiere en general santificarnos sin
nosotros; siendo, por tanto, necesario que nuestra acción concurra con la
divina, y ello en tal forma que la buena voluntad venga a ser la indicadora de nuestro
mayor o menor progreso.
4. CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE BENEPLÁCITO
Al
reservar el nombre de obediencia para indicar el cumplimiento de la voluntad
significada, y el de la conformidad para indicar la sumisión al beneplácito
divino, hemos creído seguir el uso más generalizado; con todo, preciso es
reconocer que reina una gran divergencia sobre este punto. San Alfonso en
particular expresa frecuentemente las dos cosas bajo el nombre de conformidad.
Será, pues, necesario atender al contexto para ver en qué sentido toman los
autores estos términos.
Como todas las demás virtudes, la conformidad con la
Providencia, o la sumisión al beneplácito de Dios, abarca muchos grados de
perfección, ora se mire la acción más o menos generosa de la voluntad, ora se
considere el motivo más o menos elevado de esta adhesión.
1º
Tomando por base de esta clasificación la generosidad con que adaptamos nuestro
querer al de Dios, el P. Rodríguez reduce estos grados a tres:
«El
primero es cuando las cosas de pena que suceden, el hombre no las desea ni las
ama, antes las huye, pero quiere sufrirías antes que hacer cosa alguna de
pecado por huirías. Este es el grado más ínfimo y de precepto; de manera que
aunque un hombre sienta pena, dolor y tristeza con los males que le suceden, y
aunque gima cuando está enfermo y dé gritos con la vehemencia de los dolores, y
aunque llore por la muerte de los parientes, puede con todo eso tener esta
conformidad con la voluntad de Dios.
»El
segundo grado es cuando el hombre, aunque no desea los males que le suceden, ni
los elige, pero después de venidos los acepta de buena gana por ser aquélla la
voluntad y el beneplácito de Dios: de manera que añade este grado al primero,
tener alguna buena voluntad y algún amor a la pena por Dios, y el quererla sufrir
no solamente mientras está de precepto obligado a sufrirla, sino también
mientras el sufrirla fuera más agradable a Dios. El primer grado lleva las
cosas con paciencia; este segundo añade el llevarlas con prontitud y facilidad.
»El
tercero es cuando el siervo de Dios, por el grande amor que tiene al Señor, no
solamente sufre y acepta de buena gana las penas y trabajos que le envía, sino
los desea y se alegra mucho con ellos, por ser aquélla la voluntad de Dios».
Así es como los Apóstoles se regocijaban de haber sido juzgados dignos de
padecer ultrajes por el nombre de Jesús, y San Pablo rebosaba de gozo en medio
de sus tribulaciones.
¿Nos
será permitido observar que el amor de donde procede el segundo grado puede muy
bien ser el amor de esperanza, y que la diferencia entre este segundo grado y
el tercero tal vez estuviera declarada mejor de otro modo?
Esta clasificación es comúnmente admitida, de suerte que
aun variando los detalles, según los autores, el fondo es el mismo. La
encontramos ya en nuestro Padre San Bernardo, y hasta nos parece que nadie ha
estado tan acertado como él, ni en precisar los grados ni en señalar los
motivos. Recuerda las tres vías clásicas de los principiantes, de los
proficientes y de los perfectos, asignándoles por móviles respectivos, el
temor, la esperanza y el amor; y luego añade: «El principiante, impulsado por
el temor, sufre la cruz de Cristo con paciencia; el proficiente, impulsado por
la esperanza, la lleva con gusto; el que está consumado en la caridad la abraza
ya con amor».
2º
Atendiendo al motivo de nuestra conformidad con el beneplácito de Dios,
distinguiremos la que proviene de puro amor, y la que procede de cualquier otra
causa sobrenatural.
En
opinión de San Bernardo, a los principiantes que no poseen por lo general sino
la simple resignación, esta conformidad les viene del temor; los proficientes,
en cambio, llevan la cruz con gusto, y su conformidad es más elevada que la
anterior y tiene por causante la esperanza; los perfectos abrazan la cruz con
ardor, y esta perfecta conformidad es el fruto del amor divino.
Entiéndese
fácilmente que el temor basta para producir la simple resignación; mas para que
la sumisión crezca en generosidad, para que suba hasta el gozo menester es
suponer un desasimiento más completo, una fe más viva, una confianza en Dios
más firme. Con todo no es necesariamente hija del puro amor, ya que a tales
alturas puede muy bien elevarnos el deseo de los bienes eternos. Un alma
ansiosa del cielo tendrá por gran dicha las pequeñas pruebas y aun las grandes
tribulaciones, según se hallare de penetrada por las seductoras promesas del
Apóstol. «No son de comparar los sufrimientos de la vida presente con la futura
gloria que se ha de manifestar en nosotros. Nuestras tribulaciones tan breves y
ligeras nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria».
Hay,
en fin, la conformidad por puro amor, que es en sí la más perfecta, porque nada
hay tan elevado, delicado, generoso y perseverante como el amor sobrenatural.
Ahora bien, puesto que la caridad es para todos un mandamiento, no hay al
parecer, un solo fiel que no pueda emitir, al menos de cuando en cuando, actos
de conformidad por amor, actos que él producirá mejor y con más gusto, conforme
fuere creciendo en caridad. Y aun día vendrá cuando, viviendo principalmente
por puro amor, también por puro amor se conforme con las disposiciones de la
Providencia, por lo menos de una manera habitual. Mas también, así como el alma
adelantada puede elevarse de continuo en el amor santo, así igualmente podrá
crecer sin cesar en la conformidad que nace del amor.
Esto
supuesto, ¿qué lugar ocupa el Santo Abandono entre los mencionados grados de
espiritual conformidad? Indudablemente, el más encumbrado, y eso ya se mire a
la generosidad de la sumisión, ya al móvil de la misma.
Si se
atiende a la generosidad, el Santo Abandono sólo parece hallarse satisfecho en
el grado superior; no así el primer grado, es decir, en resignación, que no
sube tan alto, y que basta para la simple vida cristiana, pero no para la vida
perfecta, eso fuera de que no implica el total desasimiento y la total entrega
de la voluntad que es inherente al abandono; y lo mismo se diga de lo que hemos
llamado segundo grado, que con ser más generoso que el anterior aún carece del
completo desapego, sin el cual no podría el alma mostrarse indiferente a todo y
poner enteramente su voluntad en manos de la Providencia.
Si se
considera el motivo determinante, el abandono es una conformidad por amor, con
particulares matices que le dan un carácter acentuado de confianza filial y de
total donación. En una palabra, y como se verá mejor más adelante, es la cumbre
del amor y de la conformidad.
No
sólo no quisiéramos restar méritos a la simple resignación, como tampoco a la
conformidad que no nace del puro amor; al contrario, nos felicitaríamos de
hacer resaltar su valor e importancia. Pero nuestro designio es tratar
explícitamente tan sólo del Santo Abandono, y así comenzaremos a describirle de
manera clara y minuciosa según la doctrina de San Francisco de Sales;
esperando, sin embargo, que las almas menos adelantadas en la conformidad
podrán seguir con provecho el desarrollo de nuestro trabajo, y, habida la
conveniente proporción, aplicarse muchas cosas.
5. NOCIÓN DEL ABANDONO
Ante
todo, ¿por qué la palabra abandono? Monseñor Gay va a darnos la respuesta en
página luminosa harto conocida: « Hablamos de abandono -dice-, no hablamos de
obediencia... La obediencia se refiere a la virtud cardinal de la justicia, en
tanto que el abandono entronca en la virtud teologal de la caridad. Tampoco
decimos resignación; pues aunque la resignación mira naturalmente a la voluntad
divina, y no la mira sino para someterse a ella, pero sólo entrega, por decirlo
así, a Dios una voluntad vencida, una voluntad, por consiguiente, que no se ha
rendido al instante y que no cede sino sobreponiéndose a sí misma. El abandono
va mucho más lejos. El término aceptación tampoco sería adecuado; porque la
voluntad del hombre que acepta la de Dios... parece no subordinársele sino
después de haber comprobado sus derechos. De manera que no nos conduce a donde
queremos ir. La aquiescencia casi, casi, nos conduciría... pero, ¿quién no ve
que semejante acto implica todavía una ligera discusión interior, y que la
voluntad asustada primero ante el poder divino sólo se aquieta y se deja
manejar después de tal discusión y desconfianza? Hubiéramos podido emplear la
palabra conformidad, que es convenientísima y, si cabe, la consagrada para la
materia, como lo hiciera el P. Rodríguez, que con este título compuso un
excelente tratado en su libro tan recomendable: De la Perfección y Virtudes
cristianas. Sin embargo, este vocablo refleja mejor un estado que un acto;
estado que por lo demás parece presuponer una especie de ajuste asaz laborioso
y paciente. Al pronunciarla surge la idea de un modelo que un artista se
hubiese esforzado por imitar después de contemplarlo y admirarlo. Y aun cuando
la conformidad se lograra sin trabajo, siempre quedaría algo, un no pequeño
resabio de frialdad... ¿Nos hubiéramos expresado con más acierto de habernos
servido de la palabra indiferencia (palabra mágica en los ejercicios de San
Ignacio), la cual es muy usual y también muy exacta por cuanto expresa el
estado de un alma que rinde a la voluntad de Dios el perfecto homenaje de que
pretendemos hablar...? Es palabra negativa, pero el amor se sirve de ella tan
sólo como de escabel, siendo cierto que nada hay en definitiva tan real como el
amor. La palabra más indicada en nuestro caso era, por tanto, abandono».
Y en
verdad, no hay otra que así describa el movimiento amoroso y confiado con que
nos echamos en manos de la Providencia, al igual que un niño en los brazos de
su madre. Es cierto que esta expresión estuvo arrinconada largo tiempo en
atención al abuso que de ella hicieron los quietistas, pero recobró ya el
derecho de ciudadanía y hoy la emplean todos de un modo corriente; nosotros
haremos lo mismo, después de precisar su sentido.
«Abandonar
nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos -dice el piadoso Obispo de Ginebra-,
no es otra cosa que despojarnos de nuestra propia voluntad para dársela a
Dios.» En este movimiento de amor, que es el acto mismo del abandono, hay, por
consiguiente, un punto de partida y otro de término; porque es preciso que la
voluntad salga de sí misma para entregarse toda a Dios. Síguese, pues, que el
abandono contiene dos elementos que hemos de estudiar: la santa indiferencia y
la entrega completa de nuestra voluntad en manos de la Providencia; el primero
es condición necesaria, y elemento constitutivo el segundo.
Sin
la santa indiferencia el abandono resultará imposible. Nada es en sí tan amable
como la voluntad de Dios. Significada de antemano o manifestada por los
acontecimientos, a nada tiende si no es a conducirnos a la vida eterna, a
enriquecernos desde ahora con un aumento de fe, de caridad y de buenas obras.
Dios mismo es quien viene a nosotros como Padre y Salvador, con el corazón
rebosante de ternura y las manos llenas de beneficios. Mas con ser tan amable y
todo, ésta su voluntad halla en nosotros no pocos obstáculos. En efecto, la ley
divina, nuestras Reglas, las inspiraciones de la gracia, la práctica esmerada
de las virtudes, todo cuanto pertenece a la voluntad significada, nos impone
mil sacrificios diarios; eso sin contar otra porción de dificultades
imprevistas y añadidas con frecuencia por el divino beneplácito a las cruces de
antemano conocidas. La mayor dificultad, sin embargo, viene del pecado
original, que nos deja llenos de orgullo y sensualidad e infestados de la triple
concupiscencia: la humillación, la privación, el dolor, aun los más
imprescindibles, nos repugnan; el placer lícito o ilícito, la gloria y los
falsos bienes nos fascinan; el demonio, el mundo, los objetos creados, los
acontecimientos, todo conspira a despertar en nosotros estos gustos y estas
repugnancias. Son harto numerosos los motivos por los cuales corremos
frecuentes riesgos de rechazar la voluntad divina, e incluso de no verla.
¿Quién
nos abrirá los ojos del espíritu? ¿Quién desembarazará nuestra voluntad de
tantos estorbos si no es la mortificación cristiana en todas sus formas? De
ella hemos menester no pequeña dosis para asegurar la simple resignación; y el
no tenerla así es causa de que haya tantos rebeldes, quejumbrosos,
descontentos, tan pocos enteramente sumisos y por lo mismo tantísimos
desgraciados, y tan poquitas almas de verdad felices. Y, sin embargo, aún se
precisa mucho más para hacer posible el abandono, por lo menos el abandono
habitual. ¿Podrá elevarse hacia Dios la voluntad ligada a la tierra por el
cable del pecado, o por los lazos de mil aficioncillas? ¿Se pondrá en manos de
Dios, como un niño en los brazos de su madre, dispuesta a todas sus
determinaciones, aun las más mortificantes, si no ha adquirido la firmeza que
da el espíritu de sacrificio, si no ha disciplinado las pasiones, si no se ha
vuelto indiferente a todo lo que no es Dios y su voluntad santísima? La
voluntad humana debe, pues, ante todo acostumbrarse y disponerse (cosa que
generalmente no conseguirá sin paciencia y prolongado trabajo) a sentir
privaciones y soportar quebrantos, a no hacer caso del placer ni del dolor; en
una palabra, debe aprender lo que los santos llamaban perfecto desasimiento y
santa indiferencia.
Por
lo menos necesitará la indiferencia de apreciación y de voluntad. Una vez así
dispuesta y hondamente convencida de que Dios lo es todo, y que las criaturas
nada son o nada significan, ya nada querrá ver ni desear en las cosas
temporales, sino sólo a Dios, a quien ama y por quien anhela, y a su santísima
voluntad, guía único que la podrá conducir a su propio fin. ¡ Ojalá haya
adquirido también en gran cantidad la indiferencia de gusto, de suerte que el
mundo y sus pasatiempos, los bienes y honores de acá abajo, todo cuanto pueda
alejarla de Dios le inspire disgusto, todo cuanto la lleve a Dios, aunque sea
el padecimiento, le agrade, cual acontece a las almas que tienen hambre y sed
de Dios! ¡ Cuán facilitada encontraría así el alma la práctica del Santo
Abandono!
Esta
indiferencia no es insensibilidad enfermiza, ni cobarde y perezosa apatía, ni
mucho menos el orgulloso desdén estoico que decía al dolor: «Tú no eres sino
una vana palabra». Es la energía singular de una voluntad que, vivamente
esclarecida por la razón y la fe desprendida de todas las cosas, dueña por
completo de sí misma, en la plenitud de su libre albedrío, aúna todas sus
fuerzas para concentrarías en Dios, y en su santísima voluntad: merced
a
esta apreciación, ya de ninguna criatura se deja mover por atractiva o
repulsiva que se la suponga, fija siempre en conservarse pronta a cualquier
acontecimiento, lo mismo a obrar que a estar parada, esperando que la
Providencia declare su beneplácito.
Un
alma santamente indiferente se parece a una balanza en equilibrio, dispuesta a
ladearse a la parte que quiera la voluntad divina; a una materia prima
igualmente preparada para recibir cualquiera forma o a una hoja de papel en
blanco sobre la cual Dios puede escribir a su gusto. La comparan también « a un
licor que, no teniendo por si propio forma, adopta la del vaso que lo contiene.
Ponedlo en diez vasos diferentes y lo veréis tomar diez formas diferentes, y
tomarlas así que es vertido en ellos». Esta alma es flexible y tratable, como
«una bola de cera en las manos de Dios, para recibir igualmente todas las
impresiones del eterno beneplácito» o como «un niño que aún no dispone de
voluntad, para querer ni amar cosa alguna», o, en fin, «permanece en la
presencia de Dios como una bestia de carga». «Una bestia de carga jamás anda
con preferencias ni distingos en el servicio de su dueño:
ni en
cuanto al tiempo, ni en cuanto al lugar, ni en cuanto a la persona, ni en
cuanto a la carga; os prestará servicio en la ciudad y en el campo, en las
montañas y en los valles; la podéis conducir a derecha e izquierda, e irá a
donde quisiereis; a todas horas estará aparejada, por la mañana, a la tarde, de
día, de noche; con la misma facilidad se dejará guiar de un niño que de un
adulto, y tan holgada y contenta se mostrará acarreando estiércol como tisúes,
diamantes y rubíes.»
Por
lo mismo que el alma se halla así dispuesta, «toda manifestación de la voluntad
divina, cualquiera que fuere, la encuentra libre y se la apropia como terreno
que a nadie pertenece. Todo le parece igualmente bueno: ser mucho, ser poco, no
ser nada; mandar, obedecer a éste y al de más allá; ser humillada, ser tenida
en olvido; padecer necesidad o estar bien provista; disponer de mucho tiempo o
estar abrumada de trabajo; estar sola o acompañada y en aquella compañía que
uno desea; contemplar extenso camino ante sí o no ver sino lo preciso del suelo
para poner el pie; sentir consuelos o sequedades y en tales sequedades ser
tentada; disfrutar de salud o llevar una vida enfermiza, arrastrada y lánguida
por tiempo indeterminado; estar imposibilitada y convertirse en carga molesta
para la Comunidad a la que se había venido a servir; vivir largo tiempo, morir
pronto, morir ahora mismo; todo le agrada. Lo quiere todo por lo mismo que no
quiere nada, y no quiere nada por lo mismo que lo quiere todo».
La
santa indiferencia ha hecho posible la entrega completa de nosotros mismos en
las manos de Dios. Añadamos ahora que esta entrega amorosa, confiada y filial
es elemento positivo del abandono y su principio constitutivo. Para precisar
bien su significado y extensión, se han de considerar dos momentos
psicológicos, según que los hechos estén aún por suceder o hayan sucedido.
Antes
de suceder, con previsión o sin ella, esa entrega es, según la doctrina de San
Francisco de Sales, «una simple y general espera», una disposición filial para
recibir cuanto quiera Dios enviar, con la dulce tranquilidad de un niño en los
brazos de su madre. En tal estado, ¿tendremos obligación de adoptar prudentes
providencias y el derecho a querer y elegir? Es cosa que hemos de averiguar en
los capítulos siguientes. En todo caso, la actitud preferida de un alma
indiferente a las cosas de aquí abajo, plenamente desconfiada de su propio
parecer y amorosamente confiada en Dios solo, es, según la doctrina del mismo
santo Doctor, «no entretenerse en desear y querer las cosas (cuya decisión se
ha reservado Dios para sí), sino dejarle que las quiera y las haga por nosotros
conforme le agradare».
Después
de suceder los hechos y cuando ya han declarado el beneplácito divino, «esta
simple espera se convierte en consentimiento o aquiescencia». «Desde el momento
en que una cosa se le presenta así divinamente esclarecida y consagrada, el
alma se entrega con celo y con pasión se adhiere a ella; porque el amor es el
fondo de su estado y el secreto de su aparente indiferencia, siendo su vida tan
intensa precisamente porque abstraída de todo lo demás, en él se halla
reconcentrada por completo. Por donde, siempre que la voluntad divina pide algo
que a esta alma se refiera, y cuando todos la notarían de insensible y fría, la
vemos conmoverse en sus mismas entrañas. A semejanza de un niño dormido a quien
no pudiera despertar su madre sin que la tendiese sus bracitos, así sonríe ella
a todas las muestras del querer divino, que abraza con piadosa ternura. Su
docilidad es activa y su indiferencia amorosa. No es para Dios más que un si
viviente. Cada suspiro que exhala y cada paso que da es un amén ardiente que va
a juntarse con aquel otro amén del cielo con el cual concuerda.»
San
Francisco de Sales llama a este abandono «el tránsito o muerte de la voluntad»,
en el sentido de que «nuestra voluntad traspasa los límites de su vida
ordinaria para vivir toda en la voluntad divina; cosa que ocurre cuando no sabe
ni desea ya querer nada, si no es abandonarse sin reservas a la Providencia,
mezclándose y anegándose de tal suerte en el beneplácito divino que no aparezca
más por ninguna parte». Venturosa muerte, por la cual se eleva uno a superior
vida, «como se eleva todas las mañanas la claridad de las estrellas y se cambia
con la luz esplendorosa del sol, al aparecer éste trayendo el día».
Dos
grados hay, según el piadoso Doctor, en este traspaso de nuestra voluntad a la
de Dios: en el primero el alma aún presta atención a los acontecimientos, pero
bendice en ellos a la Providencia. El autor de la Imitación hácelo en estos
términos: «Señor: esté mi voluntad firme y recta contigo, y haz de mí lo que te
agradare... Si quieres que esté en tinieblas, bendito seas, y si quieres que
esté en luz, también seas bendito; si te dignares consolarme, bendito seas; y
si me quieres atribular, también seas bendito para siempre». En el segundo
grado, el alma ni siquiera presta atención a los acontecimientos; y por más que
los sienta, aparta de ellos su corazón aplicándole a «la dulzura y Bondad
divinas, que bendice no ya en sus efectos ni en los sucesos que ordena, sino en
sí misma y en su propia excelencia... lo que sin duda constituye un ejercicio
mucho más eminente».
Para
mejor dar a entender y gustar la santa indiferencia o el amoroso abandono de
nuestro querer en las manos de Dios, el piadoso Obispo de Ginebra nos propone
magníficos ejemplos y deliciosísimas comparaciones. En la imposibilidad de
citarlos aquí, rogamos a nuestros lectores que consulten el texto mismo. Propone
como modelos a Santa María Magdalena, a la suegra de San Pedro, a Margarita de
Provenza, esposa de San Luis. ¿Quién no conoce los apólogos tan ingeniosos y
tan suaves de la estatua en su nicho, del músico que se queda sordo y de la
hija del cirujano? Se leerán y releerán veinte veces con tanto gusto como
edificación. El piadoso autor muestra marcada preferencia por determinados
símiles y comparaciones; y así dice: un criado en seguimiento de su señor no se
dirige a ninguna parte por propia voluntad, sino por la de su amo; un viajero,
embarcado en la nave de la divina Providencia, se deja mover según el
movimiento del barco, y no debe tener otro querer sino el de dejarse llevar por
el querer de Dios; el niño que aún no dispone de su voluntad, deja a su madre
el cuidado de ir, hacer y querer lo que creyere mejor para él. Ved sobre todo
al dulcísimo Niño Jesús en los brazos de la Santísima Virgen, cómo su buena
Madre anda por El y quiere por El; Jesús la deja el cuidado de querer y andar
por El, sin inquirir adonde va, ni si camina de prisa o despacio; bástale
permanecer en los brazos de su dulcísima Madre.
Una
vez descrito el abandono en sus líneas más generales, vamos a ver ahora en
sendos capítulos cómo no excluye ni la prudencia ni la oración, ni los deseos,
ni los esfuerzos personales ni el sentimiento de las penas.
6. ABANDONO Y PRUDENCIA
Por
perfectas que sean nuestra confianza en Dios y nuestra total entrega en manos
de la Providencia para cuanto sea de su agrado, jamás quedaremos dispensados de
seguir las reglas de la prudencia. La práctica de esta virtud, natural y
sobrenatural, pertenece a la voluntad significada: es ley estable y de todos
los días. Dios quiere ayudarnos, pero a condición de que hagamos lo que de
nosotros depende: «A Dios rogando y con el mazo dando», dice el refrán, obrar
de otra manera es tentar a Dios y perturbar el orden por El establecido. A
todos predica Nuestro Señor la confianza, pero a nadie autoriza la imprevisión
y la pereza. No exige que los lirios hilen, ni que las aves cosechen; mas a los
hombres nos ha dotado de inteligencia, previsión y libertad, y de ellas quiere
que nos valgamos. Abandonarse a Dios sin reserva y sin poner cuanto estuviere
de nuestra parte sería descuido y negligencia culpables. Mejor calificación merece
la piedad de David, el cual, aunque espera resignado cuanto Dios tuviere a bien
disponer respecto de su reino y de su persona durante el levantamiento de
Absalón, no por eso deja de dar inmediatamente a las tropas y a sus consejeros
y principales confidentes las órdenes necesarias para procurarse un lugar
retirado y seguro, y para restablecer su posición política. «Dios lo
quiere...», así hablaba Bossuet a los quietistas de su tiempo, que so pretexto
de dejar obrar a Dios, echaban a un lado la previsión y solicitud moderadas. Y
añade: «Ved ahí en qué consiste, según la doctrina apostólica, el abandono del
cristiano, el cual bien a las claras se ve que presupone dos fundamentos:
primero, creer que Dios cuida de nosotros; y segundo, convencerse de que no son
menos necesarias la acción y la previsión personales; lo demás seria tentar a
Dios».
Porque
si hay sucesos que escapan a nuestra previsión y que dependen únicamente del
beneplácito divino, como lo son respecto a nosotros las calamidades públicas o
los casos de fuerza mayor, hay otros en que la prudencia tiene que desempeñar
un papel importante, ya para prevenir eventualidades molestas, ya para atenuar
sus consecuencias, ya también para sacar siempre de ellos nuestro provecho
espiritual. Citemos sólo algunos ejemplos. Con absoluta confianza debemos creer
que Dios no ha de permitir seamos tentados por encima de nuestras fuerzas, fiel
como es a sus promesas; mas esto a condición de que «quien piensa que está
firme, mire no caiga», y de que cada uno «vele y ore para no caer en la
tentación». En las consolaciones y sequedades, en las luces y oscuridades, en
la calma y tempestad, en medio de estas u otras vicisitudes que agitan la vida
espiritual, habremos de comenzar por suprimir, si de ello hubiere necesidad, la
negligencia, la disipación, los apegos, cuantas causas voluntarias se opongan a
la gracia; procurando al mismo tiempo permanecer constantes en nuestro deber en
contra de tantas variaciones. Sólo así tendremos derecho de abandonarnos con
amor y confianza al beneplácito divino.
Lo
propio deberán hacer las personas que desempeñen cargos cuando pasen por
alternativas de acierto y de fracaso; las cuales, ora se les ponga el cielo
claro y sereno, ora encapotado, siempre tendrán el deber y habrán de sentir la
necesidad de confiarse a la divina Providencia; empero «no conviene que el
superior, so pretexto de vivir abandonado a Dios y de reposar en su seno,
descuide las enseñanzas propias de su cargo», y deje de cumplir sus
obligaciones. Y lo mismo en lo concerniente a lo temporal; sea cual fuere el
abandono en Dios, es de necesidad que uno siembre y coseche y que otro
confeccione los vestidos, que éste prepare la comida y así en todo lo demás.
Otro tanto ha de decirse en cuanto a la salud y la enfermedad. Nadie tiene
derecho a comprometer su vida por culpables imprudencias, debiendo cada cual
tener un cuidado razonable de su salud; y si es del agrado de Dios que uno
caiga enfermo, «quiere El por voluntad declarada que se empleen los remedios
convenientes para la curación; un seglar llamará al médico y adoptará los
remedios comunes y ordinarios; un religioso hablará con los superiores y se
atendrá a lo que éstos dispusieren». Así han obrado siempre los santos, y si a
veces los vemos abandonar las vías de la prudencia ordinaria, hacíanlo para
conducirse por principios de una prudencia superior.
El
abandono no dispensa, pues, de la prudencia, pero destierra la inquietud.
Nuestro Señor condena con insistencia la solicitud exagerada, en lo que se
refiere al alimento, a la bebida, al vestido, porque, ¿cómo podrá el Padre
celestial desamparar a sus hijos de la tierra, cuando proporciona la ración
ordinaria a las avecillas del cielo que no siembran, ni siegan, ni tienen
graneros, y cuando a los lirios del campo, que no tejen ni hilan, los viste con
galas que envidiaría el rey Salomón? San Pedro nos invita también a depositar
en Dios todos nuestros cuidados, todas nuestras preocupaciones porque el Señor
vela por nosotros. Habíalo ya dicho el Salmista: «Arroja en el seno de Dios
todas tus necesidades y El te sostendrá: no dejará al justo en agitación
perpetua».
En
parecidos términos se expresa San Francisco de Sales hablando de la prudencia
unida al abandono; quiere el santo que ante todo cumplamos la voluntad
significada; que guardemos nuestros votos, nuestras Reglas, la obediencia a los
superiores, pues no hay camino más seguro para nosotros; que asimismo hagamos
la voluntad de Dios declarada en la enfermedad, en las consolaciones, en las
sequedades y en otros sucesos semejantes; en una palabra, que pongamos todo el
cuidado que Dios quiere en nuestra perfección. Hecho esto, el santo pide que
«desechemos todo cuidado superfluo e inquieto que de ordinario tenemos acerca
de nosotros mismos y de nuestra perfección aplicándonos sencillamente a nuestra
labor y abandonándonos sin reserva en manos de la divina Bondad, por lo que
mira a las cosas temporales, pero sobre todo en lo que se refiere a nuestra
vida espiritual y a nuestra perfección». Porque «estas inquietudes provienen de
deseos que el amor propio nos sugiere y del cariño que en nosotros y para
nosotros nos tenemos».
Esta
unión moderada de la prudencia con el abandono es doctrina constante en el
Santo Doctor. Cierto que en alguna parte al alma de veras confiada la invita a
«embarcarse en el mar de la divina Providencia sin provisiones, ni remos, ni
virador, sin velas, sin ninguna suerte de provisiones… no cuidándose de cosa
alguna, ni aun del propio cuerpo o de la propia alma.., pues Nuestro Señor
mirará suficientemente por quien se entregó del todo en sus manos». Mas el
piadoso Doctor estaba hablando de la huida a Egipto, es decir, de uno de esos
trances en que siendo imposible al hombre prever ni proveerse, no le queda más
remedio que entregarse y confiarse de todo en todo a la divina Providencia.
7. LOS DESEOS Y PETICIONES EN EL ABANDONO
No
hablamos aquí de los gustos y repugnancias comoquiera, sino de los deseos
voluntariamente formados y adrede proseguidos, de esos deseos que se convierten
en resoluciones, en peticiones y esfuerzos. ¿Son compatibles o no con el Santo
Abandono?
Que
lo sean con la simple resignación, nadie lo duda, «pues aunque la resignación
-dice San Francisco de Sales- prefiere la voluntad de Dios a todas las cosas,
mas no por eso deja de amar otras muchas además de la voluntad de Dios»; y
aduciendo el ejemplo de un moribundo, añade: «Preferiría vivir en lugar de
morir, pero en vista de que el beneplácito de Dios es que muera..., acepta de
buena gana la muerte por más que continuaría viviendo aún con mayor gusto.»
¿Sucede lo propio con la perfecta indiferencia y el santo abandono? ¿Es ir
contra la perfección del abandono desear y pedir que tal o cual acontecimiento
feliz se realice y perdure, que tal prueba espiritual o temporal no se presente
o acabe?
En
general, y salvo posibles excepciones, se pueden formar deseos y peticiones de
este género, pero no hay obligación.
Hay
derecho de hacerlo. Pues Molinos fue condenado por haber sostenido la
proposición siguiente: «No conviene que quien se ha resignado a la voluntad de
Dios le haga ninguna súplica; porque, siendo ésta un acto de voluntad y
elección propias, y pretendiéndose con ellas que la voluntad divina se amolde a
la nuestra, vendría a resultar una verdadera imperfección. Las palabras
evangélicas "pedid y recibiréis no las dijo Jesucristo para las almas
interiores que no quieren poseer voluntad propia. Es más, estas almas llegan a
no poder dirigir a Dios una petición.»
«No
temáis, pues -dice el Padre Baltasar Álvarez-, desear y pedir la salud, si
estáis decididos a emplearla puramente en servicio de Dios: tal deseo, en vez
de ofenderle, le agradará. En apoyo de mi aserto puedo citar su propio
testimonio: Mi amor a las almas es tan grande, decía El a Santa Gertrudis, que
me fuerza a secundar los deseos de los justos, siempre que estén inspirados en
un celo puro y humanamente desinteresado. ¿Hay enfermos que desean de veras la
salud para servirme mejor?, que me la pidan con toda confianza. Más aún: si la
desean para merecer mayor galardón, me dejaré doblegar, pues les amo hasta el
extremo de asemejar sus intereses a los míos.»
En
idéntico sentido se expresa San Alfonso: «Cuando las enfermedades nos aflijan
con toda su agudeza, no será falta darlas a conocer a nuestros amigos, ni aun
pedir al Señor que nos libre de ellas. No hablo sino de los grandes
padecimientos.» La misma doctrina enseña a propósito de las arideces y de las
tentaciones, apoyándola en dos ejemplos entre todos memorables; el primero es
el del Apóstol, el cual, abofeteado por Satanás, no creía faltar al perfecto
abandono, rogando por tres veces al Señor que apartase de él el espíritu
impuro; mas en habiéndole Dios respondido «Bástate mi gracia», San Pablo acepta
humildemente la necesidad de combatir, y yendo más lejos, se complace en su
debilidad, porque en la aflicción es cuando se siente fuerte, merced a la
virtud de Cristo.
El
segundo ejemplo es aún más augusto, y ofrece una prueba sin réplica. El mismo
Jesucristo en el momento de su Pasión, descubrió a sus apóstoles la extrema
aflicción de su alma, y rogó hasta tres veces a su Padre le librase de ella.
Mas este divino Salvador nos enseñó al propio tiempo con su ejemplo lo que
hemos de hacer después de semejantes peticiones: resignarnos inmediatamente a
la voluntad de Dios, añadiendo con El: «Pero no se haga lo que yo quiero, sino
lo que Vos queréis.»
Inútil
es añadir nada para dar a entender lo que no es permitido en parecidas
circunstancias. San Francisco de Sales señala, sin embargo, una excepción: «Si
el beneplácito divino nos fuera declarado antes de su realización como lo fue a
San Pedro el género de su muerte, a San Pablo las cadenas y la cárcel, a
Jeremías la destrucción de su amada Jerusalén, a David la muerte de su hijo; en
tal caso deberíamos unir al instante nuestra voluntad a la de Dios.» Esto en la
suposición de que el beneplácito divino aparezca absoluto e irrevocable; de no
ser así, conservamos el derecho de formular deseos y peticiones.
Pero,
por lo general, no estamos obligados a ello, pues los sucesos de que se trata
dependen del beneplácito de Dios, a quien toca decidir, no a nosotros. Y una
vez que se haya hecho cuanto la prudencia exige, ¿por qué no nos será permitido
decir a nuestro Padre celestial: «Vos sabéis cuánto ansío crecer en virtud y
amaros cada vez más? ¿Qué me conviene para conseguirlo? ¿La salud o la
enfermedad, las consolaciones o la aridez, la paz o la guerra, los empleos o la
total carencia de ellos? Yo no lo sé, pero Vos lo sabéis perfectamente. Ya que
permitís que exponga mis deseos, yo prefiero confiarme a Vos, que sois la misma
Sabiduría y Bondad; haced de mí lo que os plazca. Otorgadme tan sólo la gracia
de someterme con entera voluntad a cuanto decidiereis.» Parécenos que ningún
deseo, ninguna petición puede testimoniar mayor confianza en Dios que esta
actitud, ni mostrar más abnegación, obediencia y generosidad de nuestra parte.
Tal
es el sentir de San Alfonso. Establece el santo tres grados en la buena
intención: «1º Puédese proponer la consecución de bienes temporales, por
ejemplo, mandando celebrar una misa o ayunando para que cese tal enfermedad,
tal calumnia, tal contrariedad temporal. Esta intención es buena, supuesta la
resignación, pero es la menos perfecta de las tres, porque su objeto no se
levanta de lo terreno. 2º Puédese proponer la satisfacción a la justicia divina
o conseguir bienes espirituales: como virtudes, méritos, aumento de gloria en
el cielo. Esta segunda intención vale más que la primera. 3º Puédese no desear
sino el beneplácito de Dios, el cumplimiento de la divina voluntad. He aquí la
más perfecta de las tres intenciones y la más meritoria.» «Cuando estamos
enfermos, dice en otra parte, lo mejor es no pedir enfermedad ni salud, sino
abandonarnos a la voluntad de Dios, para que El disponga de nosotros como le
plazca.» San Francisco de Sales es aún más claro y explícito. Nos enseña a
inclinarnos siempre hacia donde más se distinga la voluntad de Dios y a no
tener más deseos que éste. «Aunque el Salvador de nuestras almas y el glorioso
San Juan, su Precursor, gozasen de propia voluntad para querer y no querer las
cosas, sin embargo, en lo exterior dejaron a sus madres al cuidado de querer
hacer por ellos lo que era de necesidad.» Nos exhorta a «hacernos plegables y
manejables al beneplácito divino como si fuéramos de cera, no entreteniéndonos en
querer y en desear las cosas; antes dejando que Dios las quiera y haga como le
agradare». Propone después por modelo a la hija de un cirujano que decía a su
amiga: «Estoy padeciendo muchísimo y, sin embargo, ningún remedio se me ocurre,
pues no sé cuál sea el más acertado, y pudiera suceder que deseando una cosa me
fuera necesaria otra. ¿No será mejor descargar todo este cuidado en mi padre
que sabe, puede y quiere por mi cuanto requiere la cura? Esperaré a que él
quiera lo que juzgare conveniente y no me aplicaré sino a mirarle, a darle a
conocer mi amor filial e ilimitada confianza. ¿No testimonió esta hija un amor
más firme hacia su padre que si hubiera andado pidiéndole remedios para su
dolencia o que se hubiera entretenido en mirar cómo le abría las venas y corría
la sangre?»
¿Quién
no conoce la célebre máxima: «Nada desear, nada pedir, nada rehusar»? San
Francisco de Sales, cuya es la fórmula, declara expresamente que ella no se
refiere a la práctica de las virtudes; y personalmente la aplica con especial
insistencia a los cargos y empleos de la Comunidad, sin dejar de proponerla
también para el tiempo de enfermedad, de consolación, de aflicción, de
contrariedad, en una palabra, para todas las cosas de la tierra y todas las
disposiciones de la Providencia, «sea por lo que mira al exterior, sea por lo
que respecta al interior. Siente un extremado deseo de grabarla en las almas,
por considerarla de excepcional importancia».
Preguntaron
al Santo Doctor si no podía uno desear los «empleos humildes» movidos por la
generosidad. «No, respondió el Santo; por causa de humildad.» «Hijas mías, este
deseo no implica nada de malo, sin embargo, es muy sospechoso y pudiera ser un
pensamiento puramente humano. En efecto, ¿qué sabéis vosotras si habiendo
anhelado estos empleos bajos, tendréis el valor de aceptar las humillaciones,
las abyecciones y las amarguras con que habéis de topar en ellos y si lo
tendréis siempre? Hay que considerar, por tanto, el deseo de cualquier género
de cargos, bajos u honrosos, como una verdadera tentación; y lo mejor será no
desear nunca nada, sino vivir siempre dispuesto a hacer cuanto de nosotros
exigiere la obediencia.»
En
resumen, para cuanto se refiere al beneplácito de Dios, en tanto su voluntad no
parezca absoluta e irrevocable, podemos formular deseos y peticiones, por más
que a ello no estemos obligados, y aún es más perfecto entregarse en todo esto
a la Providencia. Existen, sin embargo, casos en que sería obligatorio
solicitar el fin de una prueba, por ejemplo, si para ello se recibe la orden
del superior. Si viera uno que desmaya por falta de fuerzas y de ánimos,
bastaríale orar en esta forma: Dios mío, dignaos de aliviar la carga o aumentar
mis fuerzas; alejad la tentación o concededme la gracia de vencerla.
En
cuanto al tenor de estas oraciones, se pedirán de un modo absoluto los bienes
espirituales absolutamente necesarios; los que no constituyen sino un medio de
tantos hanse de pedir a condición de que tal sea el divino beneplácito,
haciendo con mayor razón la misma salvedad con respecto a los bienes
temporales. Lo que es preciso desear sobre todo es santificar la prosperidad y
la adversidad, «buscando el reino de Dios y su justicia: lo restante nos será
dado por añadidura». A los que invierten este orden y buscan principalmente el
fin de las pruebas, el Padre de la Colombière dirige el siguiente párrafo
eminentemente sobrenatural: «Mucho me temo que estéis orando y haciendo orar en
vano. Lo mejor hubiera sido mandar decir esas misas y hacer voto de estos
ayunos en orden a alcanzar de Dios una radical enmienda, la paciencia, el
desprecio del mundo, el desasimiento de las criaturas. Cumplido esto, hubierais
podido hacer peticiones para la recuperación de vuestra salud y prosperidad de
vuestros negocios; Dios las hubiera oído con gusto o más bien las hubiera
prevenido, bastándole conocer vuestros deseos para satisfacerlos».
Esta
doctrina es conforme a la práctica de las almas santas, pues si a veces piden
el fin de una prueba, más frecuentemente es verlas inclinadas hacia el deseo
del padecimiento al cual se ofrecen cuando sólo escuchan la voz de su
generosidad; mas cuando la humildad les habla con mayor elocuencia que el
espíritu de sacrificio, entonces ya no piden nada y se remiten a los cuidados
de la Providencia. Finalmente, lo que domina y prevalece en estas almas es el
amor de Dios junto con la obediencia y el abandono a todas sus determinaciones.
Así
vemos que Santa Teresa del Niño Jesús, después de haber estado llamando largo
tiempo al dolor y a la muerte como mensajeros de gozo, llega un día en que, a
pesar de apreciarlos, ya no los desea; porque sólo necesita amor, y únicamente
se aficiona a «la vida de la infancia espiritual, al camino de la confianza y
del total abandono. Mi Esposo, dice, me concede a cada instante lo que puedo
soportar, nada más; y si al poco rato aumenta mi padecer, también acrecienta
mis fuerzas. Sin embargo, jamás pediría yo sufrimientos mayores; que soy harto
pequeñita. No deseo más vivir que morir; de manera que si el Señor me diese a
escoger, nada escogería; sólo quiero lo que El quiere; sólo me gusta lo que El
hace».
Otra
alma generosa «tampoco pedía a Dios la librara de sus penas; pedíale, sí, la
gracia de no ofenderle, de crecer en su amor, de llegar a ser más pura. Dios
mío, ¿queréis que yo sufra? Sea enhorabuena, yo quiero sufrir. ¿Queréis que
sufra mucho?, quiero sufrir mucho. ¿Queréis que sufra sin consuelo?, pues
quiero sufrir sin consuelo. Todas las cruces de vuestra elección lo serán de la
mía. Empero, si yo os he de ofender, os lo suplico, sacadme de este estado; si
yo os he de glorificar, dejadme sufrir todo el tiempo que os plaza».
Gemma
Galgani tenía una sed asombrosa de inmolación. Y a pesar de todo, aunque en
medio de un diluvio de males y persecuciones, se portó con tanto heroísmo,
implora una pequeña tregua, quejándose amorosamente en medio de sus penas
interiores: «Decidme, Madre mía, adónde se ha ido Jesús; Dios mío, no tengo
sino a Vos y Vos os escondéis.» Pero llega a decir con un perfecto abandono:
«Si os agrada martirizarme con la privación de vuestra amable presencia, me es
igual siempre que os tenga contento.»
8. LOS ESFUERZOS EN EL ABANDONO
Fuera
craso error práctico considerar el abandono como una virtud puramente pasiva y
creer que el alma no ha de hacer otra cosa que echarse a dormir en los brazos
divinos que la llevan. Sería olvidar este principio de León XIII, «no existe ni
puede existir virtud puramente pasiva». Además de que implicaría un falso
concepto del divino beneplácito.
Como
toma una madre a su pequeñito y después de colocarlo donde quiere, éste se ve
puesto allí sin haber hecho de su parte más que dejarse manejar; así pudiera
seguramente haberse Dios con nosotros; podría levantarnos al grado de virtud
que le agradase, enmendar súbitamente un vicio obstinado y rebelde, preservarnos
para siempre de ciertas tentaciones, etc.; y a las veces lo hace; pues al fin
esas elevaciones súbitas y esas transformaciones repentinas no son cosas que
excedan su poder. Sin embargo, continuarán siendo la excepción, por cuanto
desordenarían sus sabios planes si fueran demasiado frecuentes. Bien está que a
un niño haya que traerle en brazos, porque no puede andar; empero Dios nos ha
dotado del libre albedrío y no quiere santificarnos sin nosotros. Por lo que de
tal suerte templará su acción que nuestros progresos sean justamente obra de su
gracia y de nuestra libre cooperación. Según esto, en los sucesos que declaran
el divino beneplácito, la intervención de Dios se limitará de ordinario a
tomarnos de su mano soberana y a colocarnos en la situación que El mismo nos
haya deparado, sin consultar para nada nuestras pretensiones y gustos y aun
contrariándolos no pocas veces; nos pondrá en la salud o en la enfermedad, en
consuelos o en penas interiores, en la paz o en el combate, en la calma o en la
agitación, etc. Veces habrá en que para dicha o desdicha nuestra nosotros
mismos nos hemos ido preparando estos estados, y muchísimas otras ninguna parte
tendremos en ello; mas como quiera que fuere, lo cierto es que Dios es quien
dispone de nosotros y que por lo mismo, una vez puestos en tales situaciones,
habrá que cumplir con nuestro deber contando con la gracia de Dios; deber, por
cierto, bien complejo.
Para
hacer posible el abandono, ha debido el alma establecerse con antelación en la
santa indiferencia; le queda persistir en ella mediante la práctica ardua de la
mortificación cristiana, que es trabajo de toda la vida.
Antes
de los sucesos el alma se pone en manos de Dios por una simple y general
expectación, sin que excluya la prudencia; por esta causa, ¡cuánto hay que
hacer, por ejemplo, en la dirección de una casa; en el desempeño de un cargo
para evitar sorpresas y desengaños; en el gobierno de nuestra alma para
prevenir las faltas, la tentación, las arideces! Todas estas providencias
pertenecen a la voluntad de Dios significada y no se deben omitir so pretexto
de abandono, pues no podemos dejar a Dios el cuidado de hacer lo que nos ha
ordenado cumplir por nosotros mismos.
Durante
los sucesos es necesario ante todo someterse. En el Santo Abandono llámase esta
adhesión confiada y filial y amorosa al beneplácito de Dios. Quizá haya que
luchar un tanto para elevarse a esta altura y mantenerse en ella; mas, aun
cuando la sumisión fuese tan pronta y fácil como plena y afectuosa, y por
sencillamente que nuestra voluntad se someta a la de Dios, siempre hay en esto
un acto o disposición voluntaria. En el Santo Abandono la caridad es la que
está en ejercicio y la que pone en juego otras virtudes. Y así dice Bossuet:
«Es una mezcla y un compuesto de actos de fe perfectísima, de esperanza entera
y confiada, de amor purísimo y fidelísimo». Si aun después de someterse a la
decisión final, se juzga oportuno pedir a Dios desde el principio que aleje
este cáliz, como hay derecho a hacerlo, esto constituye de la misma manera un
acto o una serie de actos.
Después
de los sucesos se pueden temer consecuencias desagradables para los demás o
para nosotros mismos en lo temporal o en lo espiritual, como sucede en las
calamidades públicas, en la persecución, en la ruina de la fortuna, en las
calumnias, etc. Si está en nuestra mano apartar estas eventualidades o
atenuarías, haremos lo que de nosotros dependa, sin aguardar una acción directa
de la Providencia, porque Dios habitualmente se reserva obrar por estas causas
segundas, y puede ser que precisamente cuente con nosotros en esta
circunstancia, lo que con frecuencia nos impondrá deberes que cumplir.
Después
de los sucesos, por ser manifestaciones del beneplácito divino, hay que hacer
brotar también de ellos los frutos que Dios mismo espera para su gloria y para
bien nuestro: si acontecimientos felices, el agradecimiento, la confianza, el
amor; si desgraciados, la penitencia, la paciencia, la abnegación, la humildad,
etc.; cualquiera que sea el resultado, un acrecentamiento en la vida de la
gracia, y por consiguiente un aumento de la gloria eterna.
La
voluntad de Dios significada no pierde por esto sus derechos, y salvo las
excepciones y legítimas dispensas, es necesario continuar guardándola; los
deberes que ella nos impone forman la trama de nuestra vida espiritual, el
fondo sobre el que el santo abandono viene a aplicar la riqueza y variedad de
sus bordados. Además esta amorosa y filial conformidad no impide la iniciativa
para la práctica de las virtudes: las Reglas y la Providencia le ofrecen de
suyo cada día mil ocasiones; y, ¿quién nos impide provocar otras muchas, sobre
todo en nuestro trato íntimo con Dios? A la verdad que no somos sobradamente
ricos para desdeñar este medio de subir de virtud en virtud: el salario de nuestra
tarea ordinaria, por opulento que se le suponga, no debe hacernos despreciar el
magnífico acrecentamiento de beneficios que puede merecernos dicha actitud.
Henos
así bien lejos de una pura pasividad, en que Dios lo haría todo y el alma se
limitaría a recibir. En otra parte diremos que esta pasividad se encuentra en
diverso grado en las vías místicas, en cuyo caso es preciso secundar la acción
divina y guardarse de ir en contra. Pero aun en estos caminos místicos la mera
pasividad es excepción muy rara. Por poco que se haya entendido la economía del
plan divino y por poca experiencia que se tenga de las almas, se ha de convenir
en que el abandono no es una espera ociosa, ni un olvido de la prudencia, ni
una perezosa inercia. El alma conserva en él plena actividad para cuanto se
refiere a la voluntad de Dios significada; y en cuanto a los acontecimientos
que dependen del divino beneplácito, prevé todo cuanto puede prever, hace
cuanto de ella depende. Mas, en los cuidados que ella toma, confórmase con la
voluntad de Dios, se adapta a los movimientos de la gracia, obra bajo la
dependencia y sumisión a la Providencia. Siendo Dios dueño de conceder el éxito
o de rehusarlo, el alma acepta previa y amorosamente cuanto El decida, y por lo
mismo se mantiene gozosa y tranquila antes y después del suceso. Fuera, pues,
la indolente pasividad de los quietistas, que desdeña los esfuerzos metódicos,
aminora el espíritu de iniciativa y debilita la santa energía del alma.
Los
quietistas pretenden apoyarse en San Francisco de Sales, pero falsamente.
Preciso fuera para eso, entrecortar acá y allá en los escritos del piadoso
Doctor palabras y frases, aislarlas del contexto y alterar su sentido.
No
podemos citarlo íntegramente. Nos compara a la Santísima Virgen, dirigiéndose
al templo unas veces en los brazos de sus padres, otras andando por sus propios
pies: «Así -dice-, la divina bondad quiere conducirnos por nuestro camino, pero
quiere que también nosotros demos nuestros pasos, es decir, que hagamos de
nuestra parte lo que podamos con su gracia». Como rompe a andar un niño cuando
su madre le pone en el suelo para que camine, y se deja llevar cuando lo quiere
traer en sus brazos, «no de otra manera el alma que ama el divino beneplácito
se deja llevar y, sin embargo, camina haciendo con mucho cuidado cuanto se
refiere a la voluntad de Dios significada». Este hombre tan lleno del santo
abandono escribía a Santa Juana de Chantal, que no lo estaba menos: «Nuestra
Señora no ama sino los lugares ahondados por la humildad, ennoblecidos por la
simplicidad, dilatados por la caridad; estáse muy a gusto al pie del pesebre y
de la cruz... Caminemos por estos hondos valles de las humildes y pequeñas
virtudes; allí veremos la caridad que brilla entre los afectos, entre los
lirios de la pureza y entre las violetas de la mortificación. De mí sé decir
que amo sobre manera estas tres virtudes: la dulzura de corazón, la pobreza del
espíritu, la sencillez de la vida... No estamos en este mundo sino para recibir
y llevar al dulce Jesús, en la lengua, anunciándolo al mundo; en los brazos,
practicando buenas obras; sobre las espaldas, soportando su yugo, sus
sequedades, sus esterilidades.» ¿Es éste el lenguaje de una indolente
pasividad? ¿No es más bien la plena actividad espiritual?
«Yo
-decía Santa Teresa del Niño Jesús- desearía un ascensor que me elevase hasta
Jesús; pues soy muy pequeñita para trepar por la ruda escalera de la
perfección. El ascensor que ha de levantarme hasta el cielo son vuestros
brazos, ¡oh Jesús! »
Mas
no se apresuren los quietistas a celebrar su triunfo. Expresión es ésta de
amor, de confianza y sobre todo de humildad, pues la santa no se propone en
manera alguna permanecer en una indolente pasividad, hasta que el Señor venga a
tomarla y conducirla en sus brazos; antes bien, trabaja con una grande
actividad. «Por eso -añade- no tengo yo necesidad de crecer, es necesario que
permanezca y me haga cada vez más pequeña.» Y de hecho ella se labrará con la
gracia una humildad que se desconoce en medio de los dones, una obediencia de
niño, un abandono maravilloso en medio de las pruebas, la caridad de un ángel
de paz y como remate de todo, un amor incomparable para Dios, pero un amor «que
sabe sacar partido de todo», un amor que, creyendo por su humildad no poder
hacer nada grande, no quiere «dejar escapar ningún sacrificio, ninguna mirada,
ninguna palabra, y quiere aprovecharse de las menores acciones y hacerlas por
amor padecer por amor y hasta alegrarse por amor».
¿Habrá
necesidad de añadir que todas las almas verdaderamente santas, en vez de
esperar que Dios las lleve y cargue con ellas y con su tarea, se dan mil mañas
para aumentar su actividad espiritual y sacar de todos los acontecimientos su
propia ganancia? Ejemplo palpable y evidente de esto lo tenemos en la vida de
Sor Isabel de la Trinidad.
9. LA SENSACIÓN DEL SUFRIMIENTO EN EL ABANDONO
La
sensación de las penas y sufrimientos es cosa que, más o menos, forzosamente ha
de existir en la simple resignación y aun en el perfecto abandono. En efecto,
nuestras facultades orgánicas no pueden dejar de ser impresionadas del mal
sensible, como tampoco se quedarán nuestras facultades superiores sin su parte
de fatiga, que de gana o por fuerza habrán de padecer y sentir. Porque es
cierto que estamos en un estado de decadencia donde coexisten el atractivo del
fruto prohibido y la aversión al deber penoso, y como consecuencia, la tirantez
y el dolor de la lucha. Supongamos que nos exige Dios el sacrificio de un gusto
o el padecimiento de una tribulación por amor suyo; en seguida se verá que, no
obstante la adhesión total y resuelta de nuestra voluntad al querer divino, es
muy posible que la parte inferior sienta las amarguras del sacrificio. Lo cual
ha de ocurrir a cada paso; pues Dios, ocupado por completo en purificarnos, en
despegarnos y enriquecernos quiere en especial curar nuestro orgullo por las
humillaciones y nuestra sensualidad por las privaciones y el dolor; y, pues el
mal es tenaz, el remedio habrá de aplicársenos por mucho tiempo y a menudo.
Es
cierto que podremos contar con la unción de la gracia y con la virtud
adquirida, las cuales suavizarán y reforzarán, respectivamente, el dolor y la
voluntad, como con razón lo proclama San Agustín cuando dice que «donde reina
el amor no hay dolor, y que de haberlo, se ama». Cabe, pues, que subsista al
trabajo en la sensibilidad: a pesar de las más altas disposiciones de la
voluntad. Empero, no hay regla fija, y tan pronto nos embriagará la abundancia
de los consuelos y nos transportará la fuerza del amor y se perderá entre las
alegrías la sensibilidad del dolor, como se velará y empañará el gozo, y se
desvanecerá la paz al retirarse a la parte superior del alma la generosidad,
indicio del verdadero amor: con lo que el desasosiego, el tedio, el hastío
invadirán el alma y la reducirán a mortal tristeza. A veces también, después de
sobrellevar las más rudas pruebas con serenidad admirable, túrbase uno de
buenas a primeras por un quítame allá esas pajas. ¿Cómo así? Era que estaba la
copa rebosante y una sola gotita bastó para hacerla desbordar, o bien que Dios,
deseoso de conservarnos humildes cuando hemos conseguido importantes victorias,
hace que conozcamos luego nuestra flaqueza en una simple escaramuza. Como
quiera que sea, el acatamiento filial es fruto de la virtud, no de la
insensibilidad; toda vez que el paraíso no puede ser permanente aquí abajo, ni
aun para los santos.
Asimismo
decía el piadoso Obispo de Ginebra a sus hijas: «No reparemos en lo que
sentimos o dejamos de sentir, como tampoco creamos que en lo tocante a las
virtudes de indiferencia y abandono no vamos a tener nunca deseos contrarios a
los de la voluntad de Dios, o que nuestra naturaleza jamás va a experimentar
repugnancias en los sucesos del divino beneplácito; porque es cosa que muy bien
pudiera acontecer. Dichas virtudes tienen su asiento en la región superior del
alma y por lo regular, nada entiende en ellas la inferior; por lo que no hay
que andarse en contemplaciones, y sin atender a lo que quiere hemos de
abrazarnos y unirnos a la voluntad divina, mal que nos pese.» Por otra parte,
el piadoso Doctor ha considerado siempre como una quimera la imaginaria
insensibilidad de los que no quieren sufrir el ser hombres; preciso es pagar
primero tributo a esta parte inferior y después dar lo que se le debe a la
superior, donde asienta como en su trono el espíritu de fe, que nos ha de
consolar en nuestras aflicciones y por nuestras aflicciones.
Así
lo practicaba él mismo: «Me encamino -escribía- a esta bendita visita, en la
que veo a cada instante cruces de todo género.
»Mi
carne se estremece, pero mi corazón las adora... Sí, yo os saludo, grandes y
pequeñas cruces, y beso vuestros pies, como indigno de ser honrado con vuestra
sombra». A la muerte de su madre y de su joven hermana experimenta, según él
mismo confiesa, «un grandísimo sentimiento por la separación, mas un
sentimiento, al par que vivo, tranquilo...; el beneplácito divino -añade- es
siempre santo y las disposiciones suyas amabilísimas»; en fin, el Santo Doctor
abrazará sin cesar el partido de la divina Providencia. Pero, si en sus grandes
pruebas ha reportado brillantes victorias, en cambio, un asunto sin importancia
le hizo perder el sosiego hasta el punto de pasar dos horas de insomnio; reíase
de su debilidad, y no dejaba de ver que era una inquietud pueril y, con todo,
le era imposible desentenderse de ella. «Dios quería -dice- darme a entender
que si los grandes embates no me turban, no soy yo quien esto hace, sino la
gracia de mi Salvador.»
Juana
de Chantal es una santa que sobresale por su energía de espíritu y por el santo
abandono, y no obstante, necesita que su piadoso director la sostenga sin cesar
y la conforte repetidas veces en medio de sus penas interiores. Muestra a la
muerte de los suyos el más intenso dolor. Cuando pierde a su hija mayor, tiene
el valor de asistirla piadosamente hasta el último suspiro; después desmaya y,
vuelta en sí, permanece largas horas aplanada. A la muerte de San Francisco de
Sales no cesa de llorar hasta el día siguiente; sin embargo, «si supiera que
sus lágrimas habían de ser desagradables a Dios, no derramaría ni una sola».
Hacíase violencia hasta el extremo de enfermar, por detenerlas; y por
obediencia dejábalas correr de nuevo. « ¡Recio es el golpe! -dice-, mas ¡ qué
dulce y qué paternal la mano que lo ha dado!; la beso y la quiero con toda mi
alma, inclinando la cabeza y rindiendo todo mi corazón bajo su santísima
voluntad que adoro y reverencio con todas mis fuerzas.»
Así
pudiéramos ir citando multitud de ejemplos, mas dejemos a los servidores y
vengamos al Maestro.
Desde
su entrada en el mundo, Nuestro Señor se ofrece a su eterno Padre para ser la
víctima universal. Su vida entera será cruz y martirio. Apenas aparecen en El
lágrimas suficientes para mostrar la ternura de su corazón, indignación
suficiente para inspirar a los culpables un temor saludable. Por lo demás,
siempre conserva una maravillosa serenidad, ansía el bautismo de sangre en que
ha de lavar al mundo. Mas he aquí que ha llegado el momento y relegando las
alegrías de la visión beatífica a la parte superior de su alma, entrega voluntariamente
a todas sus facultades, su cuerpo mismo a la más terrible agonía, y por libre
elección, se abandona al miedo, al tedio, al disgusto; su alma está triste
hasta la muerte. Contempla la montaña de nuestros pecados, a su Padre
indignamente desconocido, a las almas que corren al abismo, las torturas e
ingratitud que le esperan, y queda sumergido en un océano de amargura. Por tres
veces implora la compasión de su Padre. «Si es posible, pase de mí este cáliz.»
Acepta que un ángel del cielo venga a confortarle, un sudor de sangre le
inunda, y entonces ora con más intensidad: «Padre, no se haga mi voluntad sino
la tuya.»
Ante
tan inaudito espectáculo, el hombre de fe tímida quédase turbado y perplejo,
pero el verdadero fiel adora, admira, agradece. Nuestro Señor, en efecto,
¿podrá hacer nada más útil a las almas, a título de Salvador, de Consolador y
de Maestro?
Como
Salvador, convenía que tomara todas nuestras debilidades y hasta nuestros
mayores abatimientos, a excepción del pecado. Ahora bien, ¿podía haber para
todo un Dios humillación comparable a ésta? Por eso la eligió con entera
voluntad.
Como
Consolador, era bueno que conociese todos nuestros dolores. Si se hubiera
manifestado inaccesible al temor, a la repugnancia, a nuestros disgustos,
¿hubiéramos osado manifestarle nuestras miserias? Se hizo voluntariamente
semejante a nosotros, como un padre se hace niño con sus hijos. Esta humilde
condescendencia nos afirma, nos anima y pone el bálsamo sobre nuestras llagas.
Al mismo tiempo, el exceso de su dolor y de sus abatimientos voluntarios
traspasa al alma generosa y hace nacer en ella el deseo, y por decirlo así, la
necesidad de devolver sufrimiento por sufrimiento a este incomparable Amigo.
«Una noche -decía sor Isabel de la Trinidad- mis dolores eran abrumadores,
sentí que la naturaleza me dominaba, pero mirando a Jesús en la agonía, le
ofrecía aquellos dolores para consolarle y me sentí fortificada. Así lo hago
siempre en mi vida; a cada prueba, grande o pequeña, miro lo que Nuestro Señor
ha sufrido de análogo, a fin de perder mi sufrimiento en el suyo y perderme yo
misma en El.» Santa Teresa del Niño Jesús dice a su vez: «Cuando el divino
Salvador pide el sacrificio de todo cuanto hay en el mundo de más amado, es
imposible, sin una muy particular gracia, no exclamar junto con El en el huerto
de la Agonía: "Padre mío, aleja de mí este cáliz." Pero añadamos en
seguida: "Que se haga tu voluntad y no la mía. Muy consolador es pensar
que Jesús, el Dios Fuerte, ha pasado por todas nuestras debilidades, que ha
temblado a la vista de ese cáliz amargo que en otro tiempo había deseado con
tanto ardor». Siempre habrán horas de turbación, entonces diremos también
nosotros, me esforzaré por imitar la generosidad de Nuestro Señor, repitiendo:
«Padre, líbrame de esta hora terrible» y sobreponiéndonos en seguida a este
momentáneo temor, volveremos a decir: «Mas no,. que para esto he venido al
mundo.»
Como
Maestro, Nuestro Señor nos ofrece aquí tres preciosas enseñanzas: 1ª No es
falta, ni siquiera imperfección, experimentar el sentimiento del padecer, el
tedio, las repugnancias y los disgustos, con tal que no cesemos de decir con
voluntad resuelta: Que se haga, no como yo quiera, sino como Vos queréis.
Nuestro Señor no es ni menos perfecto ni menos grande en el Huerto de Getsemaní
que sobre el Tabor, o a la derecha de su Padre; pensar de otra manera sería una
blasfemia; por lo mismo, no es cosa sin importancia que el alma, desprovista de
todo socorro sensible, en medio de la turbación y de las contrariedades,
permanezca tan constantemente fiel a la voluntad de Dios.
2ª No
es falta ni siquiera imperfección quejarse a Dios con amorosa sumisión, a la
manera que un niño lastimado se refugia junto a su madre y le muestra su herida
y su pena. «El amor permite quejarse y decir todas las lamentaciones de Job y
de Jeremías, mas a condición de que la santa aquiescencia se conserve siempre
en el fondo del alma, en la parte superior del alma.» Así se expresa el dulce
Obispo de Ginebra, mas nos condena también cuando no cesamos de lamentamos, ni
hallamos, al parecer, personas a quienes quejamos y contar por menudo nuestros
dolores. No de otra manera habla San Alfonso: «sin duda es más perfecto en las
enfermedades no quejarse de los dolores que se experimentan; sin embargo,
cuando nos afligen con vehemencia no es falta comunicarlos a nuestros amigos,
ni aun pedir a Nuestro Señor que nos libre de ellos. No trato aquí sino de
grandes dolores, pues de lo contrario hacen muy mal esas personas que se
lamentan cada vez que sienten alguna pena o la más leve molestia». Estos Santos
Doctores admiten, pues, como legítimas, las quejas moderadas y sumisas; sólo
condenan el exceso.
3ª No
es falta, ni siquiera imperfección, pedir a Dios en las grandes pruebas que, si
es posible, aleje de nosotros el cáliz del sufrimiento y hasta pedírselo con
cierta insistencia, puesto que lo ha hecho Nuestro Señor; mas, «después que
hayáis suplicado al Padre que os consuele, si a El no le place hacerlo, dirigid
vuestros esfuerzos a realizar la obra de vuestra salvación sobre la cruz, como
si jamás hubierais de descender de ella. Contemplad a Nuestro Señor en el
Huerto de los Olivos después de haber pedido a su Padre el consuelo y
conociendo que no se lo quería conceder, no piensa ya en él, ni se inquieta, no
lo busca ya más, como si nunca lo hubiera procurado, y valerosamente ejecuta la
obra de la Redención». Esta es la dirección que San Francisco de Sales daba a
Santa Juana de Chantal.
10. EL ABANDONO Y EL VOTO DE VÍCTIMA
Antes
de comparar estas dos cosas, conviene repetir en pocas palabras la idea del
Santo Abandono. Es una conformidad con el beneplácito divino, pero una
conformidad nacida del amor y llevada a un alto grado. No por insensibilidad,
sino por virtud el alma se establece en una santa indiferencia para todo lo que
no es Dios y su adorable voluntad. Antes del acontecimiento que ha de mostrar
al divino beneplácito mantiénese en simple y general espera, cumpliendo
fielmente la voluntad de Dios significada. Condúcese con prudencia en las cosas
en que le pertenece decidir, pero en las que dependen del divino beneplácito,
por más que tenga derecho a formular deseos y peticiones, prefiere en general
dejar a su Padre celestial el cuidado de querer y de disponerlo todo a su
gusto; ¡ tan grande es la confianza que en El tiene y tan grandes las ansias de
no hacer sino la voluntad divina! Apenas le ha manifestado por un
acontecimiento esta voluntad, confórmase con amor, no al modo de una máquina
que se deja mover, sino empleando cuanto tiene de inteligencia y de voluntad para
adaptarse y uniformarse con el divino beneplácito y sacar de él todo el
provecho posible. Su amor y la sinceridad del abandono no la impiden sentir las
penas, pero no se agita por eso; bástale poder cumplir la voluntad de Dios. He
aquí, en conjunto, el santo abandono tal cual lo hemos descrito siguiendo la
doctrina de San Francisco de Sales, que podría resumirse en la fórmula
siguiente: «Dios mío, no quiero en el mundo otra cosa que a Vos y a vuestra
santísima voluntad. Mi mayor deseo es crecer en amor y en todas las virtudes, y
por eso deseo cumplir fielmente vuestra santa voluntad significada. Para cuanto
de Vos depende y no de mí, me pongo confiado en vuestras manos y dispuesto
estaré a cuanto queráis en simple y filial espera. Nada deseo, nada os pido y
nada rehúso. No temo al dolor, puesto que Vos lo acondicionaréis a mi
debilidad; la única cosa que deseo es dejarme conducir a vuestro gusto y
conformarme con amor a vuestro beneplácito.»
Es
evidente que esta manera de considerar el abandono no ofrece peligro alguno y
nada tiene de presumida, ya que no es otra cosa que una sumisión filial, llena
de confianza y de amor; y bien se podría aconsejar como ideal a toda alma
adelantada.
¿No
parecerá en nuestros días demasiado pasiva esta simple actitud, a un mundo
apasionado por la actividad y por las obras de abnegación cristiana? Lo cierto
es que se propaga la práctica de ir más lejos en el abandono. En lugar de dejar
a Dios el cuidado de todas las cosas, y sin esperar en paz que El escoja a su
gusto, las almas toman la iniciativa, se ofrecen, se consagran y se entregan.
Algunos no quieren entender el abandono si no es con estos arranques. Pero
estos ofrecimientos deben ser examinados más de cerca. Supongamos que un alma
se dirige sencillamente a Dios, y sin pedirle el sufrimiento, le dice que está
dispuesta con su gracia a todo lo que El quiera y que lo abrazará con gusto.
Esto casi se acerca al abandono, tal como lo hemos descrito, y se podría
aconsejar a toda alma adelantada, como nota distintiva de humildad. Mas
supongamos también que esa misma alma dice a Dios: «no temáis enviarme el
dolor, lo deseo, casi lo pido, Vos colmaréis mis votos secretos otorgándomelo».
Esta oblación, si ya no es la ofrenda como víctima, se le acerca mucho, empero
nunca será el abandono de San Francisco de Sales. No se puede permitir sino con
prudencia, es decir, a las almas que han hecho suficientemente sus pruebas. No
se la puede aconsejar a todas, diremos al tratar de las víctimas. Se ha de
convencer a los confiados de sí mismos y no sólidamente formados, que antes de
dirigir tan altos sus deseos, deben ejercitarse en hacer bien la voluntad de
Dios significada y en santificar sus cruces diarias. San Pedro se ofreció a
sufrir y aun morir con su Maestro; y aunque su amor y su sinceridad eran
indudables, no por eso dejó de ser presuntuoso, como bien claramente lo
probaron los hechos.
Tenemos,
por último, la ofrenda de sí mismo como víctima, o sea, el voto de víctima.
Como no tenemos el designio de hacer aquí la exposición completa, doctrinal y
práctica de esta materia tan compleja y delicada, diremos tan sólo lo
suficiente para mostrar de una manera precisa en dónde termina el abandono y
cuándo empieza otro camino. Los lectores deseosos de conocer más a fondo esta
materia, podrán consultar los autores que de la misma tratan ex profeso,
especialmente M. Ch. Sauvé, en su excelente opúsculo, quizá un tanto severo en
sus restricciones, acerca de la noción, estado y voto de víctimas.
La
ofrenda puede hacerse con intenciones y bajo diversas formas. Gemma Galgani y
Sor Isabel de la Trinidad se ofrecieron como víctimas por los pecadores. Santa
Teresa del Niño Jesús, como víctima de holocausto al amor misericordioso; otras
se ofrecen a la justicia, a la santidad, al amor de Dios, y con frecuencia lo
hacen como víctima de expiación, para reparar la gloria divina ultrajada, para
librar las almas del Purgatorio, para atraer la misericordia divina sobre la
Santa Iglesia, sobre la patria, sobre el sacerdocio y comunidades religiosas,
sobre una familia o sobre un alma.
El
fundamento de esta ofrenda es la Comunión de los Santos, especialmente la
reversibilidad de las satisfacciones del justo en provecho del culpable. Es
también el misterio de la redención por medio del sufrimiento, pues habiendo
escogido Nuestro Señor este camino para salvar al mundo, continúa escogiéndolo
para hacer llegar a nosotros el precio de su Sangre. Por su infinita bondad, se
digna de asociar almas escogidas a su obra de salvación, y no pudiendo sufrir
en su humanidad glorificada, se asocia, valga la palabra, «humanidades de
añadidura», en las cuales pueda continuar salvando a las almas por el
sufrimiento.
En el
transcurso de los siglos, particularmente en horas turbulentas, no han faltado
las victimas. En nuestra desdichada época en que la inmoralidad se desborda
cual ola de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche sombría, hemos
visto multiplicarse las víctimas y aun las fundadoras de comunidades de
víctimas. Si hemos de dar crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor
tiene necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas que expíen
con sus sufrimientos y tribulaciones por los pecadores y los ingratos... «El
está padeciendo y no encuentra bastantes almas que quieran seguirle
generosamente por la vía del padecimiento.» Estas revelaciones son
indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo que constituye
una garantía más fuerte y fuera de toda duda es la palabra del Vicario de
Jesucristo. Pío IX sugería a un Superior General de Orden la idea de invitar a
las almas generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación. León XIII,
en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta «sobre todo a los fieles que
viven en los Monasterios a esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio
de la oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de sí
mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación Sacerdotal», pues vio con
satisfacción que «muchos de sus miembros se ofrecen a Dios secretamente para
ser inmolados como víctimas de expiación, especialmente por las almas
consagradas, en estos desdichados tiempos en que la penitencia es tan
necesaria»; y enriqueció con numerosas indulgencias «este importante oficio de
la piedad cristiana».
Es,
en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo amor de Dios y del
prójimo.
Mas,
según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy grande y empresa bien ardua»
No queremos con ello desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano
Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la indiscreción. Las
almas que hacen profesión en una Comunidad de Víctimas no han de temer al menos
la imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los límites de su
ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus fuerzas durante el noviciado. Mas
cuando tal ofrenda se hace con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y
la entrega se hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué punto Dios
usará los derechos que se le confieren. Con seguridad que si estos avances se
hacen sólo por responder a una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el
que llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una religiosa, ocho
días antes de su muerte, después de prolongadas y terribles pruebas, podía
decir «que no le apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa del
Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No me arrepiento de
haberme entregado al amor». ¿Sucederá lo mismo cuando uno se decide a la ligera
y sin haber orado, reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor gracias
especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto más nos hayamos apresurado
a entregarnos, tanto menos tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y
nuestros desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero
lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y no en las dulzuras del
amor... Las almas consoladoras, las almas reparadoras son víctimas con la gran
Víctima del Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la facilidad
un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a los derechos divinos y se le
ofrecen como víctimas, se adivina que no sospechan la seriedad con que suele
tomar estas cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de derechos
que Dios ejerce sobre nosotros antes de la autorización que nuestra libertad le
da acerca de ellos. ¡Feliz mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente
con grandes trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este hecho
brilla en cada página de la vida de las almas victimas.
Esto
supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre dicho ofrecimiento y el
abandono:
1ª El
simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto depende de la Providencia y no
de nosotros, mantiénese en una santa indiferencia y espera el beneplácito
divino, a modo de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el
contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de su oblación,
pide implícitamente el padecer, incita a Dios a enviárselo, a veces hasta lo
solicita expresamente.
2ª El
abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni ilusión; rebosa prudencia y
humildad, pues deja a Dios el cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el
de obedecer. Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin un
llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta de ilusiones y
presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para disponer de nosotros?
3ª El
alma que se abandona a la acción divina puede contar con la gracia: la que se
adelanta, a excepción siempre del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura
de tener a Dios consigo?
Las
almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el abandono, y a todos se
puede aconsejar practicarle en espíritu de víctimas. Lo mismo sucede con la
obediencia de cada día y la mortificación voluntaria. Esta intención en nada
recarga nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una nueva savia
de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad. Por el contrario, la
prudencia y la humildad quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un
llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este caso, no ha de hacerse
sin antes haber probado las fuerzas, soportando con paciencia las pruebas
ordinarias y dándose a la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la
iniciativa de pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los que
disponemos y hemos de seguir en este acto, como en todos los demás, las reglas
de la prudencia; ahora bien, la prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos
pudieran resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian
demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que haya necesidad de usar
de las mismas precauciones cuando se deja a Dios el cuidado de escoger, porque
entonces es Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno adaptarse a lo
que dispone la paternal Sabiduría.
Por
otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir el sufrimiento? Un
alma que aspira a las más altas virtudes, ¿tiene necesidad de buscar algo más
que la obediencia y abandono perfectos? Los votos, la Regla, las disposiciones
de la Providencia es el camino más seguro que lleva a la perfección sin error
ni engaño. En él hallarán siempre maravillosos recursos para adquirir la pureza
del alma y las perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta
transformación progresiva mediante las observancias es ya una ruda labor capaz
de colmar una larga vida. Mas si esto no basta a nuestra generosidad, la Regla
nos invita, contando con la debida autorización, a hacer más de lo que ella
manda, abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y tan
vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo abandono, toda alma interior
halla mil ocasiones de ponerlo en práctica; un religioso lo necesitará con
frecuencia en la Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño de su
cargo. Es necesario comenzar por dar buena cogida a las cruces que Dios nos ha
elegido y si El ve que no bastan a nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo
aumentar el número y la pesadez.
Por
tanto, las almas que desean vivir en espíritu de victimas no tienen necesidad,
generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de
encontrarlo en la vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación
voluntaria y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no tiene
el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio halla en él
abundante alimento, mientras que la prudencia y la humildad se encuentran quizá
allí con mayor seguridad. Bien entendido que cuando el Espíritu Santo llama por
sí mismo a ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y bajo
la inspección de los representantes de Dios y que ante todo se muestre celosa
por sus deberes diarios, no se le puede objetar ni la temeridad ni la ilusión,
pues obedece al llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las
que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.
El
Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se trata aquí ya de la
conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de
la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida completa de nuestra
voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las
voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio muy elevado del
puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en las almas avanzadas que
viven principalmente de ese puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento,
y la caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular a la fe y a
la confianza en la Providencia, hablaremos en primer lugar del desasimiento, de
la fe y de la confianza, terminando por el amor que es principio formal del
Santo Abandono.
2. Fundamentos del Santo Abandono
1. EL DESASIMIENTO
La
condición previa de una perfecta conformidad es el perfecto desasimiento.
Porque si nuestra voluntad tiene intensas aficiones, si se encuentra pegada y
como clavada, no se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la
de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia, habrá violencias y
desgarramientos inevitables y estaremos muy distanciados de una conformidad
pronta y fácil, y más distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos
razones: 1ª El Santo Abandono es una total unión, una especie de conformidad de
nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de estar nosotros dispuestos de
antemano a todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga. Antes
del acontecimiento es una espera tranquila y confiada; después del
acontecimiento es la sumisión amorosa y filial. Por aquí se verá qué profundo
desasimiento supone. Y 2ª, este desasimiento ha de ser tan universal como
profundo, porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con buena salud,
en las consolaciones o en las pruebas de la piedad, estimados o despreciados,
amados u odiados? Siendo Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para
disponer de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probamos en los
bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la opinión, como El
quiera, sin consultamos, casi siempre de un modo imprevisto. Es necesario,
pues, que nuestra voluntad, si ha de conservarse en disposición de recibir
todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros
de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y amigos, desasida de la
salud, del reposo, del bienestar, de sus propios quereres, de la ciencia, de
las consolaciones, desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas
estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por completo
desprendida, no buscando sino a Dios y su santísima voluntad.
De
esta suerte, el beneplácito divino, que podrá manifestarse hasta de un modo
imprevisto y bajo cualquier forma, será recibido sin dificultad y de todo
corazón. El que desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande
aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su nombre: abnegación,
renuncia, espíritu de sacrificio, amor de la cruz. En esto deberá ejercitarse
lo más que pueda con perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio
al perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre. Porque dice con
mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería sin la mortificación tratar de
conseguir la indiferencia, puesto que por la sola mortificación o por la
mortificación sobre todo, puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Mas
con no menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la dificultad de
añadir a la observancia de los preceptos el desprecio voluntario de las
riquezas y de los bienes exteriores; aún es más difícil juntar a esto el
desprecio de la reputación y toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer
caso alguno de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más
dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los dones
sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales, las virtudes, la
gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino que conduce al Santo
Abandono es largo y muy penoso. He aquí por qué sean tan escasas las almas que
llegan a estas alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los
grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple resignación. Querrían
el abandono perfecto, pero sin pagar lo que éste vale. Dios no pide sino que
llenemos con sus dones los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante
el vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la feliz
expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales: «Cuando se le
preguntaba dónde había encontrado a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo;
y allí donde me encontré a ml mismo, perdí a Dios.»
Mas,
entre todas las formas de renunciamiento, séanos permitido señalar dos de las
más difíciles, a la vez que de las más indispensables: la obediencia y la
humildad. ¿No son el aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad
el postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el supremo obstáculo
a los progresos y a la paz del alma? Cuando todo lo demás se ha sacrificado,
incluso los bienes exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta
frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la voluntad propia.
Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de ser completa, hacer un
llamamiento a la obediencia y a la humildad, dos virtudes hermanas que no
quieren estar separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo
perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer siempre y en todo, a
abrazar la paciencia acallando a la naturaleza en las cosas duras, en las
contrariedades y humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho
en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo cuanto se le ordena
como un obrero malo e indigno, y llega hasta llamarse y sinceramente creerse en
lo intimo de su corazón el último y más vil de todos.
Las
almas bien cimentadas en la obediencia y en la humildad, evitarán por este
medio muchos tropiezos que provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el
sufrimiento llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán
insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una buena acogida y su
misma humildad las inclinará al perfecto abandono. En el sentimiento siempre
vivo de sus pecados como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia
infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas el castigo de sus
faltas. A cada prueba que se les presenta dicen: Yo debo sufrir para expiar.
Gracias, Dios mío, no es aún todo lo que he merecido, y si no temieran su
debilidad, añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo satisfaga
vuestra Justicia.»
O
bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan, y viendo que cosa de
tan poca monta basta para turbarías, sienten una urgente necesidad de sufrir y
de ser humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a sí mismas.
A veces, olvidando su propia pena y no pensando sino en la que han causado a Dios,
le dicen, como Gemma Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado...
sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma generosa: « Lo que es más
penoso que todos los tormentos interiores, lo que es una verdadera tortura, es
la ofensa inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»
A
pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas, llenas de luz, se
consideran muy indignas de comparecer ante la infinita Santidad, y en su
ardiente deseo de agradaría aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas.
De aquí se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al Santo
Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la obediencia y en la humildad,
se rodea por esta causa de dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada
para darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los hombres, a menos de
sentir que la tiene bien merecida y que la necesita el alma, adopta la posición
de quien no es comprendido, toma modales de víctima, la rehuye o se enoja,
llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen pruebas. A este
propósito, se podría decir que la humildad es tan necesaria al alma colmada de
gracias como el agua lo es a la flor. Para que se desarrolle y se conserve
fresca y hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la humildad y
que se bañe continuamente en esta agua bienhechora. Si tan sólo tuviera los
ardores del sol, pronto se secaría, se marchitaría y caería al fin.
Santa
Teresita del Niño Jesús preconiza un camino de infancia espiritual todo amor y
confianza, tomando, como no podía menos, por base la humildad. Su práctica y
sus lecciones pueden resumirse en estas palabras: amar a Dios y ofrecerle
muchos pequeños sacrificios, abandonarse en sus brazos como un niño, y en este
obedecer como un niño ser humilde como un niño. Se hace con este fin la
sirvienta de sus hermanas, se esfuerza por obedecer a todas sin distinción, y
no abriga otro temor que el de conservar su voluntad. Se propone no elevarse
por el orgullo, sino permanecer siempre pequeña por la humildad, tan pequeña
que nadie piense en ella, que todas la puedan poner bajo los pies y que el
divino Niño la trate como a juguete sin valor. ¡Qué muerte a si misma, qué
humildad, sobre todo, se necesita para llegar a esto! No es de extrañar que
Dios glorifique a un alma tan humilde y tan generosa, haciéndola la gran
taumaturga de nuestros días.
Monseñor
Gay, hablando de esta infancia espiritual había dicho: «¡Qué perfecta es! Lo es
más que el amor de los sufrimientos, pues nada inmola tanto al hombre como ser
sincera y tranquilamente pequeño. El orgullo es el primero de los pecados
capitales: es el fondo de toda concupiscencia y la esencia del veneno que la
antigua serpiente ha inoculado en el mundo. El espíritu de infancia lo mata más
eficazmente que el espíritu de penitencia. El hombre vuelve a hallarse a si
mismo fácilmente cuando lucha con el dolor, pudiendo creerse allí grande y
admirarse a si mismo; si es verdadera mente niño el amor propio se desespera...
Prensad este fruto de la santa infancia, no extraeréis otra cosa que el
abandono. Un niño se entrega sin defensa y se abandona sin oponer resistencia.
¿Qué sabe? ¿Qué puede? ¿Qué entiende? ¿Qué pretende saber, entender o poder? Es
un ser al que se domina por completo; por eso, ¡con qué precaución se le trata
y cuántas y qué caricias se le hacen! ¿Obramos de esta suerte con los que se
guían por sus propias luces?»
2. LA FE EN LA PROVIDENCIA
«El
justo vive de la fe», y para elevarse hasta el Santo Abandono, es necesario que
esté penetrado de una fe viva y arraigada. Ahora bien, la fe se clarifica en la
medida que el hombre se purifica y crece en virtud. Mas sólo al elevarse el
alma a la vida unitiva, a aquel grado de adelantamiento en que, bien limpia y
rica ya en virtudes, vive principalmente del amor y de la intimidad con Dios,
es cuando llega a ser especialmente luminosa y penetrante. Se hacen entonces
las sombras menos densas y a través del velo se transparentan sus claridades;
Dios oculto siempre, deja, sin embargo, adivinar su presencia haciendo a las veces
sentir con mucha viveza su amor y sus ternuras; y cual otro Moisés, trata con
el Invisible como si le viese cara a cara. Por medio de esta fe viva, el
abandono se toma fácil; sin ella no es posible elevarse a él de un modo
habitual.
Nada
sucede en este mundo sin orden o permisión de Dios; todo cuanto existe ha sido
creado por El, y todo lo creado lo conserva y gobierna enderezándolo hacia su
fin. En tanto que rige los astros y preside las revoluciones de la tierra,
concurre a los trabajos de la hormiga, al menor movimiento de los insectos que
pululan en el aire y al de los millones de átomos contenidos en la gota de
agua. Ni la hoja del árbol se agita, ni la brizna de hierba muere, ni el grano
de arena es transportado por el viento sin su beneplácito. Vela con solicitud
sobre las aves del cielo y sobre los lirios del campo, y pues nosotros valemos
más que una bandada de pájaros, menos podrá olvidar a sus hijos de la tierra.
Al padre de familia, a la vigilante solicitud de las madres pasarán inadvertidos
mil detalles; Dios, empero, por su inteligencia infinita, posee el secreto de
ordenar los incidentes de poca monta como los acontecimientos de mayor
importancia. Y tanto es así, que todos nuestros cabellos están contados y ni
uno solo cae de nuestra cabeza sin el permiso de Nuestro Padre que está en los
cielos. ¿Cabe imaginar cosa más insignificante que la caída de uno de nuestros
cabellos? Dios, sin embargo, piensa en ello. Con cuánta más razón pensará Dios
en mí y proveerá a todo, «si tengo hambre, si tengo sed, si emprendo un
trabajo, si he de elegir un estado de vida, si en este estado se ofrecen
ciertas dificultades, si para resistir a tal tentación o cumplir tal deber
necesito su gracia, si en mi camino hacia la eternidad tengo necesidad del pan
cotidiano del alma y del cuerpo, si en los últimos momentos me es necesario un
acrecentamiento de gracias; si postrado en el lecho de muerte, a punto de
exhalar el postrer suspiro y abandonado de todos, me veo perdido.» De suerte
que yo, que no soy sino un átomo insignificante del mundo, ocupo día y noche,
sin cesar y en todas partes, el pensamiento y el corazón de mi Padre que está
en los cielos. ¡Qué verdad más conmovedora y llena de consuelo!
Mas
si la Providencia combina por si misma sus designios sobre mí, confía su
ejecución, por lo me nos en gran parte, a las causas segundas. Emplea el sol,
el viento, la lluvia; pone en movimiento el cielo y la tierra, los elementos
insensibles y las causas inteligentes. Pero como las criaturas no tienen acción
sobre mí, sino en cuanto la reciben de El, he de Ver en cada una de ellas un
receptáculo de la Providencia y el instrumento de sus designios. Por
consiguiente, «en el frío que me encoge yo descubriré la Providencia; en el
calor que me dilata, la Providencia; en el viento que sopla y empuja mi navío
lejos o cerca del puerto, la Providencia; en el éxito que me anima, la
Providencia; en la prueba de la adversidad, la Providencia; en este hombre que
me aflige, la Providencia; en este otro que me causa placer, la Providencia; en
esta enfermedad, en esta curación, en este curso que toman los negocios
públicos, en estas persecuciones, en estos triunfos, la Providencia, siempre la
Providencia». Nada más justo que ver así a Dios en todas las cosas, y ¡qué
tranquila y santificante es esta manera de pensar y obrar!
Nuestro
Padre celestial es en verdad un Dios escondido. Al modo que ha velado su
palabra bajo la letra de las Sagradas Escrituras y que Jesucristo oculta su
presencia bajo las especies eucarísticas, así Dios, queriendo permanecer
invisible para proporcionarnos el mérito de creer, nos oculta su acción bajo
las criaturas. «He aquí una enfermedad que nos invade. ¿Cuál es su causa? En
apariencia es un capricho del aire, es el rigor de la estación; en realidad es
Dios quien ha ordenado a estos elementos que nos pongan enfermos. Aun así Dios
persiste entre sombras y nosotros no hemos visto su rostro. Sin embargo, la
enfermedad seguirá su curso, unas veces se agravará y otras cederá a los
remedios. ¿Quién es el autor de esta agravación o de esta curación? Nosotros
decimos que el médico, su habilidad o su imprudencia. ¡Tal vez! Mas lo cierto
es que Dios está por encima de las causas segundas, y que El es, en definitiva,
el que causa la curación o la muerte. Si, mas nosotros no lo vemos, y ese
nuestro Dios continúa sin mostrarse... Y más difícil nos es descubrir al Agente
supremo cuanto es mayor la claridad con que se muestran las causas segundas.
Mediante
una fe viva, se miran las criaturas no en sí mismas, sino en la causa primera
de la que reciben toda su acción; se adivina cómo «Dios las ordena, las mezcla,
las reúne, las pone, las empuja hacia el mismo fin por opuestos caminos». Se
entrevé al Espíritu Santo sirviéndose de los hombres y de las cosas para
escribir en las almas un Evangelio viviente. Este libro no será del todo
comprendido sino en el gran día de la eternidad, lo que nos parece tan confuso,
tan ininteligible, nos maravillará entonces; ahora con la firme persuasión de
que «todo tiene sus movimientos, sus medidas, sus relaciones en esta divina
obra», hemos de inclinarnos con respeto, a la manera que ante la Sagrada
Escritura adoramos al Dios oculto y nos abandonamos a su Providencia. Mas si es
débil nuestra fe, ¿cómo ver a Dios en las desgracias que nos hieren y principalmente
a través de la malicia de los hombres? Todo se atribuye al acaso, a la mala
fortuna, y se rechaza.
El
acaso no es sino una palabra vacía de sentido, o mejor aún es «la Providencia
de incógnito», pero para los corazones maleados que quisieran prescindir de la
sumisión de la oración y del reconocimiento, es la laicización de la
Providencia. «Nada sucede en nuestra vida por movimientos al acaso, sabedlo
bien, todo cuanto acontece contra nuestra voluntad no sucede sino en
conformidad con la voluntad de Dios, según su Providencia y el orden que El
tenía determinado, el consentimiento que El da y las leyes que ha establecido.»
Así habla San Agustín.
«Hay
algunos casos fortuitos, accidentes inesperados; mas son fortuitos e
inesperados solamente para nosotros..., en realidad son un designio de la
Providencia soberana, que ordena y reduce todas las cosas a su servicio.»
«Dios, al guiar a sus criaturas, no les manifiesta sus designios; ellas van y
vienen cada cual en su camino. La fatalidad quiere que unos encuentren en su
camino la ocasión de hacer fortuna y otros causas de pérdidas y de minas;
fatalidad es ciertamente para el hombre que no ha visto todas las
combinaciones, mas para Dios, que ha determinado hasta ese punto las
circunstancias, todo ha sido providencial.»
En
las desgracias que nos hieren es preciso ver a Dios. «Yo soy el Señor, nos dice
por boca de Isaías, yo soy el Señor y no hay otro; yo soy el que formó la luz y
creó las tinieblas, que hago la paz y creo los males». «Yo soy, había dicho
antes por Moisés, yo soy quien hace morir y quien hace vivir, el que hiere y el
que sane» «El Señor quita y da la vida, se dice también en el cántico de Ana,
madre de Samuel; conduce a la tumba y saca de ella; el Señor hace al pobre y al
rico, abate y levanta». ¿Sucederá algún mal -dice Amós- que no venga del
Señor?». «Los bienes y los males, asegura el Sabio, la vida y la muerte, la
pobreza y las riquezas vienen de Dios»
Yo,
podrá decir alguno, admito esto en cuanto a la enfermedad y a la muerte, al
frío y al calor y mil parecidos accidentes producidos por causas desprovistas
de libertad, pues estas causas obedecen siempre a Dios. El hombre, por el
contrario, le resiste; cuando alguien habla mal de mí, me arrebata los bienes,
me hiere, me persigue, ¿cómo podré yo ver en ese mal proceder la mano de Dios,
puesto que, muy lejos de aprobarlo, lo prohíbe? No puedo, pues, atribuirlo sino
a voluntad del hombre, a su ignorancia o a su malicia. En vano se atrincheran
tras este razonamiento para no abandonarse a la Providencia, ya que Dios mismo
se ha explicado acerca del particular y hemos de creer, fiados de su palabra
infalible, que El obra en esta clase de acontecimientos no menos que en los
otros; nada sucede en ellos sino por su voluntad.
Cuando
quiere castigar a los culpables, escoge los instrumentos que bien le parece,
los hombres o los demonios. Peca David, y en la casa del príncipe y entre sus
hijos es donde Dios suscitará los instrumentos de su justicia. Cada vez que los
israelitas se endurecían en el mal, el Señor les manifestaba que había escogido
a los pueblos vecinos, ya al uno, ya al otro, para reducirlos al deber mediante
un terrible castigo. Asur, en particular, será la vara del furor divino y su
mano el instrumento de la indignación de Dios. Nuestro Señor predice la
destrucción de Jerusalén deicida e impenitente: Tito será indudablemente el
brazo de Dios para derribarla de arriba abajo y no dejar en ella piedra sobre
piedra. Más tarde, Atila podrá llamarse con razón el azote de Dios. Saúl peca
con obstinación, el Espíritu de Dios se retira de él y un espíritu malo,
enviado por el Señor, le domina y agita.
Para
probar a los justos y a los santos, Dios emplea la malicia del demonio y la
perversidad de los malvados. Job pierde hijos y bienes, cae de la opulencia en
la miseria y dice: « El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; se ha hecho lo
que le era agradable; ¡bendito sea el nombre del Señor! ». No dijo -según
acertadamente observa San Agustín-: «El Señor me lo dio y el diablo me lo
quitó, sino el Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; todo se ha hecho como
agrada al Señor y no al demonio. Referid, pues, a Dios todos los golpes que os
hieran, porque el diablo mismo nada os puede hacer sin la permisión de Dios»
Los hermanos de José, al venderle, cometen la más negra iniquidad; mas él lo
atribuye todo a la Providencia, y así lo manifiesta repetidas veces: «Por
vuestra salud me ha enviado el Señor ante vosotros a Egipto... Vosotros
formasteis malos designios contra mí, mas no me encuentro aquí por vuestra
voluntad, sino por la de Dios, a la que no podemos resistir».
Cuando
Semeí perseguía con sus maldiciones a David fugitivo y le tiraba piedras, el
santo Rey sólo quiso ver en esto la acción de la Providencia, y calma la
indignación de sus siervos diciéndoles: «Dejadle; Dios le ha mandado
maldecirme», es decir, le ha elegido para castigarme.
En la
Pasión del Salvador, los judíos que le acusan, Judas que le entrega, Pilatos
que le condena, los verdugos que le atormentan, los demonios que excitan a
todos estos desgraciados, son desde luego la causa inmediata de este terrible
crimen. Mas, sin ellos sospecharlo, es Dios quien ha combinado todo, no siendo
ellos sino los ejecutores de sus designios. Nuestro Señor lo declara
formalmente: « Ese cáliz lo ha preparado mi Padre; Pilato no tendría poder
alguno si no lo hubiera recibido de lo alto. Mas ha llegado la hora de la
Pasión, la hora dada por el cielo al poder de las tinieblas». San Pedro lo
afirma con su Maestro: «Herodes y Pilato, los gentiles y el pueblo de Israel se
ha coligado en esta ciudad contra Jesús, vuestro santísimo Hijo; mas todo para
dar cumplimiento a los decretos de vuestra Sabiduría». Así, pues, la Pasión es
obra de Dios y aun su obra maestra. «Imposible dudar; allí está la voluntad de
Dios, esa voluntad tan luminosa que se oculta en esta noche profunda; esta
voluntad invencible es el alma de esta total derrota; esta voluntad tan justa,
tan buena, tan amante, no deja de ser reina y señora en este castigo sin medida
y del todo inmerecido por aquel a quien se inflige; en una palabra, esta
voluntad tres veces santa permanece en el fondo de este prodigio de iniquidad.
Vivimos en esta creencia..., y después nos parece un exceso reconocer la
voluntad de Dios, no digo en los males de la Santa Iglesia o en las calamidades
públicas, sino en las pérdidas particulares, en esas humillaciones, esas
decepciones, esos contratiempos, esos pequeños males, esas nonadas que llamamos
nuestras cruces y que son nuestras pruebas habituales.»
Y,
¿por qué la mano de Dios no andará en todo esto? En el pecado hay dos
elementos: material y formal. Lo material no es sino el ejercicio natural de
nuestras facultades y Dios concurre a él como a todos nuestros actos. Este
concurso es de toda necesidad, pues si Dios nos lo negara, quedaríamos reducidos
a la impotencia, y habiéndolo juzgado conveniente otorgarnos la libertad
prácticamente nos la quitaría. Empero el mérito o la falta es lo formal del
acto; y en el pecado, lo formal es el defecto voluntario de conformidad del
acto con la voluntad de Dios. Este defecto no es un acto, es más bien su
ausencia. Dios no concurre a él, al contrario, ha señalado preceptos, hecho
promesas y amenazas. Ofrece su gracia, solicita al alma para conducirla a su
deber; ha hecho, pues, todo para impedir el pecado, pero no quiere llegar al
extremo de violentar la libertad. A pesar de todo lo hecho por Dios, el hombre,
abusando de su libre albedrío, no ha adaptado su voluntad a la de Dios; Dios,
por tanto, no ha prestado su concurso sino a lo material del acto. No hay cooperación
al pecado, considerado como tal; lo ha permitido en cuanto que no lo ha
impedido por medio de la violencia, sin que esta permisión sea una
autorización, pues El detesta la falta y se reserva el castigarla en tiempo
oportuno. Mas entretanto, cabe en sus designios hacer servir el mal para el
bien de sus elegidos, utilizando para esto la debilidad y la malicia de los
hombres, sus faltas hasta las más repugnantes. No de otra suerte se muestra un
padre que, queriendo corregir a su hijo, toma la primera vara que le viene a
mano y después la arroja al fuego; otro tanto hace un médico que prescribe
sanguijuelas a su enfermo, aquéllas tan sólo pretenden hartarse de sangre y,
sin embargo, las sufre con confianza el paciente enfermo, porque el médico ha sabido
limitar su número y localizar su acción.
Así,
pues, la fe en la Providencia exige que en cualquier ocasión el alma se remonte
hacia Dios. «Si el justo es perseguido es porque Dios lo quiere; si un
cristiano por seguir su religión empobrece, es porque Dios lo quiere también;
si el impío se enriquece en su irreligiosidad, es por permisión divina. ¿Qué me
sucederá si soy fiel a mi deber? Lo que Dios quiera.» Nuestras pérdidas,
nuestras aflicciones, nuestras humillaciones jamás debemos atribuirlas al demonio
ni a los hombres, sino a Dios, como a su verdadero origen. Los hombres pueden
ser su causa inmediata, y aunque tal suceda por una falta inexcusable, Dios
aborrece la falta, pero quiere la prueba que de ella resulta para nosotros.
«
Convengamos que si en medio de tantos accidentes de todo género de que está
llena la vida humana, supiéramos reconocer esa voluntad de Dios, no
obligaríamos a nuestros ángeles a ver en nosotros tantas admiraciones poco
respetuosas, tantos escándalos sin fundamento, tantas iras injustas, tantos
descorazonamientos injuriosos a Dios, y desgraciadamente, tantas
desesperaciones que a veces nos exponen a perdernos.»
3. CONFIANZA EN LA PROVIDENCIA
«La
voluntad del hombre es por extremo suspicaz, de suerte que por regla general
sólo se fía de sí mismo y teme siempre, por lo que atañe a si propio, del poder
y de la voluntad de otro. Lo que se posee de más precioso, fortuna, honor,
reputación, salud, la vida misma jamás se deposita en manos de otro, a menos de
tener una gran confianza en él. Para el ejercicio de la caridad y del Santo
Abandono, es, pues, necesaria una plena confianza en Dios.» De donde se deduce
que no podrá hallarse el perfecto abandono de un modo habitual fuera de la vida
unitiva, porque sólo en ella la confianza en Dios llega a su plenitud.
«La
sabiduría del hombre es muy limitada en sus horizontes; su voluntad es débil,
mudable y sujeta a mil desfallecimientos y, por consiguiente, en vez de tener
confianza en nuestras propias luces y de desconfiar de todos, incluso de Dios,
debiéramos suplicarle, importunarle para que se haga su voluntad y no la
nuestra, porque su voluntad es buena, buena en sí misma, benéfica para
nosotros, buena como lo es Dios y forzosamente benéfica».
¿Quién
es aquel que vela sobre nosotros con amor y que dispone de nosotros por su
Providencia? Es el Dios bueno. Es bueno de manera tal, que es la bondad por
esencia y la caridad misma, y, en este sentido, «nadie es bueno sino Dios».
Santos ha habido que han participado maravillosamente de esta bondad divina, y,
sin embargo, los mejores de entre los hombres no han tenido sino un riachuelo,
un arroyo o a lo más un río de bondad, mientras que Dios es el océano de
bondad, una bondad inagotable y sin límites. Después que haya derramado sobre
nosotros beneficios casi innumerables, no hemos de suponerle ni fatigado por su
expansión ni empobrecido por sus dones; quédale aún bondad hasta lo infinito
para poder gastarla. A decir verdad, cuanto más da, más se enriquece, pues
consigue ser mejor conocido, amado y servido, al menos por los corazones
nobles. Es bueno para todos: «hace brillar su sol sobre los buenos y los malos,
hace caer la lluvia sobre los justos y los pecadores». No se cansa de ser
bueno, y a la multitud de nuestras faltas opone «la multitud de sus misericordias»
para conquistarnos a fuerza de bondades. Es necesario que castigue, porque es
infinitamente justo como es infinitamente bueno; mas, «en su misma vida no
olvida la misericordia».
Este
Dios tan bueno es «nuestro Padre que está en los cielos». Como estima tanto
este título de Dios bueno y nos recuerda hasta la saciedad sus misericordias,
por lo mismo le gusta proclamarse nuestro Padre. Siendo El tan grande y tan
santo y nosotros tan pequeños y pecadores, hubiéramos tenido miedo de El; para
ganarse nuestra confianza y nuestro afecto, no cesa de recordarnos en los
libros santos, que El es nuestro Padre y el Dios de las misericordias. «De El
deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra», y ninguno es padre como
nuestro Padre de los Cielos. El es Padre por abnegación, madre por la ternura.
En la tierra nada hay comparable al corazón de una madre por el olvido de sí,
el afecto profundo, la misericordia incansable; nada inspira tanta confianza y
abandono. Y, sin embargo, Dios sobrepasa infinitamente para nosotros a la mejor
de las madres. «¿Puede una madre olvidar a su hijo, y no apiadarse del fruto de
sus entrañas?, pues aunque se olvidara, yo no me olvidaré de vosotros» «El que
ha amado al mundo hasta el extremo de darle su Hijo unigénito», ¿qué nos podrá
negar? Sabe mejor que nosotros lo que necesitamos para el cuerpo y para el
alma; quiere ser rogado, tan sólo nos echará en cara el no haber suplicado
bastante, y no dará una piedra a su hijo que le pide pan. Si es preciso que se
muestre severo para impedir que corramos a nuestra perdición, su corazón es
quien arma su brazo; cuenta los golpes y en cuanto lo juzgue oportuno, enjugará
nuestras lágrimas y derramará el bálsamo sobre la herida. Creamos en el amor de
Dios para con nosotros y no dudemos jamás del corazón de nuestro Padre.
Es
nuestro Redentor, que vela sobre nosotros; es más que un hermano, más que un
amigo incomparable, es el médico de nuestras almas, nuestro Salvador por
voluntad propia. Ha venido a «salvar el mundo de sus pecados», curar las
dolencias espirituales, traernos «la vida y una vida más abundante», «encender
sobre la tierra el fuego del cielo». Salvarnos, he aquí su misión; salir bien
en esta misión, he aquí su gloria y su dicha. ¿Podrá El no sentir interés por
nosotros? Su vida de trabajos y humillaciones, su cuerpo surcado de heridas, su
alma llena de dolor, el calvario y el altar, todo nos muestra que ha hecho por
nosotros locuras de amor. «¡Nos ha adquirido a tan alto precio! » ¿Cómo no le
hemos de ser queridos? ¿En quién pudiéramos tener confianza, si no en este
dulce Salvador, sin el cual estaríamos perdidos? Por otra parte, ¿no es Él el
Esposo de nuestras almas? Abnegado, tierno y misericordioso para con cada una,
ama con marcada dilección a aquellas que todo lo han dejado por adherirse sólo
a El. Tiene sus delicias en verlas cerca de su tabernáculo y vivir con ellas en
la más dulce intimidad.
«Cuando
os hallareis en la aflicción -dice el P. de la Colombière-, considerad que el
autor de ella es Aquel mismo que ha querido pasar toda su vida en los dolores,
para con ellos poder preservarnos de los eternos; Aquel cuyo ángel está siempre
a nuestro lado vigilando por orden suya sobre todos nuestros caminos; Aquel que
ruega sin cesar sobre nuestros altares y se sacrifica mil veces al día en favor
nuestro; Aquel que viene a nosotros con tanta bondad en el sacramento de la
Eucaristía; Aquel para quien no existe otro placer que unirse a nosotros. -Mas
me hiere cruelmente, deja caer su pesada mano sobre mí. -¿Qué podéis temer de
una mano que ha sido agujereada, que se ha dejado atar a la cruz por nosotros?
-Me parece andar por un camino erizado de espinas. -Pero si no hay otro para ir
al cielo, ¿preferirías perecer siempre antes que sufrir durante unos momentos?
¿No es éste el mismo camino que El ha seguido antes de vosotros y por vosotros?
¿Podréis encontrar una espina que El no haya enrojecido con su sangre? -Me
ofrece un cáliz lleno de amargura. -Sí, pero recordad que es vuestro Redentor
quien os lo presenta. Amándoos como os ama, ¿podría resolverse a trataros con
rigor, si no hubiera para ello una utilidad extraordinaria o una urgente
necesidad?».
Siendo
como es bueno y santo, no obra sobre nosotros sino con los fines más nobles y
beneficiosos. «Su objeto es y será indefectiblemente uno»: la gloria de Dios.
«El Señor ha hecho todas las cosas para sí mismo», nos dice la Escritura, y no
hemos de lamentamos por esto, pues esta gloria no es otra cosa que la alegría
de darnos la eterna felicidad... Teniendo el universo por fin la glorificación de
Dios mediante la beatificación de la criatura racional, síguese que en un plan
secundario el fin de todas las cosas, al menos sobre la tierra, es la Iglesia
católica, pues ella es la madre de la Salvación. Todas las cosas terrestres,
todas, hasta las persecuciones, están hechas o permitidas por Dios para el
mayor bien de la Iglesia... Y en la misma Iglesia, todo está ordenado con miras
al bien de los elegidos, ya que la gloria de Dios aquí abajo se identifica con
la salvación eterna del hombre, de lo cual hemos de concluir que en un tercer
plano, el término invariable de las evoluciones y revoluciones de aquí abajo,
no es otro que la llegada de los elegidos a su eterno destino; tanto es así,
que tal vez nos sea dado ver en el cielo países enteros, removidos por la
salvación de un grupo de elegidos... ¿No es cosa loable ver a Dios gobernar al
mundo con el único fin de hacer seres felices y regocijarse en ellos?
La
voluntad de Dios es, por tanto, la santificación de las almas.
No
existe un solo segundo en que, en un punto cualquiera del universo, se le pueda
sorprender ocupado en otra cosa. He aquí la razón de todos estos
acontecimientos grandes y pequeños que agitan en diversos sentidos las
naciones, las familias. la vida privada. He aquí por qué Dios me quiere hoy
enfermo, contradicho, humillado, olvidado, por qué me proporciona este
encuentro feliz, me ofrece esta dificultad, me hace chocar contra esta piedra y
me entrega a esta tentación. Todos estos procedimientos los determina su amor,
su deseo de mi mayor bien. ¿Con qué confianza y docilidad no debiéramos
dejarnos hacer y corresponder si comprendiéramos mejor sus misericordiosos
caminos? Tanto más, cuanto que sin cesar pone al servicio de su paternal bondad
un poder infinito, una sabiduría intachable. Conoce, en efecto, el fin
particular de cada alma, el grado de gloria a que la destina en el cielo, la
medida de santidad que la tiene preparada. Para llegar al término y a la
perfección sabe qué caminos ha de seguir, por cuáles pruebas ha de atravesar,
qué humillaciones ha de sufrir. En estos mil acontecimientos de que estará
formada la trama de su existencia, la Providencia es la que tiene el hilo y lo
dirige todo al fin propuesto. Del lado de Dios que lo dispone nada viene que no
sea luz, sabiduría, gracia, amor y salvación. Porque siendo infinitamente
poderoso, puede todo cuanto quiere. El es el dueño, tiene en su poder la vida y
la muerte, conduce a las puertas del sepulcro y saca de él. Hay en nosotros
sombras y claridades, tiempo de paz y tiempo de aflicción; hay bienes y males;
todo viene de El, no hay absolutamente nada de que su voluntad no sea dueña
soberana. Hace todo según su libre consejo, y si una vez ha decretado salvar a
Israel, nadie hay que pueda oponerse a su voluntad, nadie que pueda hacerle
variar sus designios; contra el Señor no hay sabiduría, ni prudencia, ni
profundidad de consejos.
Bien
es verdad que dispone de los seres racionales respetando su libre albedrío.
Pueden, pues, oponer su voluntad a la suya, y parece que la tienen en jaque.
Mas en realidad, la resistencia de unos y la obediencia de otros le son
conocidas desde toda la eternidad, y las tuvo en cuenta al determinar sus
planes; halla en los recursos infinitos de su omnipotente Sabiduría la mayor
facilidad para cambiar los obstáculos en medios, a fin de hacer servir a
nuestro bien las maquinaciones que el infierno y los hombres traman para
perdernos. «Lo que yo he resuelto, dice el Señor en Isaías, permanecerá
estable, mi voluntad se cumplirá en todas las cosas». Obrad como queráis, es
necesario que la voluntad de Dios se ejecute; os dejará obrar según vuestro
libre albedrío, reservándose el dar a cada uno según sus obras; mas todos los
medios que podáis emplear para eludir sus designios, El sabrá hacerlos servir
para el cumplimiento de estos mismos. «Entonces, ¿qué podemos temer?, ¿qué no
debemos esperar siendo hijos de un Padre tan rico en bondad para amarnos y en
voluntad para salvarnos, tan sabio para disponer los medios convenientes a este
fin y tan moderado para aplicarlos, tan bueno para querer, tan perspicaz para
ordenar, tan prudente para ejecutar?»
RESPUESTA
A ALGUNAS OBJECIONES
«Los
pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos; tanto como el cielo se eleva
sobre la tierra, los caminos del Señor superan a los nuestros». De ahí surgen
un sinnúmero de malas inteligencias entre la Providencia y el hombre que no sea
muy rico en fe y abnegación. Señalaremos cuatro.
1º La
Providencia se mantiene en la sombra para dar lugar a nuestra fe, y nosotros
querríamos ver. Dios se oculta tras las causas segundas, y cuanto más se
muestran éstas más se oculta El. Sin El nada podrían aquéllas; ni aun
existirían; lo sabemos, y con todo, en vez de elevarnos hasta El, cometemos la
injusticia de pararnos en el hecho exterior, agradable o molesto, más o menos
envuelto en el misterio. Evita manifestarnos el fin particular que persigue,
los caminos por donde nos lleva y el trayecto ya recorrido. En lugar de tener
una ciega confianza en Dios, querríamos saber, casi osaríamos pedirle explicaciones.
¿Acaso un niño se inquieta por saber adónde le conduce su madre, por que escoge
este camino en vez del otro? Por ventura, ¿no llega el enfermo incluso a
confiar su salud, su vida, la integridad de sus miembros al médico, al
cirujano? Es un hombre como nosotros y, sin embargo, hay confianza en él a
causa de su abnegación, de su ciencia y de su habilidad. ¿No deberíamos tener
infinitamente más confianza en Dios, médico omnipotente, Salvador incomparable?
Al menos, cuando todo es sombrío en derredor nuestro y ni aun sabemos por dónde
andamos, quisiéramos un rayo de luz. ¡Oh, si supiéramos siquiera darnos cuenta
que la gracia es quien obra y que todo va bien! Pero ordinariamente no se dará
uno cuenta del trabajo del divino decorador antes de que esté terminado. Dios
quiere que nos contentemos con la simple fe y que confiemos en El, con corazón
tranquilo, en plena oscuridad. ¡Primera causa de la pena!
2º La
Providencia tiene distintas miras que nosotros, ya sobre el fin que se propone,
ya sobre los medios destinados a su consecución. En tanto no nos hayamos
despojado por completo del amor desordenado a las cosas de la tierra,
querríamos encontrar el cielo aquí abajo, o por lo menos ir a él por camino de
rosas. De ahí ese aficionarse, más de lo que está en razón, a la estima de
gentes de bien, al afecto de los suyos, a los consuelos de la piedad, a la
tranquilidad interior, etc., y que se saboree tan poco la humillación, las
contrariedades, la enfermedad, la prueba en todas sus formas. Las consolaciones
y el éxito se nos presentan más o menos como la recompensa de la virtud, la
sequedad y la adversidad como el castigo del vicio; nos maravillamos de ver con
frecuencia prosperar al malo y sufrir al justo aquí abajo. Dios, por el
contrario, no se propone darnos el paraíso en la tierra, sino hacer que lo
merezcamos tan perfecto como sea posible. Si el pecador se obstina en perderse,
es necesario que reciba en el tiempo la recompensa de lo poquito que hace bien.
En cuanto a los elegidos, tendrán su salario en el cielo; lo esencial, mientras
aquél llega, es que se purifiquen, que se hagan ricos en méritos. ¡Es tan buena
la prueba con este fin! No escuchando sino a su austero y sapientísimo amor,
Dios trabajará por reproducir a Jesucristo en nosotros a fin de hacernos reinar
con Jesús glorificado. ¿Quién no conoce por lo demás las bienaventuranzas
anunciadas por el divino Maestro? Así, la cruz será el presente que El ofrecerá
a sus amigos con más gusto. «Considera mi vida toda llena de sufrimientos -dijo
a Santa Teresa-, persuádete que aquel es más amado de mi Padre que recibe
mayores cruces; la medida de su amor es también la medida de las cruces que
envía. ¿En qué pudiera demostrar mejor mi predilección que deseando para
vosotros lo que deseé par mí mismo?» Lenguaje divino y sapientísimo, mas, ¡qué
pocos lo entienden! Y ésta es la segunda causa de las equivocaciones.
3º La
Providencia sacude recios golpes y la naturaleza se lamenta. Hierven nuestras
pasiones, el orgullo nos reduce, nuestra voluntad se deja arrastrar. Profundamente
heridos por el pecado, nos parecemos a un enfermo que tiene un miembro
gangrenado. Estamos persuadidos de que no hay para nosotros remedio sino en la
amputación, mas no tenemos valor para hacerla con nuestras propias manos. Dios,
cuyo amor no conoce la debilidad, se presta a hacernos este doloroso servicio.
En consecuencia nos enviará contradicciones imprevistas, abandonos, desprecios,
humillaciones, la pérdida de nuestros bienes, una enfermedad que nos va
minando: son otros tantos instrumentos con los que liga y aprieta el miembro
gangrenado, le hiere la parte más conveniente, corta y profundiza bien adentro
hasta llegar a lo vivo. La naturaleza lanza gritos; mas Dios no la escucha,
porque este rudo tratamiento es la curación, es la vida. Estos males que de
fuera nos llegan, son enviados para abatir lo que se subleva dentro, para poner
límites a nuestra libertad que se extravía y freno a nuestras pasiones que se
desbocan. He aquí por qué permite Dios se levanten por todas partes obstáculos
a nuestros designios, por qué nuestros trabajos tendrán tantas espinas, por qué
no gozaremos jamás de la tranquilidad tan deseada y nuestros superiores harán
con frecuencia todo lo contrario de nuestros deseos. Por esto tiene la
naturaleza tantas enfermedades; los negocios, tantos sinsabores; los hombres,
injusticias, y su carácter, tantas y tan inoportunas desigualdades. A derecha e
izquierda somos acometidos de mil oposiciones diferentes, a fin de que nuestra
voluntad, que es demasiado libre, así probada, estrechada y fatigada por todas
partes, se despoje al fin de sí misma y no busque sino la sola voluntad de
Dios. Mas ella se resiste a morir, y ésta es la tercera causa de los disgustos.
4º La
Providencia emplea a veces medios desconcertantes. « Sus juicios son incomprensibles»;
no sabríamos penetrar sus motivos, ni atinar con los caminos que escoge para
ponerlos en ejecución. «Dios comienza por reducir a la nada a los que encarga
alguna empresa, y la muerte es la vía ordinaria por la que conduce a la vida;
nadie sabe por dónde pasa.» Y, por otra parte, ¿cómo su acción va a contribuir
al bien de sus fieles? Nosotros no lo vemos y aun frecuentemente creemos ver lo
contrario. Mas adoremos la divina Sabiduría que ha combinado perfectamente
todas las cosas, estemos bien persuadidos de que los mismos obstáculos le
servirán de medios y que llegará siempre a sacar de los males que permite el
invariable bien que se propone, es decir, los progresos de la Iglesia y de las
almas para la gloria de su Padre.
En
consecuencia, si consideramos las cosas a la luz de Dios, llegaremos a la
conclusión de que muchas veces los males en este mundo no son males, los bienes
no son bienes, hay desgracias que son golpes de la Providencia y éxitos que son
un castigo.
Citemos
algunos ejemplos entre mil, para poner estas verdades en todo su esplendor.
Dios se compromete a hacer de Abraham el padre de un gran pueblo, a bendecir
todas las naciones en su raza, y he aquí que le ordena sacrificar al hijo de
las promesas. ¿Olvidó acaso la palabra dada? Ciertamente que no: mas quiere
probar la fe de su servidor y a su tiempo detendrá el brazo. Se propone someter
a José la tierra de los Faraones, y comienza por abandonarle a la malicia de
sus hermanos; el pobre joven es arrojado a una cisterna, conducido a Egipto,
vendido como esclavo, después pasa en la cárcel años enteros, todo parece
perdido, y, sin embargo, por ahí mismo es por donde le conduce Dios a sus
gloriosos destinos. Gedeón es milagrosamente elegido para librar a su pueblo
del yugo de los madianitas, improvisa soldados que apenas serán uno contra
cuatro. En lugar de aumentar su número, el Señor despide a la mayor parte, no
conservando sino trescientos y, armándolos de trompetas, de lámparas, con
cántaros de barro, les conduce, ¿a dónde, diremos, a la batalla o al matadero?
Y con este inverosímil ejército es pon el que asegura a su pueblo una
sorprendente y segura victoria. Mas dejemos el Antiguo Testamento.
Después
de las ovaciones y de los ramos, Nuestro Señor es traicionado, prendido,
abandonado, negado, juzgado, condenado, abofeteado, azotado, crucificado y
pierde su reputación. ¿Es así como asegura Dios Padre a su Hijo la herencia de
las naciones? Triunfa el infierno y todo parece perdido, no obstante, por ahí
mismo nos viene la salvación. Para confundir lo que es fuerte, Jesús escoge lo
que es débil. Con doce pescadores ignorantes y sin prestigio se lanza a la
conquista del mundo; nada son, pero El está con ellos. Deja a la persecución
campear durante tres siglos, y, según su palabra profética, aquélla apenas ha
de cesar; renueva a la Iglesia en lugar de destruirla y la sangre de los
mártires es aún hoy día semilla de cristianos. La impiedad de los filósofos,
las argucias de los heresiarcas se aprestan al asalto para extinguir las
estrellas del cielo; y con eso precisamente se hace la fe más explícita y más
luminosa. Los reyes y los pueblos bramarán contra el Señor y contra su Cristo,
que es, sin embargo, su verdadero apoyo, mas llegado el momento que El ha
escogido, «el Hijo del carpintero, el Galileo», siempre vencedor, encerrará a
sus perseguidores en un ataúd y los citará a su tribunal. Mientras la tierra se
agita en un sin fin de revoluciones, la cruz se mantiene enhiesta,
indestructible y luminosa sobre las ruinas de los tronos y de las nacionalidades.
Quédanle
medios propios suyos, medios inverosímiles, que Dios escogerá para salvar a un
pueblo, conmover las muchedumbres, instituir familias religiosas.
Hubo
un tiempo en que daba pena el reino de Francia; para arrancarlo de una pérdida
total e inminente, Dios va a suscitar no poderosas armas, sino una inocente
niña, una pobre pastorcilla de ovejas, y con este débil instrumento libra a
Orleáns y conduce triunfalmente al Rey a Reims para ser consagrado. En nuestros
días conmueve países enteros a la voz del Cura de Ars, el más humilde sacerdote
rural, y a excepción de la santidad, hombre de menguado valer. Dios quería
nuestra Orden: suscita tres santos para fundarla y le prepara las más
abundantes bendiciones, y, sin embargo, la persecución que se dejó caer sobre
nuestros Padres en Molismo los siguió a Cister. Se obliga a San Roberto por
obediencia a dejar su obra sin terminar. San Alberico durante su gobierno y San
Esteban durante algunos años apenas reciben novicios. La muerte hace sus vacíos
y una epidemia arrebata la mitad de la pequeña Comunidad. Los supervivientes se
preguntan, no sin ansiedad, si llegarán a tener sucesores o si su obra va a
desaparecer con ellos. ¿ Querrá la Providencia divina destruir sus piadosos
designios? Todo lo contrario, quiere de este modo asegurarlos, pero a su
manera; propónese santificar a los fundadores, pone en vigor todos los puntos
de la Regla, establece sólidamente la observancia y la vida interior. Una vez
preparada la colmena, atraerá las abejas por enjambres.
Dios
revela a la venerable María Postel que ella ha de fundar, en medio de muchas
tribulaciones, una Comunidad que será la más numerosa de la diócesis de
Coutances. Durante treinta años se la verá conducida por caminos oscuros,
sometida a todo género de pruebas, contradicha por los acontecimientos, probada
por repetidos fracasos. ¿Olvida acaso el Señor su promesa? Muy al contrario,
así es como asegura su perfecto cumplimiento, elevando a la fundadora a la más
encumbrada santidad, imprimiendo a la Congregación naciente el espíritu que
deberá siempre animarla. San Alfonso de Ligorio, ilustre Fundador de los
Redentoristas, se vio en sus últimos años indignamente acusado ante el Sumo
Pontífice por dos de los suyos; es condenado, privado de su cargo de Superior General
y hasta excluido del Instituto que le debía su existencia. Animábase leyendo la
vida de San José de Calasanz, el Fundador de las Escuelas Pías, que fue como él
perseguido, expulsado de su Orden y cuyo Instituto fue suprimido, y más tarde
restablecido por la Santa Sede. Mas San Alfonso predice: que Dios que ha
querido la Congregación en el reino de Nápoles, sabrá mantenerla en él, y que a
ejemplo de Lázaro saldrá de la tumba llena de vida, cuando él ya no exista.
«Dios ha permitido la dimisión -decía- para multiplicar las casas en los
Estados Pontificios.» Y de hecho, cuando el santo anciano haya apurado hasta
las heces el cáliz de las humillaciones y de los dolores, cuando haya sufrido
su martirio con la más inalterable paciencia, el cisma, causa de este martirio,
cesará como por ensalmo; la Congregación, más floreciente que nunca, extenderá
sus ramas por todos los países. Así, aquella horrorosa tempestad que parecía
iba a aniquilar el Instituto fue el medio elegido por Dios para propagarlo por
el mundo entero, a la vez que consumaba la santidad del Fundador. Y día llegó
en que los perseguidores del Santo fueron los más empeñados, según su
predicción, en pedir el fin del cisma. ¡Hasta tal punto el éxito momentáneo de
sus maquinaciones les embarazaba y llenaba su vida de decepciones y de
remordimientos!
Tratándose
de la santificación individual, Dios sigue los mismos caminos siempre austeros
y a veces desconcertantes.
Nuestro
Padre San Bernardo ama con pasión su soledad llena por completo de Dios, «su
bienaventurada soledad es su única beatitud». Sólo una cosa pide al Señor: la
gracia de pasar allí el resto de sus días, pero la voluntad divina le arranca
una y otra vez de los piadosos ejercicios del claustro, lánzale en medio de un
mundo que aborrece, en el tráfago de mil asuntos ajenos a su perfección,
contrarios a sus gustos de reposo en Dios.
No
puede ser todo para su Amado, para su alma, para sus hermanos, y por eso, se
inquieta. «Mi vida -dice- es monstruosa y mi conciencia está atormentada. Soy
la quimera del siglo, ni vivo como clérigo ni como seglar. Aunque monje por el
hábito que llevo, hace ya tiempo que no vivo como tal. ¡Ah, Señor! Más valdría
morir, pero entre mis hermanos.»
Dios
no le escucha, por lo menos en este sentido, y es preciso bendecirle por ello.
Porque el santo «aconseja a los Papas, pacifica a los reyes, convierte a los
pueblos, pone fin al cisma, abate la herejía, predica la cruzada». Y en medio
de tantos prodigios y triunfos se mantiene humilde, sabe hacerse una soledad
interior, conserva todas las virtudes de perfecto monje y no vuelve a su
claustro sino acompañado de multitud de discípulos. Es, no la quimera, sino la
maravilla de su siglo.
Abrumado
por el peso de los negocios, San Pedro Celestino suspira por su amada soledad y
abdica al Sumo Pontificado para volverla a hallar. Dios se la concede, mas en
forma del todo contraria a la que él había pensado, pues fue puesto en prisión.
«Pedro -decíase a sí mismo entonces-, tienes lo que tanto tiempo deseaste, la
soledad, el silencio, la celda, la clausura, las tinieblas en esta estrecha y
bienaventurada prisión. Bendice a Dios sin cesar, pues ha satisfecho los deseos
de tu alma de una manera más segura y agradable a sus ojos que la que tú
proyectabas. Quiere Dios ser servido a su modo, no al tuyo.» El caballero de
Loyola, herido ante los muros de Pamplona, podía considerar hundido su
porvenir, mas allí le esperaba Dios para conducirle por este accidente mil
veces feliz a la maravillosa conversión de la que había de nacer la Compañía de
Jesús.
¿No
es así como día tras día la mano de Dios nos hiere para salvarnos? La muerte
deja claros en nuestras filas y nos arrebata las personas con las que
contábamos; relaciones inexplicables desnaturalizan nuestras intenciones y
nuestros actos; se nos quita por este medio, al menos en parte, la confianza de
nuestros superiores, abundan las penas interiores, desaparece nuestra salud,
las dificultades se multiplican por dentro y por fuera la amenaza está siempre
suspendida sobre nuestras cabezas. Llamamos al Señor, y hacemos bien. Quizá le
pedimos que aparte la prueba; y a semejanza de un padre amante y tierno, pero
infinitamente más sabio que nosotros, no tiene la cruel compasión de escuchar
nuestras súplicas si las halla en desacuerdo con nuestros verdaderos intereses,
prefiriendo mantenernos sobre la cruz y ayudarnos a morir más por completo a
nosotros mismos, y a tomar de ella una nueva savia de fe, de amor, de abandono;
de verdadera santidad.
En
resumen, jamás pongamos en duda el amor de Dios para con nosotros. Creamos sin
titubear en la sabiduría, en el poder de nuestro Padre que está en los cielos.
Por numerosas que sean las dificultades, por amenazadores que puedan
presentarse los acontecimientos, oremos, hagamos lo que la Providencia exige,
aceptemos de antemano la prueba si Dios la quiere, abandonémonos confiados a
nuestro buen Maestro, y con tal conducta, todo, absolutamente todo, se
convertirá en bien de nuestra alma. El obstáculo de los obstáculos, el único
que puede hacer fracasar los amorosos designios de Dios sobre nosotros, sería
nuestra falta de confianza y de sumisión, porque El no quiere violentar nuestra
voluntad. Si nosotros por nuestra resistencia hacemos fracasar sus planes de
misericordia, suya será en todo caso la última palabra en el tiempo de su
justicia, y finalmente hallará su gloria. En cuanto a nosotros, habremos
perdido ese acrecentamiento de bien que El deseaba hacernos.
4. AMOR DE DIOS
Siendo
el Santo Abandono la conformidad perfecta, amorosa y filial, no puede ser
efecto sino de la caridad; es su fruto natural, de suerte que un alma que ha
llegado a vivir del amor, vivirá también del abandono. Propio es del amor, en
efecto, unir al hombre estrechamente con Dios, la voluntad humana al
beneplácito divino. Por otra parte, esta perfección de conformidad supone una
plenitud de desprendimiento, de fe, de confianza, y sólo el Santo Abandono nos
eleva a tales alturas y nos lleva a ella como naturalmente.
El
amor dispone al abandono por un perfecto desasimiento. El ejercicio habitual del
abandono requiere una verdadera muerte a nosotros mismos. Podrán comenzarlo
otras causas, pero no tendrán la delicadeza ni fuerzas necesarias para llevarlo
a término; para lo cual será necesario «un amor fuerte como la muerte». Mas el
amor lo conseguirá, por que le es propio olvidarlo todo, darse sin reserva, y
no admite división: ni quiere ver sino al Amado, no busca sino al Amado, ama
todo cuanto agrada al Amado. «El amor de Jesucristo -dice San Alfonso- nos pone
en una indiferencia total; lo dulce, lo amargo, todo viene a ser igual; no se
quiere nada de lo que agrada a sí mismo, se quiere todo lo que agrada a Dios;
empléase con la misma satisfacción en las cosas pequeñas como en las grandes,
en lo que es agradable y en lo que no lo es; pues con tal que agrade a Dios,
todo es bueno. Tal es la fuerza del amor cuando es perfecto -dice Santa
Teresa-; llega a olvidar toda ventaja y todo placer personal, para no pensar
sino en satisfacer a Aquel que se ama.» Y San Francisco de Sales añade, con su
gracioso lenguaje: «Si es únicamente a mi Salvador a quien amo, ¿por qué no he
de amar tanto el Calvario como el Tabor, puesto que se halla tan realmente en
uno como en otro? Amo al Salvador en Egipto, sin amar el Egipto. ¿Por qué no lo
amaré en el convite de Simón el leproso sin amar el convite? Y si le amo entre
las blasfemias que lanzaron sobre El, sin amar tales blasfemias, ¿por qué no le
amaré perfumado con el ungüento precioso de la Magdalena, sin amar ni el
ungüento ni el perfume?» Y como lo decía, así lo practicaba.
El
amor dispone al abandono haciendo la fe más viva y la confianza inquebrantable.
Ciertamente la fe se esclarece y el corazón se abre a la esperanza, a medida
que la niebla de las pasiones se disipa y la virtud crece. Mas cuando llega a
la vía unitiva, las convicciones tórnanse más luminosas, las relaciones con
Dios se convierten en cordial comunicación llena de confianza e intimidad,
sobre todo cuando un alma ha experimentado repetidas veces que es ardientemente
amante, y al revés, aún más amada de Dios cuando la ha purificado y afinado en
el rudo y saludable crisol de las purificaciones pasivas. Como un niño en
brazos de su madre reposa sin inquietud y se abandona con confianza, porque
instintivamente siente que su madre le ha dado todo su corazón, así el alma se
entrega a la Providencia con entera tranquilidad de espíritu, cuando ha podido
llegar a decirse: «Es mi Padre del cielo, es mi Esposo adorado, el Dios de mi
corazón que tiene en sus manos mi vida, mi muerte, mi eternidad; no me sucederá
sino lo que El quiera, y no quiere sino mi mayor bien para el otro mundo y aun
para éste.» Así es como terminando de romper nuestras ligaduras, y dando a
nuestra confianza y a nuestra fe su última perfección, el santo amor completa
nuestra preparación al abandono. Nos queda por manifestar cómo lo produce
directamente. El amor perfecto es el padre del perfecto abandono. « El amor es
lazo que une al amante con el amado, y hace de los dos uno, como el odio separa
a los que la amistad había unido. La unión que produce el amor, es sobre todo
la unión de las voluntades. El amor hace que los que se aman tengan un mismo
querer y no querer para todas las cosas que se ofrezcan y no hieran la virtud;
lo mismo que el odio llena el corazón de sentimientos diametralmente opuestos a
la persona a la que se tiene aversión, de lo cual hemos de concluir que la
unión y la conformidad con la voluntad de Dios se miden por el amor; que poco
amor da poca conformidad, y un amor mediano una mediana conformidad,
finalmente, un amor completo, una completa conformidad.» Por esto, los
principiantes generalmente no pasan de la simple resignación, los proficientes
se elevan a una conformidad ya superior; no consiguiéndose la perfecta
conformidad sin un amor perfecto, con el cual se llega con seguridad a ella.
Insistamos más para declarar mejor nuestro pensamiento.
Nadie
ignora que el término a donde tiende el amor es la unión; y según San Juan: «El
que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él.» La experiencia
nos lo dice al igual que la fe. El movimiento propio del amor es entregarse la
criatura a Dios y Dios a la criatura, los lanza el uno hacia el otro; no hay
amor de amistad en donde no exista este movimiento de unión. Cuando Dios nos
estrecha contra su corazón en amoroso abrazo, nos unimos a El con todas
nuestras fuerzas; se le querría estrechar mil veces más, hasta confundirnos con
El y formar un solo ser. Cuando Dios se oculta por amoroso artificio, como pala
hacerse buscar con más avidez, la pobre alma, temiendo haberle perdido, va
preguntando por El por todas parte con amorosa ansiedad; es una necesidad
dolorosa, es un hambre insaciable, una sed inextinguible. Siente el vacío de
Dios y no podría pasar sin El; nada le puede consolar en ausencia suya, a no
ser el pensar que ella le agrada cumpliendo su adorable voluntad, y la
esperanza de volverlo a encontrar más perfectamente. Querría poseerle, por
decirlo así, infinitamente en el otro mundo para amarle, para alabarle, para
unirse a El en la medida de sus deseos. Entre tanto lo busca aquí abajo sin
descanso, aspira a una unión de amor cada vez más estrecha, dada por el
sentimiento de una posesión sabrosa si Dios quiere, unión en la que dominará
con frecuencia la necesidad y el deseo y el esfuerzo laborioso. En el primer
caso, el alma está unida a Dios y en el otro, trata de unirse; en ambos es
idéntico el movimiento de amor que nos saca fuera de nosotros para lanzarnos en
Dios con ardiente deseo de poseerle. Esta unión de corazones produce la unión
de voluntades. Desde que está poseído de un profundo afecto hacia Dios y se ha
entregado a Él sin reserva ni división, poseyendo nuestro corazón, se adueña
también de nuestra voluntad, tanto que nada podríamos negarle.
En el
cielo se gusta la unión con Dios en las alegrías del amor beatifico. Aquí abajo
se le encuentra más frecuentemente sobre el Calvario que sobre el Tabor;
respecto a la unión de gozo, es rara y fugaz, y generalmente el sufrimiento la
precede y la sigue. Dios mostró en un éxtasis a Santa Juana de Chantal que
«padecer por Él es pasto de su amor en la tierra, como gozar de El lo es en el
cielo». Concuerdan con las de su fundadora estas expresiones de Santa Margarita
María: «Tanto vale el amor cuanto es lo que se atreve a sufrir. No vive a gusto
el amor, si no sufre. Querer amar a Dios sin sufrimiento es ilusión.» Ya que el
sufrimiento es necesario para purificar, desprender, y adornar las almas y
preparar así su unión a Dios. Es también preciso para alimentar esta unión,
para impedir que se debilite y hacerla crecer, pues no bastarían los ardores
del amor.
Es
porque el amor, en efecto, no vive tan sólo de lo que recibe; vive aún más de
lo que da; su mejor alimento será siempre el sacrificio. Así acontece hasta en
las cosas humanas: el hijo que ha costado más dolores y lágrimas a su madre,
¿no será por ventura el más amado? De la misma manera el alma se une a Dios en
la medida en que sabe abnegarse por El; la unión de corazón y de voluntad,
cimentada por el hábito del sacrificio, será siempre la más sólida, y por
decirlo así, inquebrantable. Mas, ¿sobreviviría la que ha nacido de las
suavidades del amor? Quizá. Pero hay necesidad de que la prueba venga a
reforzarla y mostrar lo que vale. Cuando Dios nos prodiga inefables ternuras y
nos acaricia amorosamente como un padre que estrecha a su hijo contra su
corazón, nuestra alma emocionada, anhelante, enloquecida, sale de si misma, se
da por entero y se entrega con sinceridad. Mas el amor propio está muy lejos de
morir definitivamente y hasta puede hallar su más delicado alimento en las
dulzuras de esas emociones. Para completar la obra de las divinas ternuras,
para robustecer la debilidad de la naturaleza y el reinado de la santa
dilección, será, pues, imprescindible la acción lenta y dolorosa de la prueba
bien aceptada. Dejémonos crucificar de buena gana: en el Calvario fue dada a
luz nuestra alma y en la cruz hallará siempre la vida. El dolor es, pues, el
alimento necesario del santo amor y por cierto muy sustancial. Un alma
iluminada lo declara así: tanto más experimenta un alma que Dios se le comunica
y le abraza, cuanto la favorece más el Señor, permitiendo que sea humillada y
que reconozca su incapacidad y que sienta su inutilidad. «El amor divino crece
en el dolor. Cuando éste es más punzante, tanto más vivos son los ardores del santo
amor. Cuanto más pesa la tristeza sobre un alma, tanto más siente las llamas
del divino amor, y su corazón deja escapar palabras de fuego.» Nuestro Señor le
pondrá frecuentemente en la imposibilidad de comulgar a causa de enfermedad,
pero El compensará esta privación del pan eucarístico, partiendo en mayor
abundancia el pan de la tribulación. En una palabra, «el dolor es el pan
sustancial de que Jesús quiere alimentarla»; ella lo entiende así y pide tan
sólo que no se harte jamás de este manjar divino. Este es el lenguaje de todas
las almas grandes, que por alcanzar la unión tan deseada con el Dios de su
corazón, atravesarían el fuego y el hielo, sin que esto quiera decir que son
insensibles al dolor.
Mas
el amor dulcifica el padecimiento, y hasta lo busca y desea. «¡Cuántas
crucecitas encuentro cada día!, decía un alma ardiente. Amo esas cruces, aun
cuando me causan mucho dolor, porque si no lo sintiera me parecería que no amo.
Si no padeciera, amando tantísimo a mi Dios, no sería feliz y me creería juguete
del demonio.» La venerable María Magdalena Postel dice: «Cuando se ama, no hay
trabajo para el que ama, pues es tanta la dicha que se halla en padecer por el
objeto amado.» Y San Francisco de Sales nos revelará el secreto de este
heroísmo: Ved las aflicciones en sí mismas, son pavorosas, vedlas en la
voluntad divina, son amores y delicias. Si miramos las aflicciones fuera de la
voluntad de Dios, tienen su amargura natural; mas considéreselas en este
beneplácito eterno y son todo oro, amables y preciosas, mucho más de lo que
puede decirse. Las medicinas desagradables ofrecidas por una mano cariñosa las
recibimos con alegría, sobreponiéndose el amor a la repugnancia. La mano del
Señor es igualmente amable, ya distribuya aflicciones, ya nos colme de consolaciones.
El corazón verdaderamente amante, ama aún más el beneplácito de Dios en la
cruz, en las penas y en los trabajos, porque la principal virtud del amor
consiste en hacer sufrir al amante por la cosa amada.»
En
fin, el amor justifica la Providencia y la aprueba en todos sus caminos. El
Hijo de Dios cree a su Padre celestial, le adora, confía en El, pero sobre todo
le ama, y amándole tiene gusto para todo cuanto viene de El, aun cuando su
divina Providencia fuere en apariencia dura y severa. De esta manera su amor
filial recibe con escrupuloso respeto todo cuando es enviado del cielo. San
Francisco de Sales no miraba bien que uno se quejase del tiempo: ¡hace mal
tiempo, hace mucho frío, qué calor! «semejantes reflexiones -decía- no
convienen a un hijo de la Providencia que siempre ha de bendecir la mano de su
Padre». El amor divino obra de la misma manera cuando intervienen las causas
segundas y la malicia humana: por encima de los hombres y de los
acontecimientos ve a su Amado, al Dios de su corazón, y con amor filial, con
respecto inalterable besa la mano que le está hiriendo.
5. AMOR DE NUESTRO SEÑOR
En
este camino del amor y del abandono, Nuestro Señor Jesucristo posee singular
atractivo para cautivar las voluntades y arrebatar los corazones. Siendo Dios,
como el Padre y como el Espíritu Santo, se ha hecho hombre como nosotros; es
Dios, que ha llegado a ser nuestro hermano, nuestro amigo, el Esposo de
nuestras almas; Dios maravillosamente puesto a nuestro alcance, Dios revestido
de incomparable encanto para nosotros. La Santa Humanidad es la puerta que nos
convenía para penetrar en los secretos de la Divinidad; y ofrece a nuestro
pensamiento un precioso apoyo, a nuestro corazón un delicioso atractivo, a
nuestra voluntad un modelo proporcionado. Jesús es el Salvador, a quien todo se
lo debemos; Cabeza que nos comunica la vida. Camino que debemos seguir, y Guía
que va delante de nosotros, Viático que sostiene nuestras fuerzas, término que
debemos esperar, único galardón a que aspiramos. Es para nosotros alfa y omega,
principio y fin.
A
excepción de los atractivos de la gracia que siempre hay que respetar, nunca se
encomendará bastante a las almas piadosas que nada antepongan a Nuestro Señor
en sus devociones. La práctica más recomendada por los Maestros de piedad es la
de seguirle principalmente al Calvario y al altar. Muchos, sin embargo,
prefieren honrar su Sagrado Corazón o su santísima Infancia. Lo esencial es que
se tenga muy a menudo a Jesús a la vista para contemplarle, en el corazón para
amarle, en la voluntad para conocerle e imitarle. Después, que cada cual siga
su atractivo y busque al buen Maestro allí donde con más facilidad le
encuentre. En cualquiera de sus misterios hay todo lo que se precisa para
satisfacer las aspiraciones y las necesidades más variadas; es siempre la
víctima voluntaria que se dirige al sacrificio, el Esposo que nos invita al
sufrimiento, su vida entera no ha sido sino cruz y martirio.
Jesús
Niño, por no hablar sino de El, tiene la mano tan fuerte como dulce, y es lo
suficiente sabio para no perjudicar a sus amigos. Un día, «durante la Santa
Misa, se presenta a una religiosa con una multitud de cruces en sus manos. Las
había de todos los tamaños, pero sobre todo pequeñas, y eran tan numerosas que
apenas las podía sostener, y la dijo graciosamente: ¿Me quieres con todo mi
cortejo? (Su cortejo eran las cruces.) ¡Oh!, sí, amable y gracioso Niño -díjole
ella-, os quiero con todo vuestro cortejo. Venid, que os quiero acoger».
Santa
Teresita del Niño Jesús se había ofrecido a su dulce Amigo, «para ser no su
pequeño juguete de valor que los niños se contentan con mirar, sin atreverse a
tocarlo, sino como una pelotita de escaso precio, que pudiera arrojar al suelo,
empujar con el pie, rasgar, arrinconar, o bien estrecharla contra su corazón,
si tal fuese su gusto». En una palabra, quería divertir al Niño Jesús y
entregarse a sus caprichos infantiles. El escuchó su petición y no tardó en
romper el pequeño juguete, «queriendo sin duda ver lo que contenía dentro».
Imposible describir en términos más graciosos una ruda crucifixión, una
verdadera muerte a sí misma, bastando la dulce mano del Niño Jesús para esta
forzada labor.
La
Pasión es el atractivo más general; éste fue el de Nuestro Padre San Bernardo.
«Desde el principio de mi conversión -dice-, a fin de suplir los méritos que a
mí me faltaban, puse sobre mi corazón un hacecito de mirra, formado de todas
las ansiedades y amarguras de mi Salvador. En él coloqué las privaciones de su
infancia, los trabajos de su predicación, las fatigas de sus viajes, sus
vigilias en la oración, sus tentaciones y sus ayunos, sus lágrimas de
compasión, los lazos tendidos a sus palabras, las traiciones de los falsos
hermanos, los clamores, las bofetadas, los sarcasmos, las injurias, los clavos,
todos los tormentos que cuenta el Evangelio y que El padeció en tan crecido
número por nuestra salvación... Nadie podrá arrebatarme este hacecito, que
siempre conservaré sobre mi corazón. Estoy persuadido de que la sabiduría
consiste en meditar estas cosas; y en esto he cifrado la perfección de la
justicia, la plenitud de la ciencia, las riquezas de la salvación, la
abundancia de los méritos. De ahí me viene la suave unción de la consolación.
Esto es lo que me levanta en la adversidad, lo que me sostiene en la prosperidad,
lo que en las alegrías y tristezas de la vida me conduce con seguridad por el
camino real, y lo que aparta los males que de una y otra parte me amenazan...
Por esto, tengo con frecuencia estas cosas en mi boca, y vosotros lo sabéis;
Dios sabe que las tengo siempre en mi corazón, es evidente que de ellas están
llenos mis escritos. No hay para mí más sublime filosofía aquí abajo que la de
conocer a Jesús y a Jesús Crucificado.»
Un
día Nuestro Señor muestra a Gemma Galgani sus cinco llagas abiertas, y le dice:
«Mira, hija mía, y aprende a amar. ¿Ves esta cruz, estas espinas y estos
clavos, estas carnes lívidas y estas heridas y llagas? Todo es obra del amor y
de un amor infinito. Hasta este punto te he amado. ¿Quieres tú amarme de
verdad? Aprende ante todo a sufrir; es el sufrimiento quien enseña a amar.»
Esta vista del Redentor cubierto de llagas y bañado en sangre, encendió en el
corazón de la sierva de Dios el sentimiento del amor hasta el sacrificio, y el
vivo deseo de sufrir algo por Aquel que tanto sufrió por ella. Se despojó de
todas sus joyas: «Las únicas joyas que embellecen a la esposa de un Rey
crucificado son las espinas y la cruz.» Desea sufrir para parecerse a su Amado:
«Quiero sufrir con Jesús, exclama, quiero ser semejante a Jesús, sufrir mientras
viviere.» Su ángel de la guarda le presenta a su elección una corona de espinas
o una de azucenas:
«Quiero
la de Jesús, sólo ella me agrada», responde; en seguida, con amorosa
impaciencia toma la corona de espinas, la cubre de besos y la estrecha contra
su corazón. «No quiero las consolaciones de Jesús; Jesús es el hombre de
dolores, quiero ser también la hija de los dolores.» Durante una prolongada
tribulación dijo a Nuestro Señor: « ¡Con Vos, sienta bien el sufrir! » Otra
alma generosa, Sor Isabel de la Trinidad, declárase «enteramente feliz con
poder seguir el camino del Calvario, como una esposa cabe del divino
Crucificado.» Una religiosa cree oír a Nuestro Señor que la dice: «¿Quieres
amarme en el sufrimiento, en la inmolación, en el desprecio?» Lo acepta con
ánimo esforzado, mas cuando el dolor se presenta bajo una u otra forma, el
primer movimiento es un movimiento de repulsa, y el divino Maestro añade:
«Déjate desollar, inmolar. ., ya que eres esposa de un Dios crucificado, es
preciso que tú sufras... Bebamos, hija, en el mismo cáliz la tristeza, la
angustia y el dolor.» Después de los más elevados favores, se cree ella aún
menos exenta del dolor: «Ahora sí que debemos beber Cristo y yo en el mismo
cáliz, recorrer el mismo camino, morir sobre la misma cruz.» Mas el buen
Maestro la muestra «que se ama en la medida en que se es generoso», la enseña
«a sonreír siempre al dolor»; ella acepta «a no ser consolada, para consolar al
divino y gran Afligido». «Quiero amaros, gran Abandonado, pero en el sufrimiento,
en el olvido de mí misma y de las criaturas. ¿Cómo pensar aún en mí?» Así, no
desea ya gozar cerca del Amado, sino sufrir a fin de que El halle sus delicias
con las almas religiosas y sacerdotales, morir para que El viva en todos los
corazones.
Jesús
es ciertamente el Salvador del mundo. El suscita corazones generosos, a quienes
asocia a su obra de Redención y, por consiguiente, a su sacrificio, encendiendo
en ellos un celo ardiente por las almas que se pierden y por el Amado que tan
malamente es servido y tan ofendido. Quéjase a Gemma Galgani de la malicia,
ingratitud e indiferencia general. Se le olvida como si jamás hubiera amado, ni
nunca hubiera sufrido, como si fuese desconocido a todos. Los pecadores se
obstinan en el mal, los tibios no se hacen violencia, los afligidos caen en el
abatimiento. Se le deja casi solo en las iglesias y su corazón está de continuo
rebosante de tristezas. Necesita una expiación inmensa, principalmente por los
pecados y sacrilegios con que se ve ultrajado por las almas escogidas entre
mil. Gemma acepta con corazón magnánimo su misión de amor y de expiación: «Yo
soy la víctima -dice- y Jesús es el sacrificador. Sufrir, sufrir pero sin
ningún consuelo, sin el menor alivio, sufrir sólo por amor. Me basta ser
víctima de Jesús, para expiar mis innumerables pecados y, si es posible, los
del mundo entero.» Así habla esta inocente joven. A todas las grandes almas que
la augusta Víctima asocia de un ¡nodo especial a su obra de Redención las marca
con el sello de la cruz. Según la feliz expresión de Sor Isabel de la Trinidad,
«El se hace en ellas como una humanidad añadida, en la que todavía pueda sufrir
por la gloria de su Padre y las necesidades de su Iglesia y perpetuar aquí
abajo su vida de reparación, de sacrificio, de alabanza y de adoración.» No
menos hermosas son las palabras de un alma ardiendo en deseos de ver a Dios:
«En el tiempo de la persecución -dice-, a la hora en que las esposas de Jesús
son convocadas al Calvario, no es mi ensueño morir, quiero ir al Gólgota con Jesús,
quiero sufrir con El y por El, y cuando hubiere llegado la hora de su triunfo,
¡ah!, entonces sí que seré dichosa uniéndome a El. Por Ti, Jesús mío, quiero
morir, morir sin consuelo alguno, mas antes quiero por Ti vivir oculta,
ignorada y despreciada. Para consolarte, Jesús mío, y para ganarte almas,
quiero olvidarme, renunciarme, inmolarme. No amo el sufrimiento, Tú bien lo
sabes; cuando se presenta se rebela con frecuencia la naturaleza, pero en el
fondo huélgome de poder padecer algo por Ti. ¡Oh, Jesús!, mi corazón es
demasiado pequeño para amarte, dame los corazones de todos los hombres que no
te aman que yo los consagraré al puro amor.»
La
angelical Santa Teresa del Niño Jesús hubiera querido ser sacerdote para llevar
a Jesús en sus manos, para darlo a las almas; hubiera querido iluminar el
mundo; como los doctores anunciar el Evangelio a toda la tierra y en todos los
tiempos; hubiera querido sobre todo el martirio, pero el martirio con todo
género de suplicios. «Como Vos, Esposo adorado, querría ser azotada,
crucificada; querría morir desollada como San Bartolomé; como San Juan querría
ser sumergida en aceite hirviendo; deseo, como San Ignacio de Antioquía, ser
triturada por los dientes de las fieras, a fin de llegar a ser pan digno de
Dios; con Santa Inés y Santa Cecilia, querría ofrecer mi cuello a la espada del
verdugo, y como Juana de Arco, sobre una hoguera ardiente pronunciar el dulce
nombre de Jesús.» Mas ya que Dios ha dispuesto de ella de otro modo, su
vocación será el amor, y lo probará arrojando flores, es decir, que no dejará
pasar ningún sacrificio por pequeño que sea, ninguna mirada, ninguna palabra, y
aprovechará las menores acciones, para hacerlas por amor, sufrirá y se
alegrará, aun por amor.
¡Quiera
Dios que tan elevados sentimientos nos guíen siempre en la práctica del Santo
Abandono! Las grandes almas que nos complacemos en citar, se habían ofrecido
como víctimas y pedían a veces el sufrimiento; manifestado queda ya nuestro
pensamiento sobre esta manera de proceder.
6. EL EJEMPLO DE NUESTRO SEÑOR
A un
alma que se sienta prendada del amor de Dios, nada la lleva tanto al abandono
como el ejemplo de su amado Maestro. El agrada soberanamente al alma, y ella a
su vez quiere únicamente agradarle, y por lo mismo se esfuerza en imitarle en todas
las cosas. Ahora bien, su vida entera no ha sido sino obediencia y abandono.
Hace
su entrada en el mundo, y «viene ante todo -dice Monseñor Gay- para su Padre.
El, su Padre, es objeto de toda su religión y el término del sacrificio». Le
habla y le dice: «He aquí que vengo para hacer vuestra voluntad.» ¡Pues qué!
¿No viene para predicar, trabajar, morir, sufrir, vencer el infierno, y salvar
al mundo con su cruz?
«Esta
es su labor, como El muy bien lo sabe, pues sus ojos apenas abiertos ya lo han
visto todo y su corazón lo ha abrazado inmediatamente. Quiere cumplir todo,
hasta la última tilde, y lo quiere sinceramente y con un querer lleno de amor y
de eficacia... mas quiere todo esto, por ser tal la eterna voluntad de su Padre
y sólo esta voluntad le conmueve y le decide. Viendo todo lo demás, se fija,
sin embargo, en sólo esto; sólo de ella habla y de sólo ella pretende depender.
Esta voluntad divina lo es todo: principio, fin, razón, luz, apoyo, mansión,
alimento, recompensa. En ella, pues, se apoya, a ella se reduce, en ella se
afirma, y ejecutando después tantas cosas, y tan elevadas y tan inauditas y tan
sobrehumanas, nunca hará sino esta cosa sencilla, en la que nuestros niños son
capaces de imitarle: hará la voluntad de su Padre celestial, y a ella se
entregará sin reserva y vivirá por completo abandonado».
Esta
obediencia y este abandono tienen su origen en su amor para con el Padre; es
plenitud de abandono, porque es plenitud de amor; amor filial, confiado,
desinteresado, generoso, sin reserva; amor rebosando reconocimiento por los
bienes que ha recibido en santa Humanidad; amor lleno de celo, de abnegación y
de humildad; Víctima cargada con todos los pecados del mundo, estima todos los
castigos, ya que ningún sufrimiento es excesivo para reparar la gloria de su
Padre y restituirle los hijos alejados y con todo tan tiernamente queridos.
Amor
filial, y al mismo tiempo amor de niño. «¿Pues qué otra cosa ha sido -dice
Monseñor Gay- Nuestro Señor, Jesús, el Hijo del Eterno Padre, verdadero Dios y
verdadero Hombre, según su Humanidad, sino un niño? A nuestros mismos ojos es
el estado en que ha querido aparecer; mas para su Padre, a los ojos de la
Divinidad, de su propia Divinidad, no ha cesado nunca ni cesará de ser un niño.
Esta Humanidad gobierna todos los seres; los Serafines le besan los pies, y el
mundo entero con razón la saluda como a su maestra y soberana; súbditos suyos
son los reyes; los pueblos, su herencia; los ángeles, sus mensajeros. Es reina
a la manera que Dios es Rey, y, sin embargo, os lo repito, no es en definitiva
sino un niño, un niño de un día y de una hora, que no tiene de sí y por sí solo
ni pensamiento, ni palabra, ni movimiento, ni vida; un niño pequeño oculto en
el seno, llevado en brazos, entregado a los derechos, a las voluntades, al
beneplácito, a las costumbres, a las sonrisas infantiles, a las caricias sin
igual, al amor infinito de la Divinidad que es su padre y su madre. Todo esto
copia el alma abandonada, pues siendo Dios nuestro Padre, ¿qué son respecto a
El nuestra edad, nuestra talla y nuestra actitud? Aun cuando fuéramos un San
Pedro, o un San Pablo o cualquiera de esos gigantes en la santidad, ¿seríamos
alguna vez grandes delante de Dios?»
Si
pudiéramos seguir la vida de Nuestro Señor Jesucristo hasta en sus mismos actos,
hallaríamos por todas partes el amor, la confianza, la docilidad, el abandono
infantil de un niño. Citemos tan sólo algunos ejemplos de San Francisco de
Sales.
«Ved
al pobre Niño en la cueva, que recibe la pobreza, la desnudez, la compañía de
los animales, todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo cuanto permite
su Padre que le venga. No está escrito que haya extendido sus manos en busca
del seno de su Madre, mas no rehúsa los pequeños alivios que Ella le da. Recibe
los servicios de San José, las adoraciones de los reyes y de los pastores, y
todo con la misma igualdad de ánimo. Así nada debemos nosotros desear ni nada
rehusar, sino sufrir y recibir con igualdad de ánimo todo lo que la Providencia
permita que nos suceda.»
«Si
se hubiera preguntado al dulce Niño Jesús llevado en brazos de su Madre, a
dónde iba, ¿no hubiera tenido razón en responder: Yo no voy, es mi Madre la que
va por mí?, y a quien le hubiera preguntado: Pero al menos, ¿no vais Vos con
vuestra Madre?, hubiera podido con razón decirle: No; yo no voy en manera
alguna, o si voy allí donde mi Madre me lleva, no es por mis propios pasos, es
por los pasos de mi Madre que voy. A la manera que mi Madre va por mí, así Ella
quiere por mí y yo la dejo igualmente el cuidado de ir como el de querer. Su
voluntad basta para Ella y para mí, sin que yo tenga querer alguno en lo
tocante a ir o venir; no me importa si camina aprisa o despacio, si va por ésta
o la otra parte; no me opongo a su deseo de ir acá o allá y me contento con
estar siempre en sus brazos y mantenerme bien unido a su amante cuello. »
En su
huida a Egipto, Nuestro Señor, que es la Sabiduría eterna, y que gozaba del
perfecto uso de la razón, no advierte a San José o a su dulcísima Madre nada de
cuanto había de acontecerles. Nada quiso emprender sino por el encargo del
ángel Gabriel que había sido destinado por el Padre para anunciar el misterio
de la Encarnación, para ser desde entonces como el ecónomo general de la
Sagrada Familia, para cuidar de ella en los diversos acontecimientos. Este Niño
Todopoderoso, pero manso y humilde de corazón, se dejaba llevar a donde querían
y por quien quería llevarle, se abandonaba dócilmente en manos del ángel por
más que éste no tenía ni ciencia, ni sabiduría que pudieran compararse con su
divina Majestad.
«Algunos
contemplativos han supuesto que Nuestro Señor en Egipto, en el taller de San
José y durante los treinta años de su adorable vida oculta, se ocupaba algunas
veces en hacer cruces», y las ofrecía a sus amigos -método que no ha variado-.
Devorado del celo por la gloria de su Padre, de la Iglesia y por las almas,
«tuvo mil amorosos desfallecimientos; veía la hora de ser bautizado con su
propia sangre y languidecía suspirando en tanto que esto llegaba, a fin de
vernos libres, por su muerte, de la muerte eterna». Y sin embargo, cuando entra
en el Huerto de los Olivos, se entrega a los terribles asaltos del temor y de
las repugnancias, «sufriéndolos voluntariamente por amor nuestro, pudiéndose
librar de ellos. El dolor le causa angustias de muerte, y el amor un ardiente
deseo de ella, una cruel agonía entre el deseo y el horror a la muerte, hasta
la abundante efusión de su sangre que corre como de una fuente y riega la
tierra». Con todo, no cesa de repetir en amoroso abandono: «Padre mío, hágase
vuestra voluntad y no la mía». En consecuencia, «déjase prender, maniatar y
conducir a gusto de los que quieren crucificarle, con un abandono admirable de
su cuerpo y de su vida, poniéndolos en sus manos. De igual modo van a
entregarse su alma y voluntad por una perfectísima indiferencia en manos de su
Padre Eterno».
Mas
antes, un supremo dolor y el más terrible de todos le espera «sobre la cruz»,
cuando después de haber dejado todo por el amor y la obediencia de su Padre,
fue como dejado y abandonado de El; y empujada su barca a la desolación por el
torrente de las pasiones, apenas sentía la brújula de su vida, que, sin
embargo, no sólo miraba a su Padre, sino que le estaba inseparablemente unida;
cosa que la parte inferior ni sabía ni de ella se apercibía, ensayo que la
divina Providencia jamás ha hecho ni hará en ninguna otra alma, pues no lo
podría soportar. Para mostrarnos lo que podemos y debemos hacer cuando nuestras
penas llegan a su colmo, quejóse filialmente a su Padre: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?» Mas apresúrase a añadir con todas sus fuerzas y
con la más amorosa sumisión: «Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu»,
dando así a su Padre y a nosotros el supremo testimonio de su amor, «muriendo
en el amor, por el amor, para el amor y de amor». Al mismo tiempo, nos enseña
-«cuando nuestros males están en su apogeo, y mientras las convulsiones de las
penas espirituales nos quiten cualquiera otro género de alivios y de medios de
resistir- a poner nuestro espíritu en manos de Aquel que es nuestro verdadero
Padre, y, bajando la cabeza de nuestra aquiescencia a su beneplácito, a
entregarle toda nuestra voluntad».
Este
continuo abandono de niño pequeño se ha dignado Nuestro Señor extenderlo a toda
suerte de peñas y pruebas, pues «fue afligido en su vida civil, condenado como
un criminal de lesa majestad divina y humana y atormentado con extraordinaria
ignominia; en su vida natural, muriendo entre los más crueles y sensibles
tormentos que se pueden imaginar; en su vida espiritual, sufriendo tristezas,
temores, espantos, angustias, abandonos y aflicciones interiores, que jamás
encontrarán semejante»; y todo con entera y sumisa voluntad. «Pues aunque la
parte superior de su alma estuviera soberanamente gozosa de la gloria eterna,
el amor impedía a esta gloria difundir sus delicias y sentimientos, tanto en la
imaginación, como en la parte inferior, dejando así el corazón a merced de la
tristeza y angustia.»
De
esta suerte nos da ejemplo para que aceptemos con corazón magnánimo y sin
rechazarlas jamás esas mil pruebas del orden natural o espiritual, de que nos
resta hacer una rápida exposición.
3. Ejercicio del Santo Abandono
1. OBJETO DEL ABANDONO EN GENERAL
No
estará de más recordar la distinción entre la voluntad de Dios significada y su
voluntad de beneplácito, ya que en esto está el nudo de la cuestión.
Por
la primera, Dios nos significa claramente y manifiesta de antemano y de una vez
para siempre, «las verdades que hemos de creer, los bienes que hemos de
esperar, las penas que hemos de temer, lo que hemos de amar, los mandamientos
que se han de observar y los consejos que se han de seguir». Las señales
invariables de su voluntad son los preceptos de Dios y de la Iglesia, los
consejos evangélicos, los votos y las Reglas, las inspiraciones de la gracia. A
estas cuatro señales puede añadirse la doctrina de las virtudes, los ejemplos
de Nuestro Señor y de los Santos.
Ahora
bien, el beneplácito de Dios no es conocido de antemano, y por regla general
está fuera del dominio de nuestros cálculos, y con frecuencia hasta
desconcierta nuestros planes. Solamente nos será manifestado por los
acontecimientos, ya que los elementos que constituyen su objeto no dependen de
nosotros sino de Dios, que se ha reservado su decisión. Por ejemplo, dentro de
cierto tiempo, ¿estaremos sanos o enfermos, en la prosperidad o en la
adversidad, en la paz o en el combate, en la sequedad o en la consolación? Es
más, ¿quién podrá asegurarnos que viviremos? Sólo conoceremos lo que Dios
quiere de nosotros, a medida que se vayan desarrollando los acontecimientos.
Nada
más a propósito para la voluntad del divino beneplácito que el santo abandono,
puesto que todo él se funda en una espera dulce y confiada, en tanto que la
voluntad de Dios se nos manifiesta, y en una amorosa aquiescencia, desde el
momento que aquélla se da a conocer. Supone además, como preliminar condición,
la indiferencia por virtud, pues nada tan necesario como esta universal
indiferencia, si se quiere estar apercibido para cualquier acontecimiento. Por
otra parte, mientras no se declare el divino beneplácito, no cabe sino esperar
confiada y filialmente, pues quien ha de disponer de nosotros es Nuestro Padre
celestial, la Sabiduría y la Bondad por esencia. Y desde el momento que los
acontecimientos no están en nuestro poder, una espera pacífica y sumisa nada
tiene de quietista y hasta se Impone, salvo lo que en otra parte hemos dicho
acerca de la prudencia, de la oración y de los esfuerzos en el abandono.
Diversa
ha de ser nuestra actitud ante la voluntad de Dios significada. Nos ha
manifestado con toda claridad «que tales y tales cosas sean creídas, esperadas
y temidas, amadas y practicadas». Lo sabemos, y por lo mismo no tenemos ya el
derecho de permanecer indiferentes para quererlas o no quererlas. Como de antemano
nos ha manifestado su voluntad de una vez para siempre, no hay para qué esperar
nos la explique de nuevo en cada caso particular. Las cosas de que se trata
dependen de nuestro albedrío, y a nosotros corresponde obrar con la gracia por
nuestra propia determinación. Ante la voluntad de Dios significada, no nos
queda sino someter nuestro querer al suyo, por lo menos en todo lo que es
obligatorio, «creyendo en conformidad con su doctrina, esperando sus promesas,
temiendo sus amenazas, amando y viviendo según sus mandatos».
Se
darán casos en que los acontecimientos no se sustraigan por completo a nuestra
acción, pudiéndose prever y proveer de alguna manera, y en este caso convendrá
añadir al abandono la prudencia y los esfuerzos personales, porque en el fondo,
tales acontecimientos serán una mezcla de la voluntad de Dios significada y de
su beneplácito.
Por
consiguiente, no tiene lugar el abandono en lo concerniente a la salvación o a
la condenación, a los medios que nos ha prescrito o aconsejado tomar para asegurar
lo uno y lo otro; como son la guarda de los mandamientos de Dios y de la
Iglesia, la huida del pecado, la práctica de las virtudes, la fidelidad a
nuestros votos y Reglas, la obediencia a los superiores, la docilidad a las
inspiraciones de la gracia. Dios nos ha manifestado su voluntad sobre todas las
cosas, y para asegurar su fiel ejecución, ha hecho promesas y lanzado amenazas,
ha enviado a su Hijo, establecido la Iglesia, el sacerdocio, los Sacramentos,
multiplicado los socorros exteriores, prodigado la gracia interior.
Evidentemente la indiferencia no tiene ya razón de ser; la obediencia se
requiere en las cosas obligatorias, y en cuanto a las de consejo, es preciso al
menos estimarlas y no apartar de ellas a las almas generosas.
«Si
la indiferencia cristiana -dice Bossuet- se excluye con relación a las cosas
que son objeto de la voluntad significada, es preciso, como lo hace San
Francisco de Sales, restringirla a ciertos acontecimientos que están regulados
por la voluntad de beneplácito, cuyas órdenes soberanas determinan las cosas
que suceden diariamente en el curso de la vida.»
«Ha
de practicarse en las cosas que se relacionan con la vida natural: como la
salud, la enfermedad, belleza, fealdad, debilidad y la fuerza; en las cosas de
la vida civil, acerca de los honores, dignidades, riquezas, en las situaciones
de la vida espiritual, como sequedades, consolaciones, gustos, arideces; en las
acciones, en los sufrimientos y por fin en todo género de acontecimientos». En
lo que atañe al beneplácito divino, esta indiferencia se extiende «al pasado,
al presente, al porvenir; al cuerpo y a todos sus estados, al alma y a todas
sus miserias y cualidades, a los bienes y a los males, a las vicisitudes del
mundo material y a las revoluciones del mundo moral, a la vida y a la muerte,
al tiempo y a la eternidad». Mas Dios modifica su acción en conformidad con los
sujetos: «Si se trata de los mundanos, les priva de los honores, de los bienes
temporales y de las delicias de la vida. Si se trata de los sabios, permite que
sea rebajada su erudición, su espíritu, su ciencia, su literatura. En cuanto a
los santos, les aflige en lo tocante a su vida espiritual y al ejercicio de las
virtudes».
¿Hay
necesidad de indicar que, siendo el gozo y la tribulación el objeto del abandono,
ofrecerá esta última con más frecuencia la ocasión de ejercitarse? Todos
sabemos por dolorosa experiencia, que la tierra es un valle de lágrimas y que
nuestras alegrías son raras y fugitivas.
Señalemos
aquí dos ilusiones posibles:
1ª
Ciertas almas forman grandes proyectos de servir a Dios con acciones y
sufrimientos extraordinarios cuya ocasión jamás llega a presentarse, y mientras
abrazan con la imaginación cruces que no existen, rechazan con empeño las que
la Providencia les envía en el momento presente, y que, sin embargo, son
menores. ¿No es una deplorable tentación el ser tan valeroso en espíritu y tan
débil en realidad? ¡Líbrenos Dios de estos ardores imaginarios, que fomentan
con frecuencia la secreta estima de nosotros mismos! En lugar de alimentarnos
de quimeras, permanezcamos en nuestro abandono, poniendo todo nuestro cuidado
en santificar plenamente la prueba real, o sea, la del momento presente.
2ª
Sería una ilusión muy perjudicial despreciar o tener en poco nuestras cruces
diarias, porque son pequeñas. Todas son ciertamente muy insignificantes; mas,
como son, por decirlo así, de cada momento, por su mismo número aportan al alma
fiel una enorme mina de sacrificios y de méritos. Por una parte, nada impide
recibirlas con mucha fe, amor y generosidad; y de esta manera la bondad de
nuestras disposiciones les dará un valor inestimable a los ojos de Dios. Cierto
que las grandes cruces, llevadas con amor grande también, nos acarrearían más
méritos y recompensa, pero son raras. El orgullo y el buscarse a sí mismo se
deslizan en ellas más fácilmente y «de ordinario esas acciones eminentes se
hacen con menos caridad», mientras que el amor y las otras santas disposiciones
son las que «dan precio y valor a todas nuestras obras». Estimemos, pues, las
cruces grandes, pero guardémonos de menospreciar las pruebas vulgares y
ordinarias, porque de ellas hemos de sacar más provecho. «Practiquemos la
conformidad con la voluntad de Dios -dice el P. Dosda- en todos sus pormenores,
por ejemplo: a propósito de la humillación ocasionada por un olvido o por una
torpeza, a propósito de una mosca inoportuna, de un perro que ladra, de una luz
que se apaga, de un vestido que se rompe.» Practiquémosla sobre todo con las
diferencias de carácter, las contrariedades, humillaciones y los mil pequeños
incidentes en que abunda la vida de comunidad. Sin parecerlo, es un poderoso
medio de morir a sí mismo y de vivir todo para Dios.
Después
de haber expuesto con detenimiento la naturaleza, motivos y el objeto en
general del Santo Abandono, hubiéramos podido dejar al lector el cuidado de
hacer las aplicaciones prácticas. Mas, como las pruebas son muy diversas, hemos
creído hacer una obra útil estudiando las principales, a fin de poder, según la
naturaleza de cada una, indicar los motivos especiales de paciencia y de
sumisión, resolver algunas dificultades, precisar lo que se refiere a la
oración, a la prudencia y los esfuerzos personales. Recorreremos sucesivamente
las pruebas de orden temporal, las de orden espiritual en sus vías comunes y
las de las vías místicas.
2. EL ABANDONO EN LAS COSAS TEMPORALES, EN GENERAL
Hay
bienes y males temporales: bienes, como la ciencia, la salud, las riquezas, la
prosperidad, los honores; males como la enfermedad, la pobreza, los
infortunios. He aquí las cosas que el mundo juzga importantes en primer término
y de las que ante todo se preocupa, y por cierto equivocadamente. Las cosas de
aquí abajo se deben apreciar a la luz de la eternidad.
El
soberano Bien, el único necesario, es Dios, y por consiguiente, según enseña
Santo Tomás, los bienes principales supremos para nosotros son la
bienaventuranza y lo que nos la ha hecho merecer. No cabe abuso en estos
bienes, ni pueden tener mal fin. Por esto los santos los piden de una manera
absoluta, conforme a estas palabras del Salmo:
«Muéstranos
tu faz, y seremos salvos», he aquí la bienaventuranza; «conducidnos por las
sendas de vuestros mandamientos», he aquí el camino que a ella nos conduce. En
cuanto a los bienes temporales, añade el Santo Doctor, sucede con demasiada
frecuencia que se emplean mal y pueden tener mal resultado: siendo así que la
riqueza y los honores han causado la pérdida de gran número de personas. No
son, pues, los bienes temporales principales y definitivos, sino secundarios y
pasajeros, socorros que nos ayudan a caminar hacia la bienaventuranza, en
cuanto que conservan la vida temporal y nos sirven de instrumentos para
practicar la virtud. Con tal que los estimemos como objeto secundario y no como
objeto principal de nuestra solicitud, es perfectamente legítimo desearlos,
pedirlos en la oración, buscarlos con una moderada aplicación, pensar aun en el
porvenir, en la medida de la necesidad y en el tiempo conveniente. Mas nuestra
solicitud es excesiva y culpable, si en lugar de usar estos bienes según la
necesidad, llegamos hasta considerarlos como nuestro fin; si cuidamos de lo
temporal hasta el punto de descuidar lo espiritual, si tememos carecer de lo
necesario, aun haciendo lo que debemos, pues, en este caso, es preciso contar
con la Providencia. La comida, la bebida, el vestido, son cosas de primera
necesidad, y respecto a ellas Nuestro Señor no condena en manera alguna el
cuidado moderado que induce al trabajo, pero destierra la solicitud excesiva
que va hasta la inquietud; termina diciéndonos que busquemos ante todo los
bienes espirituales, con la firme seguridad de que los bienes temporales nos
serán dados por añadidura y conforme a la necesidad, si es que hacemos lo que
está de nuestra parte.
«Aun
prohibiendo que nos inquietemos por los bienes temporales como los gentiles,
porque Nuestro Padre Celestial sabe de qué cosas tenemos necesidad, Nuestro
Señor añade expresamente: "Buscad primero el reino de Dios". Con esto
quiere el divino Maestro excitar en nosotros los buenos deseos para los que sentimos
pesadez, y amortiguar los deseos de los sentidos para los que somos sensibles
por demás. Quiere también enseñarnos a hacer distinción entre los bienes que es
necesario pedir de un modo absoluto, como lo son "el reino de Dios y su
Justicia", y los que se han de pedir tan sólo bajo condición y si Dios los
quiere.
»Más
todavía, Jesucristo mismo nos ha enseñado a decir: El pan nuestro, palabras que
entre otros sentidos han significado siempre la petición de los bienes
temporales. (La Iglesia ha hecho lo mismo en sus Letanías y su Liturgia.) El
perfecto espiritual no excluye esta petición del número de las siete del
Padrenuestro, y si se dice que no pida nada temporal, se entiende que no lo
pida como un bien absoluto, ni absolutamente, sino en orden a la salvación y
bajo reserva de la voluntad de Dios.»
En
efecto, dice San Alfonso, «la promesa divina (de escuchar nuestras oraciones)
no se refiere a los favores temporales, tales como la salud, las riquezas, las
dignidades y otras prosperidades de este género. Muchas veces Dios las niega
con razón, porque ve que comprometerían a la salvación de nuestra alma. En
cuanto a los bienes espirituales, es preciso pedirlos sin condición, de un modo
absoluto y con certeza de obtenerlos».
También
los males temporales es preciso considerarlos con los ojos de la fe y a la luz
de la eternidad. El pecado, y sobre todo la muerte en el pecado, con su eterna
sanción que es el naufragio de nuestro destino y el desastre irremediable, es
el mal de los males. Debemos pedir a Dios con insistencia y de una manera
absoluta que nos preserve de él a todo trance. Mas la pobreza, los achaques,
las enfermedades, las demás aflicciones de este género, la muerte misma no son
sino males relativos. En los designios de la Providencia así hemos de
considerarlos, o por mejor decir, como gracias precisas y a veces harto
necesarias, como el pago de nuestras faltas, remedio de nuestras enfermedades
espirituales, origen de grandes virtudes y de méritos sin cuento, siempre que
nosotros cooperemos a la acción de Dios con humilde sumisión. Por el contrario,
la impaciencia y la falta de fe en la prueba convertirían el remedio en
ponzoña, nos harían contraer la enfermedad, la muerte quizá allí donde la
Providencia nos había preparado la vida. Siendo esto cierto, tenemos perfecto
derecho a rogar a Dios que «nos libre del mal, que aleje de nosotros la guerra,
la peste, el hambre», y demás calamidades públicas o privadas.
Nuestro
Señor nos lo hace repetir en la oración dominical y la Iglesia en su Liturgia.
Mas Dios no ha prometido escuchar siempre este género de peticiones, y nosotros
sólo podemos formularlas bajo condición de que tal sea la voluntad divina. Aun
cuando temiéramos perder la paciencia, nos bastaría manifestar a Dios esta
alternativa, o que disminuya la carga o que aumente las fuerzas. Lo que sí
convendrá pedir siempre y de una manera absoluta, es el espíritu de fe, la
paciencia y las demás disposiciones que convienen al tiempo de la prueba, y en
tanto que ésta dure, indudablemente Dios quiere que practiquemos estas
virtudes, ya que es éste precisamente el fin que se propone al enviárnosla.
Los
bienes y los males temporales no son, pues, sino bienes o males relativos. De
unos y de otros puede hacerse el uso más acertado o el más desgraciado abuso.
¿Seremos tan juiciosos que nos sirvamos de ellos para despegarnos de la tierra
y aficionamos solamente a los bienes del cielo? «¿Pasaremos por los bienes
temporales de suerte que no perdamos los eternos?» ¿No llegaremos a ser del
número de los insensatos que se olvidan de Dios en la fortuna próspera y
murmuran de El en la adversidad? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe.
A propósito de los bienes y males temporales, tendremos diversos deberes que
cumplir, y el primero será siempre la conformidad con la voluntad divina.
Quiera Dios que la nuestra sea, no la simple resignación, sino el Santo
Abandono, es decir, una total indiferencia por virtud, la espera general y
pacífica antes de los acontecimientos, y en cuanto el beneplácito divino se
haya declarado, una sumisión amorosa, confiada y filial. Dirigiremos una rápida
ojeada sobre las situaciones comunes a todos los hombres, ya sean del claustro,
ya del mundo. Sin embargo, los consejos que daremos para determinados casos,
podrá cada cual extenderlos a otros análogos, según los deberes de su estado. Y
con objeto de poner un poco de orden en materia tan compleja, examinaremos uno
por uno los bienes y los males del orden temporal que están fuera de nosotros,
los que tienen su asiento en nosotros, en el cuerpo o en el espíritu, y los que
dependen de la opinión de los demás. Antes, empero, hemos de decir una palabra
sobre los bienes y los males naturales que no pertenecen ni a nosotros ni a
nadie, y que es preciso sufrir de buen grado o por fuerza. Cedamos la palabra
al P. Saint-Jure: «Debemos conformar nuestra voluntad con la de Dios en las
cosas naturales que están fuera de nosotros: el calor, el frío, la lluvia, el
granizo, las tempestades, el trueno, el relámpago, la peste, el hambre y
finalmente todas las influencias del aire y el desorden de los elementos.
Debemos aceptar todos los tiempos que Dios nos envía, y no soportarlos
impacientes y airados, como es costumbre cuando nos son contrarios. No conviene
decir: ¡Qué mal tan desesperante y desgraciado, y servirnos de expresiones que
manifiesten la contradicción y el descontento de nuestros espíritus. Debemos
querer el tiempo como es, puesto que Dios lo ha hecho, y decir en esta
incomodidad, con los tres muchachos del horno de Babilonia: "Frío, calor,
hielo y nieve, rayos y nubes, bendecid al Señor, alabadle y ensalzadle para
siempre". Estas criaturas lo hacen sin cesar obedeciendo a Dios y
cumpliendo su santísima voluntad, pues con ellas hemos de bendecirle y
glorificarle nosotros por el mismo medio. Debiéramos pensar, a fin de ahogar
estos movimientos injustos y estas expresiones desordenadas, que si este tiempo
nos es incómodo, a otros les es cómodo; que si no es bueno para la parte, es
útil al todo; que si estorba nuestros planes, favorecerá los del vecino, y
cuando así no fuera, ¿no nos basta que sea siempre bueno para la gloria de
Dios, ya que es según su voluntad y en ello tiene El sus complacencias?
3. EL ABANDONO EN LOS BIENES Y EN LOS MALES EXTERIORES
Artículo 1º.- La prosperidad y la
adversidad
Comenzamos
por lo que es más general, la adversidad o la prosperidad, tanto para nosotros
como para los que nos son queridos (familia, comunidad, etc.).
Se
puede hacer un buen uso de la prosperidad y de la adversidad, y se puede abusar
de ellas. ¿Seremos del número de los sabios o de los necios? ¿Querrá Dios
hacernos pasar por buena o por mala fortuna? ¿Tendrá intención de retenernos
mucho tiempo sobre la cruz? Nada sabemos, y, por consiguiente, el partido más
acertado es establecernos en la santa indiferencia, esperar en paz el divino
beneplácito aceptado con amorosa confianza, y sacar de él todo el provecho
posible.
A la
luz de una fe viva, la prosperidad se nos presentará como una sonrisa perpetua
de la Providencia, y por lo mismo abriremos gustosos nuestro corazón al
reconocimiento, al amor, a la confianza para con nuestro Padre Celestial. Cada
nueva prenda de su afecto hará brotar de nuestros labios un gracias sincero.
Con ella aliviaremos a nuestros hermanos menos afortunados, llevándolos así a
bendecir con nosotros al Autor de todos los bienes. Mas desgraciadamente tiene
razón San Francisco cuando dice: «La prosperidad tiene atractivos que encantan
los sentidos y adormecen la razón; imperceptiblemente nos hace cambiar, de
suerte que nos aficionamos a los dones, olvidando al Bienhechor.» Y hasta nos
hace descender, por decirlo así, y sin darnos cuenta, hacia una vida menos
austera, en busca de nuestras comodidades, por los senderos de relajación. Se
verá quizá, y no sin asombro, que algunos hacen profesión de vivir unidos a
Jesucristo en la cruz y, sin embargo, andan ansiosos de la prosperidad, ávidos
de procurarse los bienes de la tierra, ardientes por fijar en ellos su corazón,
presurosos en recurrir a Dios cuando la espina de la adversidad llega a
punzarles, impacientes por librarse de ella. Y, sin embargo, el Evangelio no
pone la bienaventuranza cristiana sino en la pobreza, en los desprecios, el
dolor, las lágrimas, las persecuciones; la misma filosofía nos enseña que la
prosperidad es la madrastra de la verdadera virtud y la adversidad su madre.
Con harta frecuencia el estado de prosperidad habitual es un lazo, y recordando
que ella no ha sonreído de esta manera a Nuestro Señor y a los santos, el
verdadero espiritual concluirá por inquietarse y deseará no gozar tanto de este
mundo; sólo una cosa le dará seguridad: estar en manos de Dios y sentirse bajo
su mirada.
La
adversidad nos abre un camino más seguro. Dios, que es amigo constante y
solícito, nos quita la prosperidad que nos perjudicaría, emplea la espada de la
adversidad para cortar los afectos rivales de su santo amor; unas veces por la
privación, otras por el sufrimiento nos aparta más pronto y seguramente del
placer, arranca nuestro espíritu y corazón de esta tierra y los atrae hacia las
riberas eternas. Es la mejor escuela del desasimiento, y también un purgatorio
anticipado menos terrible que el de la otra vida, eficacísimo, sin embargo;
porque Dios no castigará dos veces la misma falta. Después de habernos
purificado en el horno del sufrimiento, como el oro en el crisol, nos hallará
dignos de sí y nos recibirá como víctimas de holocausto.
La
adversidad es una mina de oro de donde se pueden sacar las más sublimes
virtudes y méritos inagotables. El P. Jerónimo Natalis preguntaba un día a San
Ignacio: «¿Cuál es el camino más corto y más seguro para llegar a la perfección
y al cielo?» El santo le respondió: «Sufrir muchas adversidades grandes por
amor de Jesucristo.» Una gran adversidad nos lleva al cielo, pero muchas nos
llevan a él más pronto y más lejos; porque, para los hombres de fe, según el P.
Baltasar Álvarez, «los sufrimientos son como caballos de posta que Dios envía
para atraerlos más prontamente a sí, o como una escala que les ofrece para
elevarse a virtudes más eminentes... Considérese el dolor de un propietario
cuando una terrible granizada viene a destruir su viña, pero si los granizos
fueran de oro, ¿sería razonable su aflicción? Pues oro son los desprecios y
demás aflicciones que caen como granizo sobre un alma que en verdad es
paciente. Lo que gana vale infinitamente más que lo que pierde. El cielo es el
reino de los tentados, de los afligidos, de los despreciados».
La
adversidad es el camino más corto para la santidad. Según Santa Catalina de
Génova las injurias, los desprecios, las enfermedades, la pobreza, las
tentaciones y todas las demás contrariedades nos son indispensables para
sujetar por completo nuestras torcidas inclinaciones, y el desarreglo de
nuestras pasiones; es el medio de que el Señor se vale para disponemos a la
unión divina, y según San Ignacio, «no hay madera más a propósito para producir
y conservar el amor de Dios que la madera de la cruz». San Alfonso añade: « La
ciencia de los Santos consiste en sufrir constantemente por Jesucristo, y éste
es el medio de santificarse pronto». Los favores con que el Señor ha
beneficiado a sus amigos, los hechos extraordinarios que les han dado
celebridad, son quizá lo que más impresiona en su vida, pero sin motivo alguno.
Lo que sí debiéramos señalar son las debilidades, las sequedades, las
desolaciones, las persecuciones de todo género que Dios les ha prodigado, y su
inalterable paciencia en este dilatado martirio, pues por este medio han
llegado a ser santos. Como amantes generosos del divino Maestro, han deseado
ser como El pobres, sufridos, despreciados. Dios Padre los ha crucificado con
su Hijo tiernamente amado, y los más amantes han sido los más probados, siendo
hacia el fin de su vida, época de su más elevada perfección, cuando de
ordinario más han sufrido. «Porque eran agradables a Dios, fue necesario que la
tentación los probara». La tribulación ha sido, por decirlo así, la recompensa
de sus trabajos pasados a la vez que la consumación de su santidad.
Nadie
hay que no haya vivido sobre la cruz, ni uno que no se haya alegrado de sufrir
en ella con su adorado Maestro. Todos, como Nuestro Padre San Benito, han
preferido «padecer los desprecios del mundo a recibir sus alabanzas, y a
agotarse con trabajos más bien que ser colmados de los favores del siglo». El
bienaventurado Susón, cuando por excepción disfrutaba una tregua en sus
continuas pruebas, lamentábase ante las religiosas, sus hijas espirituales:
«Temo mucho ir por mal camino, porque hace ya cuatro semanas que no he recibido
ataques de nadie; tengo miedo de si Dios no pensará ya en mí». Apenas acababa
de hablar cuando se le viene a anunciar que personas poderosas han jurado su
perdición. A esta noticia no pudo menos que experimentar inmediatamente un
movimiento de terror. «Desearía saber por qué he merecido la muerte. - Es por las
conversiones que obráis. - ¡Entonces! ¡Sea Dios bendito! » Vuelve lleno de gozo
a la reja: «Animo, hermanas mías, que Dios ha pensado en mí y aún no me ha
olvidado». Nosotros decimos en nuestras pruebas: Basta, Dios mío, basta. La
venerable María Magdalena Postel, por el contrario, repetía sin cesar: «Aún
más, Señor, aún más; ven, cruz, que te abrazo. ¡Dios mío, bendito seáis! Vos no
nos humilláis sino para elevarnos más». En una circunstancia muy penosa, Santa
Teresa del Niño Jesús escribía a su hermana: « ¡Cuánto nos ama Jesús, pues que
nos envía dolor tan grande! La eternidad no será bastante larga para bendecirlo
por ello. Nos colma de sus favores como colmaba a los grandes Santos... El
sufrimiento y la humillación son el único camino que forma los Santos. Nuestra
prueba es una ruina de oro que es preciso explotar. Ofrezcamos nuestro
sufrimiento a Jesús para salvar las almas».
De
todo esto concluyamos con San Alfonso: «Algunas personas se imaginan que son
amadas de Dios, cuando prosperan en todo y no tienen nada que sufrir. Pero se
engañan, porque Dios prueba la fidelidad de sus servidores, y separa la paja
del grano por la adversidad y no por la prosperidad: el que en las penas se
humilla y se resigna con la voluntad de Dios, es el grano destinado al Paraíso,
y el que se enorgullece, se impacienta, y por fin abandona a Dios, es la paja
destinada al infierno. El que lleva su cruz con paciencia, se salva; el que la
lleva con impaciencia, se pierde». Dos fueron los crucificados a cada lado de
Jesús, y la misma pena hizo, del uno, un santo y, del otro, un réprobo.
¡Ojalá
que tomáramos nuestras cruces, no sólo con paciencia y resignación, sino aun
con amor y confianza filial! Dos cosas nos ayudarán especialmente a
conseguirlo: el espíritu de fe y la humildad. Por poco que se escuche a la
naturaleza, retrocederá siempre ante la adversidad; mas impóngasele silencio
para no considerar sino a Dios, y pronto diremos con el Rey Profeta: «Me he
callado, Señor, y no he abierto mi boca, porque sois Vos quien lo ha hecho
todo». El orgulloso cree con facilidad que no se le hace justicia, y los
caminos de Dios, cuando son dolorosos, le espantan y desconciertan. El humilde,
por el contrario, penetrado por un vivo sentimiento de sus miserias y de sus
faltas, bendecirá a Dios hasta en sus rigores: «Adoro, Señor, la equidad de
vuestros juicios y hasta me hacéis gracia y yo alabo vuestras misericordias,
pues estáis lejos de castigarme tanto como he merecido. Y además, me es
necesario el remedio del sufrimiento, y las penas que me enviáis son
precisamente las que mejor responden a mis necesidades».
Artículo 2º.- Calamidades públicas y privadas
Debemos
conformarnos con la voluntad de Dios en las calamidades públicas, tales como la
guerra, la peste, el hambre, y todos los azotes de la divina Justicia. Otro
tanto es preciso hacer cuando la desgracia viene a caer sobre nosotros
personalmente o sobre los nuestros. El gran secreto para conseguirlo, es mirar
todas las cosas con los ojos de la Fe, adorar los juicios del Altísimo con corazón
contrito y humillado, y sean cualesquiera los azotes que nos hieran,
persuadirnos bien de que la Providencia, infinitamente sabia y paternal, no se
determinaría a enviarlos ni a permitirlos, si no fueran en sus manos los
instrumentos de renovación y de salvación para los pueblos o para las almas.
«Así es como ella conduce al cielo por el camino del sufrimiento a una multitud
de personas que se perderían siguiendo otra dirección. ¡Cuántos pecadores,
llamados a Dios por el duro camino de la aflicción, renuncian a sus antiguas
iniquidades y mueren en los sentimientos de un verdadero arrepentimiento!
¡Cuántos cristianos ocuparán un día un puesto glorioso en el cielo, que sin
esta saludable prueba, hubieran gemido eternamente en las llamas del infierno!
Lo que nosotros llamamos calamidad y castigo es frecuentemente una gracia de
primer orden, una prueba brillante de misericordia. Acostumbrémonos a no
considerar las cosas sino desde estos magníficos puntos de vista de la Fe, y
nada de lo que sucede en este mundo nos escandalizará, nada alterará la paz de
nuestra alma y su confiada sumisión a la Providencia. Mas entremos en algunos
pormenores, comenzando por las desgracias públicas.
I. Es
fácil ver la mano de la Providencia en la peste, el hambre, las inundaciones,
la tempestad y demás calamidades de este género, porque los elementos
insensibles obedecen a su autoridad sin resistirla jamás. Pero, ¿cómo verla en
la persecución con su malignidad satánica, o en la guerra con sus furores? Y
allí está, sin embargo, como dejamos ya dicho. Por encima de los hombres buenos
y malos, y hasta más allá de los satélites del infierno, está el Arbitro
supremo, la Causa primera que los mueve quizá sin ellos saberlo, y sin la cual
nada puede hacerse. La política de los príncipes, las órdenes de los jefes, la
obediencia de los soldados, los proyectos tenebrosos de los perseguidores, su
ejecución por los subalternos, las ruinas y el sufrimiento que de esto ha de
resultar, todo ha sido previsto hasta el menor detalle; todo ha sido combinado
y decretado en los consejos de la Providencia, formándose de esta suerte una
extraña colaboración de la malicia del hombre y de la santidad de Dios. El,
infinitamente santo, no puede dejar de odiar el mal, y si lo tolera, es por no
quitar a los hombres el libre uso de su libertad. Mas su justicia pedirá cuenta
a cada uno a su tiempo: a las naciones y a las familias aquí abajo, porque no
cuentan como tales en la eternidad; a los individuos, en este mundo o en el
otro. Entre tanto, Dios quiere utilizar para conseguir sus intentos, la malicia
de los hombres y sus faltas, no menos que sus buenas disposiciones y santas
obras, de suerte que aun el desorden del hombre entra bajo el orden de la
Providencia.
Por
parte de los hombres puede haber en ello no poco que reprender, y Dios los
juzgará. Por parte de la Providencia, «todo es justo, todo sabio, todo es
bueno, todo recto, todo dirigido a un fin laudable, todo llega a un resultado
final, absoluto e infinitamente amable. Nerón es un monstruo, pero hace mártires.
Diocleciano lleva hasta los últimos límites los furores de la persecución, mas
prepara la reacción y el advenimiento de Constantino. Arrio es un demonio
encarnado, que quisiera arrebatar a Jesucristo su divinidad, pero da ocasión a
las definiciones de la Iglesia sobre esta misma divinidad. Los bárbaros,
precipitándose sobre el viejo mundo, le inundan de sangre, mas preparan al
Evangelio una raza capaz de ser cristiana. Las Cruzadas parecen fracasar porque
no salvan a Jerusalén, mas salvan a Europa. La revolución francesa lo trastorna
todo, mas, con esta ocasión, el vigor y la vida renace en la sociedad cristiana
obligada a la resistencia».
En
nuestra época de persecución es evidente que Satanás está suelto, y que ha
recibido el poder de cribar al justo. Y ¿por qué es este triunfo de los malos?,
¿por qué esta aparente derrota de la Iglesia?, ¿por qué esta prevención de las
muchedumbres?, ¿por qué estos gobiernos impíos que pierden a los pueblos?, ¿por
qué este oscurecimiento y tibieza de los que se llaman buenos?, ¿por qué, en
una palabra, el imperio del mal sobre el bien?
¿Por
qué? Por respeto a la libertad que es la condición del mérito y del demérito.
Dios deja obrar, pero cuando juzgare llegado el tiempo, para confundir a los
malos, para despertar a los dormidos, para reanimar a los tibios, para defender
a los justos, dejará desencadenarse sobre el mundo culpable una guerra
universal. Preséntase el azote, se hace un silencio inquietante, cállase la
política, despiértase la fe, las Iglesias se llenan. Dejábase a Dios en el
olvido, pero ahora se recuerda que El es el dueño de los acontecimientos. Y
¿cómo no verlo? Los hombres que han desencadenado la tempestad no saben ni
dirigirla ni ponerse a cubierto de ella, mas Dios, reservándose el hacer
justicia a su tiempo, utilizará la previsión de unos y la imprevisión de otros,
las máquinas perfeccionadas y los planes hábilmente concebidos, el valor y las
acciones brillantes, las faltas, la malicia y aun el crimen. Todo le sirve para
pasear su azote sobre las naciones, las familias y los individuos. Pero no lo
hará sino en la medida útil a sus fines. Caiga el hombre de rodillas, que El
gustoso se apaciguará; mas si las buenas impresiones de los primeros días se
disipan, si los ojos se obstinan en permanecer cerrados y los corazones sin
arrepentirse, ¿habrá derecho a extrañar que la guerra se prolongue y surjan
quizá otros nuevos azotes? ¿Sería preferible que, siguiendo un funesto olvido
de las leyes divinas, las naciones continúen descendiendo al abismo y las almas
al infierno?
Y
¿cómo explicar semejante severidad en un Dios tan bueno? Para extrañarse,
preciso es no haber comprendido los desconocidos derechos de Dios, su amor
despreciado, la multitud de sus gracias y los excesos de nuestra malicia, las
alegrías de la eternidad feliz o los tormentos de un infierno sin fin.
Precisamente porque es infinitamente bueno, es por lo que Nuestro Padre
celestial nos ama sin debilidades y tal como lo exige nuestra eternidad. Todas
las prosperidades del mundo serán el peor de los azotes, si adormecen a las
almas en el descuido y en el olvido, y su despertar se verificará en el fondo
del abismo. Por el contrario, las más espantosas calamidades, aun cuando
durasen años enteros, nada son al lado de un infierno eterno, pues hasta son gran
misericordia de parte de Dios, y para nosotros dichosa fortuna si podemos a
este precio desarmar la justicia divina, evitar el infierno y recobrar nuestros
derechos al Cielo. Tal es el designio de Nuestro Padre celestial. No le gusta
castigar, pero si a ello le constreñimos por el olvido de nuestros deberes y de
nuestros verdaderos intereses, nuestra es la falta. Si manifestamos
insubordinación cuando nos corrige, nuestra falta es mucho mayor. Después de
todo, Dios no se apresura a castigar, y para no verse precisado a hacerlo,
amenaza largo tiempo, hasta usa de tanta paciencia que los débiles se
maravillan y los malos blasfeman. Vendrá empero un día en que Dios se verá
obligado a obrar como Soberano y justo Juez para restablecer el orden, y como
Padre Salvador de las almas para volverlas al camino de salvación por los
medios del rigor, ya que se obstinan en hacer inútiles los medios de dulzura.
Los
azotes de Dios traen a unos la prueba, a otros, el castigo, y a todos los de
buena voluntad gracias de renovación. ¡Dichoso el que sabe reconocerlas y
aprovecharse de ellas! «Estas desgracias -dice el P. Caussade- son para muchos
otras tantas gracias de predestinación. Mas es necesario declarar que pueden
ser al mismo tiempo para otros motivos de reprobación, bien que esto no
sucederá sino por culpa suya, y por no pequeña culpa, pues ¿qué más razonable y
fácil, en cierto sentido, que hacer de la necesidad virtud? ¿Por qué levantarse
inútil y criminalmente contra la mano paternal de Dios, que no nos castiga, sino
para despegarnos de los miserables bienes de acá abajo? Como su misma ira nace
de su misericordia, no nos hiere sino para apartarnos del pecado y salvarnos. A
manera de un sabio cirujano que corta hasta lo vivo las carnes podridas, a fin
de conservar la vida y de preservar el resto del cuerpo.»
¿Cómo
portarnos en medio de las calamidades?
1º
«Humillarnos bajo la poderosa mano de Dios», y abandonarnos a su Providencia
con sumisión filial, en la íntima convicción de que es Dios quien lo ha
dirigido todo, de que sus designios impenetrables tienen por principio el amor
de las almas, y de que sabrá poner al servicio del bien los acontecimientos más
desconcertantes. Por lo que personalmente nos concierne, nos conviene recordar
que estamos en manos de Nuestro Padre celestial, y si quiere salvarnos, le es
tan fácil hacerlo en medio de los peligros, como llamarnos a Sí cuando ningún
peligro pareciera amenazarnos, y si es que quiere probarnos, ¡bendito sea su
santo nombre para siempre!
2º
Cumplir nuestros deberes del mejor modo posible y sacrificarnos por el bien
común, según el tiempo y las circunstancias, y como nuestra situación lo
permita. «La tempestad es tempestad. A ella se resigna el marinero y trabaja.»
Hagamos nosotros lo mismo. No entremos en la agitación de las olas que nos
sacuden, y adhierámonos a la roca de la Providencia, diciendo: «¡Dios mío, os
adoro, os alabo, acepto la prueba, soporto estos malos días y me mantengo en
paz!»
3º En
consecuencia, es preciso orar, ante todo orar y siempre orar. Pidamos, busquemos,
llamemos, importunemos a Dios, ya para que abrevie la calamidad si tal es su
beneplácito, ya también, y esto de un modo absoluto, para que perezcan las
menos almas posibles en la tormenta, para que los pueblos vuelvan a Dios con
corazón contrito y humillado, los santos se multipliquen, la Iglesia sea más
fielmente escuchada y Dios menos ofendido. Y como «la oración unida al ayuno es
especialmente buena y la limosna hace hallar misericordia», la época de las
calamidades es el tiempo oportuno cual ningún otro, para renovarnos en la
fidelidad a nuestros deberes, y de añadir a nuestros sacrificios obligatorios
algunas mortificaciones que las sobrepasan, a fin de aplacar mejor el justo
enojo de Dios. Porque las calamidades son, en general, el castigo del pecado, y
cuando son más universales y terribles, es señal que fue mayor la ola de
iniquidad que provocó la cólera divina. Nada mejor puede hacerse que enmendar
nuestra propia vida y ofrecer al Dueño irritado, al Padre no reconocido, un
acrecentamiento de amor y de fidelidad por lo referente a nosotros, un
abundante tributo de desagravio y reparación por nuestras culpas y por las del
mundo pecador.
II.
Casi idéntica ha de ser nuestra manera de conducirnos cuando la calamidad venga
a descargar sobre nosotros, sobre nuestras familias o sobre nuestra Comunidad.
Trataremos de no ver a ella sino a Dios, y a Dios paternalmente ocupado en el
bien de las almas. «La muerte de una persona querida me parece una calamidad, y
si hubiera vivido algunos años más, quizá hubiera muerto en estado de pecado.
Yo debo treinta o cuarenta años de vida a esa enfermedad que he sufrido con tan
poca paciencia. Mi salud eterna pendía de esta confusión que me ha costado
tantas lágrimas. No había remedio para mi alma, si yo no hubiera perdido ese
dinero. ¿De qué nos quejamos? ¡Dios se encarga de conducirnos y nosotros nos
inquietamos!» ¡Oh! si penetráramos mejor sus amorosos designios sobre nosotros,
le bendeciríamos hasta en sus aparentes rigores. Este filial abandono
multiplicaría nuestros méritos, nos traería la paz, movería el corazón de Dios
y sería frecuentemente el mejor medio de acertar.
Dos
meses después de la fundación de la Orden de la Visitación, enfermó tan
gravemente Santa Juana de Chantal, que la muerte parecía inevitable. Fue esta
una dura prueba para el piadoso Obispo de Ginebra, porque teniendo la seguridad
de que aquella obra era de Dios y destinada a producir mucho bien, veía con
toda claridad que, caído el pastor, se dispersaría el rebaño. Sin embargo, tuvo
el ánimo de decir: «Dios quiere quizá contentarse con nuestros primeros pasos,
sabiendo que no somos bastante fuertes para realizar el viaje entero.» Dios,
que no esperaba sino este acto de abandono, inmediatamente devolvió a la Santa
Fundadora la salud para largos años. Los principios más penosos, las
dificultades de reclutar gente, los muertos, las decepciones, un cisma, una
insurrección, la pobreza rayana en miseria, la persecución de fuera y las
importunidades de la autoridad, nada le faltó a San Alfonso de Ligorio en el
establecimiento de su Congregación. Pero en medio de las tempestades oraba, y
hacia todo cuanto humanamente era posible, «no quería sino sólo la voluntad de
Dios». Era, pues, designio del cielo que el piadoso fundador llegase a ser un
perfecto modelo, y su Instituto un plantel de santos, y para esto, ¿no convenía
que el Padre de este ilustre linaje se asemejase al divino Redentor, pobre y
humilde y perseguido?
Una
de las pruebas más fuertes es la pérdida de los seres queridos. Después de la
muerte de su madre, el dulce Obispo de Ginebra escribe a Santa Juana de
Chantal: «¿No es preciso en todo y por todo adorar esta suprema Providencia,
cuyos consejos son santos, buenos y amables? He aquí que ha sido de su agrado
retirar de este miserable mundo a nuestra muy querida madre para tenerla, como
lo espero, cerca de Si, y a su derecha. Confesemos que Dios es bueno y eterna
su misericordia. Todas sus voluntades son justas; todos sus decretos,
equitativos, su beneplácito es siempre santo y sus decisiones, muy dignas de
amor.» Como hijo amante, experimentó con esta muerte un dolor vivísimo, pero
tranquilo; no osaría manifestar descontento ni aun lamentarse porque es Dios
quien ha descargado ese golpe. Después de la muerte de su hermana, escribe a
Santa Juana de Chantal, muy afligida con tal motivo: «Menester es no sólo
aceptar el que Dios nos hiera, sino también conviene conformarse en lo que haga
en la parte que sea de su agrado. Es preciso dejar a Dios la elección, porque
le pertenece... ¡Jesús, Señor mío!, sin reserva, sin condiciones, sin peros,
sin excepción, sin limitación, hágase vuestra voluntad acerca del padre, de la
madre, de la hija, en todo y por todo. Y no digo que no se haya de rogar y
desear su salud, pero decir a Dios: "dejad esto y tomad aquello", en
manera alguna conviene, hija mía, tal lenguaje... Tenéis cuatro hijos, un
suegro, un hermano muy amado, además un padre espiritual, todo esto es muy
querido y con razón, porque Dios lo quiere. ¡Bien! Si Dios os arrebatara todo
esto, ¿no tendríais lo suficiente con poseer a Dios? ¿No pensáis así? Aunque
nada poseyéramos fuera de Dios, ¿no sería esto mucho?» Por una parte, la muerte
es tan sólo una breve separación. Un fin dichoso después de una santa vida y la
eterna reunión cerca de Dios, ¿no es lo esencial? ¿Y no sabe Dios mejor que
nadie el tiempo y el modo más favorable ya para nosotros, ya para los nuestros?
«Que
se viertan algunas lágrimas en la muerte de un pariente, de un amigo -dice San
Alfonso-, es una debilidad perdonable, mas abandonarse a toda la vehemencia del
dolor, es falta de virtud, falta de amor de Dios. Esto no es decir que las
buenas religiosas no sientan la pérdida de los parientes y de ciertas personas
particularmente estimadas, pero piensan: Así lo quiere Dios, y se van resignadas
y tranquilas a suplicar por estas almas queridas, multiplicando oraciones y
comuniones, a fin de unirse más estrechamente a Dios, y de consolarse con la
santa esperanza de volver a encontrar un día a todos reunidos en el Cielo.»
San
Bernardo perdió a uno de sus hermanos. «Resistía -nos dice- a los sentimientos
de mi corazón con todas las fuerzas de mi fe, representándome que la muerte es
el tributo a la naturaleza, la deuda universal, la necesidad de nuestra
condición, la orden del Todopoderoso, la decisión del justo Juez, el azote del
Dios terrible, y finalmente el beneplácito del Señor. Pude imponerme a mis
lágrimas, mas no a mi dolor, que cuanto más lo comprimía dentro, más violento
se hacía; y declaro que fui vencido. Vosotros sabéis cuán justo es mi dolor,
qué fiel compañero era aquel que me ha sido arrebatado, hasta qué extremo era
vigilante, laborioso, dulce y agradable. ¿Quién me amó como él? ¿Quién me fue
tan necesario? Era yo débil de cuerpo y él me llevaba y animaba, perezoso y
negligente y él me excitaba, olvidadizo y sin previsión y él me advertía. Menos
unidos estábamos por los lazos de la sangre que por el parentesco del espíritu,
la armonía de sentimientos y la conformidad de carácter. Nuestras almas no
formaban sino una sola, y un mismo golpe las ha herido, enviando una mitad al
cielo y dejando la otra en la tierra. Y mi Gerardo ¡era tanto para mí! ...
hermano mío por la sangre, hijo mío por la profesión, mi padre por su piadosa
solicitud, un otro yo por el espíritu, mi íntimo por el cariño. Me ha dejado, y
siento el golpe, herido como estoy hasta el fondo del alma. Lloro, pero no
dirijo reconvención alguna a la mano que me ha herido. Mis palabras están
llenas de dolor, mas no de murmuración, reconociendo que una misma sentencia ha
castigado al uno y coronado al otro, a cada cual según su mérito; el Señor
dulce y justo ha hecho misericordia a Gerardo su servidor, y a mí me ha hecho
sentir el peso de su justicia. Señor, vos me disteis a Gerardo, Vos me lo
habéis quitado. Lloro porque me ha sido arrebatado, pero no olvido que de Vos
lo había recibido y os doy gracias por haber podido disfrutar de él. Habéis
reclamado vuestro depósito y tomado lo que era vuestro. Mis lágrimas ponen fin
a mi discurso; poner, Señor, medida y fin a mis lágrimas.»
Artículo 3º.- Riquezas y pobreza
«Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Y San
Francisco de Sales añade: «Desdichados, pues, los ricos de espíritu, porque a
ellos pertenece la miseria del infierno. Rico de espíritu es aquel que tiene
las riquezas en su espíritu o su espíritu en las riquezas. Pobre de espíritu es
aquel que no tiene ningún género de riquezas en su espíritu, ni su espíritu en
las riquezas. Los halcones hacen su nido como una pelota, y no dejan sino una
pequeña abertura en su parte superior; los construyen a la orilla del mar, y
además los hacen tan firmes e impenetrables que aun pasándoles las olas por
encima, jamás el agua ha podido penetrar en ellos, mas sobrenadando siempre
permanecen en el mar, sobre el mar y dueños del mar. Así debe ser, amada
Filotea, vuestro corazón, abierto solamente hacia el cielo, impenetrable a las
riquezas y a las cosas caducas; si las poseéis, conservad vuestro corazón libre
de afición a ellas; que se mantenga siempre en alto y que en medio de las
riquezas permanezca sin riqueza y dueño de las riquezas. No, no coloquéis este
espíritu celestial en los bienes terrestres, haced que les supere, que esté
sobre ellos, y no en ellos.» Así queda descrita la pobreza afectiva, la cual
ofrece una variedad de grados desde la simple resignación en la miseria o
desapego en la posesión, hasta el amor apasionado de San Francisco de Asís, por
su Señora la Pobreza. Cuando esta pobreza alcanza una elevada perfección es la
bienaventuranza alabada por nuestro Señor. La pobreza afectiva es necesario
pedirla de una manera absoluta y procurarla con asiduidad en la fortuna y en la
miseria, por ser el fin que hemos de proponernos alcanzar, ya que según la
observación de San Bernardo, «no es la pobreza reputada por virtud, sino el
amor de la pobreza». Las riquezas, por el contrario, lo mismo que la pobreza
afectiva, son uno de los principales objetos del Santo Abandono.
Sin
un mínimo de bienes temporales una familia no podría conservarse, atender a sus
buenas obras y proveer moderadamente el porvenir. Si lo temporal marcha bien,
el espíritu se hallará menos abrumado de cuidados, más libre para entregarse
todo a lo espiritual. Como Dios nos ha constituido sus administradores y los
dispensadores de esos bienes, con ellos podrá hacerse un fructuoso apostolado,
puesto que al aliviar los cuerpos se tiene ocasión de ganar las almas para
Dios, a la vez que se siente el placer de hacer dichoso a otros, porque «es
mucho más agradable dar que recibir». Tiene, pues, razón San Francisco de Sales
al decir en este sentido: «que ser rico de hecho y pobre de afecto es la gran
dicha del cristiano, pues por este medio se obtienen las comodidades de las
riquezas para este mundo y el mérito de la pobreza para el otro».
Mas,
según San Buenaventura, «la abundancia de los bienes temporales es una especie
de liga, que se adhiere al alma y la impide volar a Dios». Por consiguiente,
pone al religioso en peligro de derramarse más de lo conveniente en las cosas
de la tierra, de apegar a ella su corazón, de sacrificar más o menos la
austeridad de su vida, de ir en busca de comodidades y de entibiarse así en el
amor de Dios. Al seglar le expone a tentaciones más temibles, puesto que el
dinero es la llave de una vida mundana y disipada. Con las riquezas entran
fácilmente la estima de si, el deseo de ser honrado, el orgullo y la ambición;
en una palabra, «puesto que el amor de las riquezas es la raíz de todos los
males», difícilmente entrará el rico en el reino de los cielos, al menos si sólo
es rico para sí mismo y no según Dios, y con mayor razón, si a diario celebra
opíparos festines, mientras que a su puerta sufre Lázaro la necesidad.
Por
otra parte, la miseria, pesando sobre el espíritu con sus cuidados y
preocupaciones, apenas deja libertad para entregarse a Dios sólo, pues expone a
las almas todavía débiles al desaliento, a la murmuración, a la
insubordinación; y si es persistente y demasiado dura, hace la existencia, por
decirlo así, imposible.
Entre
la fortuna y la miseria hállase un grado intermedio, que el Apóstol mira como
una riqueza: es la piedad con lo necesario para vivir, o bien con esa
moderación de espíritu que se contenta con el alimento y el vestido. Hablábase
a San Francisco de Sales de la pobreza de su Obispado: «Después de todo
-respondió-, teniendo honestamente con qué alimentarnos y vestirnos, ¿no hemos
de estar contentos? Lo demás no es sino trabajo, cuidados, superfluidad... Mis
rentas bastan a mis necesidades, y lo que sobre esto hubiera, sería superfluo.
Los que tienen más, no lo tienen sino para llevar mayor ostentación; no es para
ellos, sino para servidores que comen, por lo regular sin hacer nada, los
bienes del Obispado. Quien menos tiene, menos cuenta tendrá que dar y menos
cuidados de pensar a quién es preciso dar, ya que el Rey de la gloria quiere
ser servido y honrado con equidad. Los que disfrutan de grandes rentas gastan a
veces tanto, que al fin del año no han conservado más que yo, si es que no se
han cargado de deudas. Yo hago consistir la principal riqueza en no deber
nada.» Y de otra parte, «mi Arzobispado me vale tanto como el Arzobispado de
Toledo, porque me vale el paraíso o el infierno».
El
mismo Santo también decía: «Hemos de vivir en este mundo como si tuviéramos el
espíritu en el cielo y el cuerpo en la tumba. La verdadera felicidad de aquí
abajo está en contentarse con lo suficiente. ¿Quién no amará la pobreza tan
amada de Nuestro Señor y de la que ha hecho la fiel compañera de toda su vida?
Para aprender a contentarse con poco, no hay sino considerar a los que son más
pobres que nosotros, porque nosotros no somos pobres, sino relativamente. Si
nos contentamos con lo necesario, rara vez seremos pobres, y si queremos todo
lo que la pasión exige, nunca seremos ricos. El secreto de enriquecernos en poco
tiempo y con poco gasto, consiste en moderar nuestros deseos, imitando a los
escultores que hacen sus obras por sustracción y no a los pintores, que las
hacen por adición.»
Es
preciso, pues, ejercitarse en el santo abandono, porque de una parte, para evitar
la miseria y llegar a la fortuna, no bastarán el trabajo, el espíritu de orden
y economía, ni la misma virtud. Dios continúa Dueño de sus bienes, los da o los
rehúsa según le place. Por otra parte, ¿sabríamos nosotros santificar la
miseria, o hacer buen uso de las riquezas? No lo sabemos; sólo Dios pudiera
decirlo. Lo mejor será, pues, ponernos en sus manos, rezando la plegaria del
Sabio: «Señor, no me deis ni la extrema pobreza ni la riqueza; concededme
solamente lo que es necesario para vivir, no sea que en mi hartura me exponga a
desconoceros y decir:
¿Quién
es el Señor?, o que la necesidad me arrastre a cometer injusticias».
Que
Dios nos conceda las riquezas, la medianía o la miseria, habrá siempre una
mezcla de su beneplácito y de su voluntad significada, y, por consiguiente,
nosotros habremos de unir la obediencia al abandono.
Si El
nos ha distribuido con largueza sus bienes, nos es necesario guardar «el
precepto del Apóstol a los ricos de este mundo, es decir, evitar el engreírnos
en nuestros pensamientos, y poner nuestra confianza en nuestras inciertas
riquezas, hacer limosna con alegría, gustar de hacer a otros partícipes de
nuestros bienes, acumular tesoros de santas obras, y de esta manera establecer
un sólido fundamento para el porvenir, a fin de llegar a la vida eterna».
Esforcémonos entre tanto, según el consejo de San Francisco de Sales, «por
armonizar en nuestros afecto la riqueza y la pobreza, teniendo a la vez un gran
cuidado y un desprecio de las cosas temporales», cuidado mayor aún que el de
los mundanos por sus bienes, porque ellos no trabajan sino por sus intereses y
nosotros para Dios; cuidado dulce, pacífico y tranquilo, como el sentimiento
del deber de donde procede. «Dios quiere en efecto que obremos así por su
amor.» Juntemos a esto el desprecio de las riquezas, «a fin de impedir que
aquel cuidado se convierta en avaricia»; vigilemos para no desear con inquietud
los bienes que aún no poseemos y para no aficionarnos a los que ya poseemos,
hasta el punto de temer vivamente perderlos; y si nos acontece llegar a
perderlos, no apenarnos con exceso: «Pues nada manifiesta tanto el afecto a la
cosa perdida como el afligirse cuando se pierde.» «Cuando se presentaren
inconvenientes que nos empobrezcan en poco o en mucho, como sucede en las tempestades,
los incendios, las inundaciones, la sequía, los robos, los procesos, entonces
es la verdadera ocasión de practicar la pobreza, recibiendo con dulzura esta
disminución de los bienes y acomodándonos paciente y constantemente a este
empobrecimiento. Por muy rico que sea uno, ocurre con frecuencia padecer
necesidad de alguna cosa. Aprovechad, Filotea, estas ocasiones, aceptadlas con
ánimo varonil, sufridlas alegremente.» «Si, pues, os veis privados de remedios
en vuestras enfermedades o de fuego durante el invierno, o también de alimento
o de vestido, decid: Dios mío, Vos me bastáis, y conservaos en paz.»
«Si
realmente sois pobre, muy amada Filotea, sedlo además de espíritu, haced de la
necesidad virtud, y emplead esta piedra preciosa de la pobreza para lo que
vale. Su brillo no se descubre en este mundo, a pesar de estar tan a la vista y
de ser tan bello y rico. Tened paciencia, que estáis en buena compañía: Nuestro
Señor, Nuestra Señora, los Apóstoles, tantos santos y santas han sido pobres. y
pudiendo ser ricos han despreciado el serlo... Abrazad, pues, la pobreza como
la dulce amiga de Jesucristo, pues El nació, vivió y murió en la pobreza que
fue la nodriza de toda su vida.»
La
venerable María Magdalena Postel, reducida a refugiarse en un establo con su
pequeña Comunidad, rebosaba de gozo y decía: «Sí, hijas mías, estoy contenta,
porque ahora nos parecemos más a Nuestro Señor, que en su Nacimiento no fue
recibido ni en un palacio real, ni en palacio suntuoso, sino en el pesebre de
Belén.» Y algún tiempo después añadía: «Temo las riquezas para las Comunidades.
No deseemos sino lo estrictamente necesario, y aun esto es preciso ganarlo con
el trabajo de nuestras manos. Trabajad como si os propusierais llegar a ser
ricos; mas desead y pedid permanecer siempre pobres. La pobreza y la humildad
deben ser la base da la Congregación que Dios me ha llamado a fundar, y el día
en que se pierda el espíritu de pobreza, aquélla perecerá.»
San
José es un admirable modelo de abandono a la Providencia en la necesidad. «Dios
quiere que sea siempre pobre, lo que constituye una de las más fuertes pruebas
que nos pueden sobrevenir. El se somete amorosamente y durante toda su vida. Su
pobreza fue una pobreza despreciada, abandonada y menesterosa. La pobreza
voluntaria de que los religiosos hacen profesión es muy amable, tanto más
cuanto que no impide que reciban lo necesario, privándoles únicamente de lo
superfluo. Mas la pobreza de San José, de Nuestro Señor y de la Santísima
Virgen no era de tal naturaleza, pues aunque era voluntaria, en cuanto a que la
amaban con cariño, no dejaba, sin embargo, de ser abyecta, abandonada,
despreciada. Todos consideraban a este gran Santo como a un pobre carpintero,
quien sin duda no podía trabajar tanto que no le faltasen muchas cosas necesarias
por más que se esforzaba cuanto le era posible, con un afecto que no tiene
igual, por el mantenimiento de su familia. Después de esto, sometíase
humildemente a la voluntad de Dios, para continuar en su pobreza y abyección,
sin dejarse en manera alguna vencer ni abatir por el disgusto interior, que
seguramente había de hacer tentativas para turbarle.»
Para
imitar estos grandes ejemplos «no os lamentéis, pues, amada Filotea, de vuestra
pobreza; porque no se queja uno sino de lo que le desagrada; y si la pobreza os
desagrada, ya no sois pobre de espíritu, sino rica de afecto. No os
desconsoléis por no ser tan socorrida como sería conveniente, porque querer ser
pobre y no sufrir por ello incomodidad, es querer el honor de la pobreza y la
comodidad de las riquezas».
Artículo 4º.- El lugar y las relaciones
I. El
religioso se aficiona a su casa como el hijo al hogar paterno, y en tanto este
afecto se conserve sumiso al beneplácito divino, nada hay más legítimo ni más
digno de respeto. El Monasterio es el jardín cerrado en donde Dios nos ha
puesto al abrigo del mundo, en donde El se digna vivir con nosotros en la más
deliciosa intimidad. No es aún el Paraíso, no es ya Egipto; es la Tierra
prometida, en la que corren en abundancia la leche y la miel. Bajo el mismo
techo de Nuestro Señor y a dos pasos de su Tabernáculo, el religioso pasa horas
tan dulces como santas en celebrar los augustos misterios, en cantar las
alabanzas de Dios, en alimentar su alma con el pan de la oración y piadosas
lecturas. Allí es donde fuimos iniciados en las observancias monásticas,
formados en la vida interior y ejercitados en las luchas para conseguir la
santidad. Gracias a la Regla y a la firmeza de nuestros Superiores que nos
sostienen, a los ejemplos de la Comunidad que nos arrastran, ha sido posible
apresurar el paso y adelantar algo más en el camino. Estos lugares benditos,
regados con tanta abundancia por las aguas de la gracia, fueron los felices
testigos de nuestras mejores alegrías, de nuestros combates y de nuestras pruebas.
Allí es donde nosotros hemos prometido vivir y morir, de allí es de donde
nuestra alma espera volar al cielo, mientras que el compañero de sus trabajos
descenderá a dormir allí cerca de nuestros antepasados. esperando su glorioso
despertar. Sin embargo, esta adhesión tan legítima a nuestro Monasterio ha de
estar subordinada al beneplácito divino, porque Dios será siempre el supremo
Arbitro de nuestros destinos. El puede disponer de nosotros por medio de la
obediencia, libre es de dejar obrar la malicia de los perseguidores.
Ciertamente
que debemos hacer cuanto de nosotros depende para conservar la estabilidad que
hemos prometido, pero si Dios se complace en desterrarnos de nuestro querido
Monasterio, ¿no es el Maestro infinitamente sabio e infinitamente bueno? ¿No es
la divina Providencia la que debemos mirar por encima de los hombres en esto
como en todo lo demás? Y, por consiguiente, ¿osaríamos protestar contra su
voluntad soberana, en lugar de someternos a ella con amorosa confianza? La
tierra es un lugar de paso, y nuestra ciudad permanente está en el cielo. Que
nos dirijamos a ella desde el destierro, desde la patria, poco importa, lo
esencial es llegar allí. Mientras Dios nos tenga en el Monasterio, en él estará
para nosotros el camino del Paraíso, y nada se le puede comparar; mas si la
Providencia nos envía a otra parte, en dondequiera que nos coloque, allí estará
en adelante para nosotros la esperanza de la salvación, pues es la obediencia
la que nos introduce en el reino de los cielos. Por lo demás, hay algo
infinitamente preferible a los muros de nuestro convento: es la vida religiosa
que en él se observa; y si para conservarla es preciso resignarnos a sufrir el
destierro, ¡bendito sea Dios que aun a tan subido precio nos conserva tan
inapreciable bien! ¿Sería éste, después de todo, un sacrificio heroico? Seguros
de tener en el destierro las mismas observancias, la misma Comunidad, los
mismos Superiores que en el Monasterio, seríamos ciertamente menos dignos de
lástima que tantos religiosos imposibilitados de consagrarse en tierra tan
extraña a sus obras acostumbradas, como tantos otros, sobre todo los que han
sido lanzados al mundo, privados de la vida religiosa. Para nosotros, monjes,
formados únicamente para la vida de claustro, volver al mundo es el peor de los
infortunios, y para conjurarlo habríase de hacer lo posible y hasta lo
imposible. En el caso que la obediencia dispusiera de nosotros, en conformidad
con las leyes de nuestra Orden, enviándonos a una fundación, un refugio, etc.,
el ferviente religioso no ha de ver en eso sino la voluntad de Dios y el bien
de su alma, y con magnánimo corazón entregarse al beneplácito divino, y a no
ser por un deber de conciencia, hasta evitar observaciones respetuosas y
filiales.
Apenas
ha hablado Dios por boca de un superior, se inclina confiado y sin tardanza, no
pensando sino en someterse como verdadero hijo de obediencia, y en sacar de su
sacrificio el mejor partido posible a favor de su adelantamiento espiritual.
II.
Tenemos en el claustro una selecta compañía, escogida entre mil y diez mil. Una
Comunidad es una familia unida a Jesucristo, en la que cada cual rivaliza en
desprecio del mundo, en atractivo por nuestras santas leyes, en celo por
agradar a Dios y santificarse; y todos los días experimentamos cuán dulce es
habitar reunidos los hermanos. Jamás sabremos ni bendecir suficientemente al
Señor por habernos llamado a la religión, ni pagar a nuestra Comunidad todo el
bien que nos hace. Con todo, aunque sólo tuviéramos santos en nuestra compañía,
hemos de esperar encontrar entre los hombres algunos restos de humana
debilidad; por lo menos, habrá diversidad de temperamentos y de caracteres, las
divergencias de sentimientos y voluntades, mil pequeñas nonadas que nos harán
sufrir, tanto más cuanto que la misma consideración con que habitualmente se
nos trata, nos vuelve más sensibles a todo procedimiento menos delicado.
Si
acontece, pues, que hayamos de soportar algo de parte de los que nos rodean,
ante todo hemos de persuadirnos de que esa es la voluntad de Dios. Es El, en
efecto, y no el azar, quien nos ha llamado de las cuatro partes del mundo y nos
ha juntado en tal Comunidad y bajo tales Superiores, para vivir allí reunidos
en perpetuo contacto. El genio, las miras, los gustos, mil otras cosas no se
armonizan sino a fuerza de virtud; será preciso hacerse mutuamente muchos
sacrificios por el bien de la paz. Dios lo sabia y para esto precisamente nos
ha puesto a los unos cerca de los otros. En el cielo disfrutaremos del reposo
perfecto, de la paz después de la victoria. Aquí abajo, es el tiempo del
combate contra nosotros mismos, a fin de reparar nuestras faltas, dominar
nuestros defectos, aumentar nuestras virtudes y méritos. Los medios para
conseguirlo son múltiples, uno de los mejores será para nosotros la vida común
con las renuncias que impone.
«Por
no haberte penetrado en este gran principio -escribía el P. de Caussade a una
de sus dirigidas-, jamás habéis sabido someteros a ciertos estados y
acontecimientos, ni, por consiguiente, permanecer en ellos firme y tranquila en
la voluntad de Dios. El demonio siempre os ha tentado, inquietado, trastornado
con cien ilusiones y falsos razonamientos en este punto. Tratad, pues yo os
conjuro por el interés de vuestra salvación y de vuestro reposo, de libraros de
semejante extravío de espíritu, y por el mismo hecho pondréis término a todos
vuestros despechos y a todas las rebeldías de vuestro corazón.»
Las
penas de la vida de familia y de Comunidad no tanto constituyen con la
oposición de humor o de carácter un obstáculo a nuestro progreso espiritual,
como medio providencial y muy precioso. En nuestra falta de fe, de humildad y
de abnegación ha de buscarse el origen de nuestro malestar, al que las
dificultades le ofrecen tan sólo la ocasión de manifestarse. Proviniendo, pues,
el mal de nosotros, ahí es donde es preciso aplicar el remedio, y ésta es la
razón porque Dios nos ofrece estas oposiciones de carácter, estas pruebas
crucificadoras y constantemente renovadas.
¡Excelentes
penitencias para las culpas pasadas! Porque «la caridad cubre la muchedumbre de
los pecados», y Dios nos tratará como nosotros hubiéremos tratado a nuestros
semejantes. Perdonemos, y El nos perdonará; olvidemos los agravios de nuestros
hermanos y El olvidará los nuestros. Tengamos tolerancia para con nuestro
prójimo, paciencia, misericordia, mansedumbre, y El, fiel a su palabra, hará
otro tanto con nosotros. Es costoso sufrir así siempre, mas ¡qué seguridad, qué
consuelo poder decir que a este precio se tiene derecho a contar con la divina
misericordia!
¡Excelente
ejercicio de mortificación! Sin él, cuántas virtudes nos faltarían. Si queremos
adquirir la tolerancia mutua, la paciencia y la abnegación, ¿no son necesarias
personas que nos contraríen y que sepan hacerlo a tiempo y fuera de tiempo, y
por decirlo así, sin piedad? Creeríamos conocernos bien y abrigaríamos quizá
extrañas ilusiones, si unos y otros no viniesen en momento propicio a decirnos
sin contemplación muchas verdades. ¡ Son precisas tantas humillaciones!
¿Sabríamos
nosotros escoger las buenas humillaciones, aquellas de que tenemos necesidad y
no las que nos agradan? ¿Tendríamos la firmeza de someternos a ellas con
perseverancia, como se somete un enfermo a su régimen austero? En lugar de
sublevarnos, bendigamos a Dios que ha tenido la sabiduría y la bondad de poner
a nuestro lado tal o cual persona; es de la que teníamos más necesidad. Una
santa fundadora decía a sus hijas: «Cada una tiene su modo de ser, sus
imperfecciones, sus rarezas. Si no existieran en la Comunidad caracteres un tanto
difíciles, sería necesario comprarlos para que nos ayudasen a ganar el cielo.»
Dios nos provee de ellos gratuitamente. ¡A nosotros toca aprovecharnos de estas
gracias para morir a nosotros mismos!
Además,
estas contrariedades constantemente renovadas, «os ofrecerán cada día no pocas
ocasiones de practicar las más raras y sólidas virtudes: la caridad, la
paciencia, la dulzura, la humildad de corazón, la benignidad, la renuncia a
vuestras inclinaciones, etc.; y estas pequeñas virtudes de cada día, practicadas
fielmente, os formarán una rica mies de gracias y de méritos para la eternidad.
Por éstas, mejor que por todas las otras prácticas y los demás medios, es como
podréis obtener el gran don de la oración interior, la paz del corazón, el
recogimiento, la presencia continua de Dios y su puro y perfecto amor. Esta
sola cruz llevada con paciencia os atraerá infinidad de gracias, y os servirá
más eficazmente que las pruebas en apariencia más dolorosas, para desprenderos
perfectamente de vosotros mismos y uniros plenamente a Dios». Así se expresa el
P. de Caussade, y dice después:
«Lejos
de compadeceros, no puedo menos de felicitaros de haber tenido por fin ocasión
de practicar la verdadera caridad. La antipatía que experimentáis hacia la
persona con quien estáis en continuas relaciones, la oposición de vuestras
ideas y de vuestras miras, los rozamientos que ella os causa por sus modales o
su lenguaje, son otras tantas señales infalibles de que la caridad que usáis
para con ella será puramente sobrenatural sin mezcla alguna de sentimientos
humanos. Oro puro es lo que vais a reunir, y sólo de vos depende formar un
inmenso tesoro. Agradecédselo, pues, a Nuestro Señor, y para no perder nada de
las ventajas inapreciables de vuestra posición presente, seguid con exactitud
las reglas que os voy a trazar.
»1ª
Soportad apaciblemente las rebeldías involuntarias que os hacen experimentar
los procedimientos de esta persona, a la manera que soportaríais un acceso de
fiebre o de jaqueca. Vuestra antipatía es, en efecto, una fiebre interior con
sus escalofríos y subidas. ¡Oh! ¡Cuán crucificador, humillante y penoso es todo
esto, y por consiguiente, cuán meritorio y santificador!
»2ª
No habléis jamás a propósito de esta persona, como quizá hacen las otras; sino
hablad siempre de ella en buen sentido, pues tiene algo bueno. Y, ¿quién no
tiene algo malo? ¿Quién es perfecto en este mundo? Puede ser que sin querer ni
pensar en ello, vos la probéis más de lo que Dios os prueba por ella! Dios pule
a veces un diamante con otro diamante, dice Fenelón.
»3ª
Cuando cometiereis algunas faltas, levantaos sin tardanza, humillándoos
dulcemente, sin despecho voluntario ni contra ella, ni contra vos, sin
turbación ni enojo y sin inquietud. Nuestras faltas así reparadas llegan a
sernos de provecho y ventajosas, y por estas miserias y estas faltas diarias,
es como Dios nos empequeñece de continuo y nos mantiene en la verdadera
humildad de corazón.
»4ª
No os mezcléis en nada, sino en la medida en que vuestro deber os obliga;
cumplido éste, no os preocupéis de nada; no penséis siquiera en ello, si no es
en la presencia de Dios. Abandonemos todo a la Providencia, pues la única cosa
importante es que seamos todo de Dios y que consigamos la salvación. »
En
las pruebas de este género, Santa Juana de Chantal es un perfecto modelo. Viuda
a los veintiocho años, recibió de su padre político orden de ir a vivir en su
compañía con sus cuatro hijos. Sin dificultad pudo entrever la amargura del
cáliz que había de beber, pues conocía el carácter del viejo barón, los desórdenes
de su casa y los aún mayores de su conducta. Este anciano sombrío ante quien
todo había de doblegarse, había caído bajo la dependencia de una criada que
mandaba como ama en el castillo, dilapidaba los bienes y hacía murmurar a todo
el mundo. Durante más de siete años, la santa será tratada como una extraña que
se admite en el hogar doméstico, pero a la que en nada se la consulta ni tiene
derecho a hacer observación alguna. Estará, por decirlo así, bajo la férula de
una inferior insolente, que no escaseará ni siquiera las injurias. Tenía que
pasar por la amargura de ver a los hijos de la sirvienta preferidos a los
suyos. Se apoderaba de ella la indignación, revolvíase toda su sangre,
especialmente al principio. Mas ahogaba estos gritos de la naturaleza, y a cada
insolencia no oponía sino un corazón dulce y un semblante gracioso, llegando
hasta el grado de heroísmo de cuidar los hijos de la sirvienta como a los
suyos, y prestarles con sus propias manos los servicios más humildes. ¿Y cuál
era el secreto de su victoria? Únicamente ocupada en su importante obra, la
conversión de su padre político y de la indigna criada, se proponía vencerlos a
uno y a otra a fuerza de dulzura; no habla situación ni sacrificio que la
asustasen con la esperanza de llevarlos a Dios. Aprovechaba todas las
circunstancias para hacerles bien y ninguna violencia, ninguna vejación, fue
jamás capaz de disminuir su respeto ni desanimar su paciencia. «A este motivo
tan elevado que la sostuvo durante siete años en esta vida heroica, vino a
juntarse otro que no le prestó menor apoyo. Era naturalmente un tanto altiva;
había heredado con la sangre paterna, yo no sé qué de orgullosa y dominante que
ella quería ahogar a todo trance. La ocasión le pareció excelente para llegar a
ser humilde a fuerza de humillaciones, y lo con siguió más de lo que puede
decirse. En esta ruda escuela, mejor que en el más severo noviciado, hízola
Dios adquirir esta rara humildad y esta perfecta obediencia que muy pronto
hicieron de ella, bajo la dirección de San Francisco de Sales, el instrumento
de tan grandes obras.»
¡Quiera
Dios que a las gracias de este género respondamos también nosotros con el mismo
espíritu de fe e igual generosidad!
4. EL ABANDONO EN LOS BIENES NATURALES DEL CUERPO Y DEL ESPÍRITU
Artículo 1º.- La salud y la
enfermedad
Se
puede hacer un buen uso de la salud y de la enfermedad, y se puede abusar de la
una y de la otra.
La
salud se recomienda suficientemente por sí misma, sin que sea necesario afirmar
que favorece la oración, las piadosas lecturas, la ocupación no interrumpida
con Dios, que facilita el trabajo manual e intelectual, que hace menos penoso
el cumplimiento de nuestros deberes diarios. Es un precioso beneficio del cielo
del que nunca se hace caso sino después de haberlo perdido. En tanto que se la
posee, no siempre se pensará en agradecerla a Dios que nos la concede; se
experimentará quizá más dificultad en someter el cuerpo al espíritu, en no
derramarse demasiado en los cuidados de la vida presente, en vivir tan sólo
para la eternidad que no parece cercana.
«La
enfermedad como la salud es un don de Dios. Nos lo envía para probar nuestra
virtud o corregirnos de nuestros defectos, para mostrarnos nuestra debilidad o
para desengañarnos acerca de nuestro propio juicio, para desprendernos del amor
a las cosas de la tierra y de los placeres sensuales, para amortiguar el ardor
impetuoso y disminuir las fuerzas de la carne, nuestro mayor enemigo; para
recordarnos que estamos aquí abajo en un lugar de destierro y que el cielo es
nuestra verdadera patria; para procurarnos, en fin, todas las ventajas que se
consiguen con esta prueba, cuando se acepta con gratitud como un favor
especial.» Bien santificada es, en efecto, «uno de los tiempos más preciosos de
la vida, y con frecuencia, en un día de enfermedad soportada cual conviene,
avanzaremos más en la virtud, pagaremos más deudas a la justicia divina por
nuestros pecados pasados, atesoraremos más, nos haremos más agradables a Dios,
le procuraremos más gloria que en una semana o en un mes de salud. Mas si el
tiempo de enfermedad es tiempo precioso para nuestra salvación, son muy pocos
los que lo emplean útilmente, los que hacen producir a sus enfermedades el
valor que merecen». «Por mi parte -dice San Alfonso, llamo al tiempo de
enfermedades la piedra de toque de los espíritus; pues entonces es cuando se
descubre lo que vale la virtud del alma. Si soporta esta prueba sin inquietud,
sin deseos, obedeciendo a los médicos y a sus Superiores, si se mantiene
tranquila, resignada en la voluntad de Dios, es señal de que hay en ella un
gran fondo de virtud. Mas, ¿qué pensar de un enfermo que se queja de los pocos
cuidados que de los otros recibe, de sus sufrimientos que encuentra
insoportables, de la ineficacia de los remedios, de la ignorancia del médico y
que llega a veces hasta murmurar contra Dios mismo, como si le tratase con
demasiada dureza?»
¿Seremos
del número de los sabios, que no abundan, que no se preocupan ni de la salud ni
de la enfermedad, y que saben sacar de ambas todo el provecho posible? O bien,
¿no llegaremos a convertir la salud en un escollo y la enfermedad en causa de
ruina? Nada podemos asegurar, pues sólo Dios lo sabe. Por lo pronto, nada hay
mejor que establecerse en una santa indiferencia y entregarnos al beneplácito
divino, sea cual fuere. Es la condición necesaria, para mantenernos siempre
dispuestos a recibir con amor y confianza lo que la Providencia tuviera a bien
enviarnos, la plenitud de las fuerzas, la debilidad, la enfermedad o los
achaques.
Sin
embargo, el abandono no quita sino la preocupación; no dispensa en manera
alguna de las leyes de la prudencia, ni siquiera excluye un deseo moderado.
Nuestra salud puede ser más o menos necesaria a los que nos rodean, de ella
necesitamos para desempeñar nuestras obligaciones. «No es, pues, pecado sino
virtud -dice San Alfonso tener de la misma un cuidado razonable, encaminado al
mejor servicio de Dios.» Aquí se han de temer dos escollos: las muchas y las
pocas precauciones. No tenemos derecho a comprometer inútilmente nuestra salud
por excesos o culpables imprudencias. Mas, por el contrario, añade San Alfonso,
«habrá pecado en cuidar de ella en demasía, visto sobre todo que bajo la
influencia del amor propio se pasa fácilmente de lo necesario a lo superfluo».
Este segundo escollo es mucho más de temer que el primero, por lo que San
Bernardo se muestra enérgico contra los sobrado celosos discípulos de Epicuro e
Hipócrates: Epicuro no piensa sino en la voluptuosidad; Hipócrates, en la
salud; mi Maestro me predica el desprecio de la una y de la otra y me enseña a
perder, si es necesario, la vida del cuerpo para salvar la del alma, y con esta
palabra condena la prudencia de la carne que se deja llevar hacia la
voluptuosidad, o que busca la salud más de lo necesario.
Santa
Teresa compadece amablemente a las personas preocupadas con exceso de su salud,
que pudiendo asistir al coro sin peligro de ponerse más enfermas, dejan de
hacerlo «un día porque les duele la cabeza, otro porque les dolió, y dos o tres
días más por temor de que les duela». La santa misma no evitó siempre este
escollo, según lo declara en su Vida: «Que no nos matarán estos negros cuerpos
que tan concertadamente se quieren llevar para desconcertar el alma; y el
demonio ayuda mucho a hacerlos inhábiles. Cuando ve un poco de temor no quiere
él más para hacernos entender que todo nos ha de matar y quitar la salud; hasta
en tener lágrimas nos hace temer de cegar. He pasado por esto y por eso lo sé;
y yo no sé qué mejor vista o salud podemos desear que perderla por tal causa.
Como soy tan enferma, hasta que me determiné en no hacer caso del cuerpo ni de
la salud, siempre estuve atada sin valer nada; y ahora tengo bien poco. Mas
como quiso que entendiese este ardid del demonio, y como me ponía delante el
perder la salud, decía yo: "poco va en que me muera... ¡Sí! ¡El descanso!
... No he menester descanso, sino cruz". Ansí otras cosas. Vi claro que en
muy muchas, aunque yo de hecho soy harto enferma, que era tentación del demonio
o flojedad mía, que después que no estoy tan mirada y regalada tengo mucha más
salud».
Bien
persuadidos de que la santidad es el fin y la salud un medio accesorio,
opongamos a todos los artificios del enemigo la valiente respuesta de Gemma
Galgani: «Primero el alma, después el cuerpo»; y no olvidemos este importante
aviso de San Alfonso: «Temed que, tomando muy a pecho el cuidado de vuestra
salud corporal, pongáis en peligro la salud de vuestra alma, o por lo menos la
obra de vuestra santificación. Pensad que si los santos hubieran como vos
cuidado tanto de su salud, jamás se hubieran santificado.»
Cuando
la enfermedad, la debilidad, los achaques nos visiten, ¿nos será permitido
exhalar quejas resignadas, formular deseos moderados y presentar súplicas
sumisas? Seguramente que sí.
San
Francisco de Sales consiente a su querido Teótimo repetir todas las
lamentaciones de Job y de Jeremías, con tal que lo más alto del espíritu se
conforme con el divino beneplácito. Sin embargo, se burla finamente de los que
no cesan de quejarse, que no hallan suficientes personas a quienes referir por
menudo sus dolores, cuyo mal es siempre incomparable, mientras que el de los
otros no es nada. Jamás se le vio hacer personalmente el quejumbroso: decía
sencillamente su mal sin abultarlo con excesivos lamentos, sin disminuirlo con
engaños. Lo primero le parecía cobardía; lo segundo, doblez.
«No
os prohíbo -dice San Alfonso descubrir vuestros sufrimientos cuando son graves.
Mas poneros a gemir por un pequeño mal y querer que todos vengan a lamentarse a
vuestro alrededor, lo tengo por debilidad... Cuando los males nos afligen con
vehemencia, no es falta pedir a Dios nos libre de ellos. Más perfecto es no
quejarse de los dolores que se tienen, y lo mejor es no pedir ni la salud ni la
enfermedad, sino abandonarnos a la voluntad de Dios, a fin de que El disponga
de nosotros como le plazca. Si con todo necesitamos solicitar nuestra curación,
sea por lo menos con resignación y bajo la condición de que la salud del cuerpo
convenga a la del alma; de otra suerte, nuestra oración sería defectuosa y sin
efectos, ya que el Señor no escucha las oraciones que no se hagan con
resignación.»
«Paréceme
-dice Santa Teresa- que es una grandísima imperfección quejarse sin cesar de
pequeños males. No hablo de los males de importancia, como una fiebre violenta,
por más que deseo que se soporten con paciencia y moderación, sino que me
refiero a esas ligeras indisposiciones que se pueden sufrir sin dar molestias a
nadie. En cuanto a los grandes males por sí mismos se compadecen y no pueden
ocultarse por mucho tiempo. Sin embargo, cuando se trate de verdaderas
enfermedades, deben declararse y sufrir que se nos asista con lo que fuere
necesario»
En
una palabra, los doctores y los santos admiten quejas moderadas y oraciones
sumisas; tan sólo condenan el exceso y la falta de sumisión. Mas prefieren
inclinarse, como San Francisco de Sales, «hacia donde hay señales más ciertas
del divino beneplácito», y decir con San Alfonso: «Señor, no deseo ni curar, ni
estar enfermo; quiero únicamente lo que Vos queréis». San Francisco de Sales permite
a sus hijas pedir la curación a Nuestro Señor como a quien nos la puede
conceder, pero con esta condición: si tal es su voluntad. Mas personalmente,
jamás oraba para ser librado de la enfermedad; era demasiada gracia para él,
decía; sufrir en su cuerpo a fin de que, como no hacía mucha penitencia
voluntaria, siquiera hiciese alguna necesaria. Léese asimismo en el oficio de
San Camilo de Lelis, que teniendo cinco enfermedades largas y penosas, las
llamaba «las misericordias del Señor», y se guardó muy bien de pedir el ser
librado de ellas.
Lejos
de nosotros el pensamiento de condenar al que ruega para obtener la curación o
alivio de sus males, con tal de que lo haga con sumisión. Nuestro Señor ha
curado a los enfermos que se apiñaban en torno suyo; y con frecuencia
recompensa con milagros a los que afluyen a Lourdes. A no dudarlo, hay en ello
una magnífica demostración de fe y confianza gloriosa en Dios, impresionante
para el pueblo cristiano. Mas he aquí otro enfermo despegado de sí mismo, tan
unido a la voluntad divina y tan dispuesto a todo cuanto Dios quiera enviarle,
que se limita a manifestar a su Padre celestial su rendimiento y su confianza,
y sea cual fuere la voluntad divina, la abraza con magnanimidad y se contenta
con cumplir santamente con su deber. Este enfermo generoso, ¿no muestra tanto
como los otros, y aún más, su fe, confianza, amor, sumisión y humilde
abnegación? Cada cual puede pensar y tener sus preferencias y seguir su
atractivo, pero en cuanto a nosotros, ninguna opinión nos agrada tanto como la
de San Francisco de Sales y de San Alfonso.
«Cuando
se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de Ginebra-, oponedle los
remedios que fueren posibles y según Dios (que los religiosos que viven bajo un
Superior reciban el tratamiento que se les ofreciere, con sencillez y
sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a la divina Majestad. Pero
también, hecho esto, esperad con entera resignación el efecto que Dios quiera
otorgar. Si es de su agrado que los remedios venzan al mal, se lo agradeceréis
con humildad, y si le place que el mal supere a los remedios, bendecidle con
paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el estar enfermos, sino
también el estar de la clase de enfermedad que Dios quiera, no haciendo
elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que sea, por abyecta o
deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción sin abyección, con
frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. Mas cuando se padece un mal
sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección son nuestro
mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la
dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús «tenía por
principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de quejarse. ¡Cuántas
veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores de cabeza! Aún
puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced a esta
energía, realizaba sencillamente actos heroicos». Conviene dar a conocer a los
Superiores nuestras enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa
generosidad, continuaremos llenando fielmente en la enfermedad las obligaciones
que tan sólo piden una buena voluntad, y en la medida que fuere posible, las
que exigen la salud. Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este
prudente aviso de San Francisco de Sales: «Obedeced, tomad las medicinas,
alimentos y otros remedios por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El
tomó por nuestro amor. Desead curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para
obedecerle, disponeos a morir, si así le place, para alabarle y gozar de El.
Mirad con frecuencia con vuestra vista interior a Jesucristo crucificado,
desnudo y, en fin, abrumado de disgustos, de tristezas y de trabajos, y
considerad que todos nuestros sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son
en modo alguno comparables a los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa
alguna por El, al precio que El ha sufrido por vos.»
Así
hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta años
por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la había
acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada
que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se
haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía,
exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.»
Comenzó después a cantar como si fuera una joven de quince anos: «¿Cuándo te
veré, oh bella patria?»
Artículo 2º.- Las consecuencias de
la enfermedad
La
prolongación de la enfermedad, la incapacidad para muchas cosas que la
acompañan o que la siguen, agravan no poco las molestias que ocasiona: y todo
esto ha de ser objeto de un filial y confiado abandono.
Siendo
«el Altísimo quien ha creado los médicos y remedios», entra en el orden de la
Providencia que se recurra a ellos en la necesidad; los seglares con una
prudente moderación, y los religiosos según la obediencia. Mas Dios tiene en su
soberana mano el mal, el remedio y el médico. «No son las hierbas y las
cataplasmas, es vuestra palabra, Señor, la que todo lo cura» Dios ha sanado en
otro tiempo, sanará ahora si le place, sin el menor socorro humano, como cuando
Nuestro Señor devolvía la salud con una palabra. El sanó en otro tiempo, sana
aún si le place, por medios inofensivos mas sin valor curativo, por ejemplo:
cuando Eliseo enviaba a Naamán a bañarse siete veces en el Jordán, o Jesús
imponía las manos a los enfermos, o les untaba con un poco de saliva. El ha
sanado en otro tiempo, y sana aún si le place, por medios al parecer
contrarios, como cuando Jesús frotó con lodo los ojos del ciego de nacimiento.
Y a pesar de la ciencia de los doctores, a pesar de la abnegación de los
enfermos, a pesar de la energía de los remedios, deja empeorar al que quiere, y
todos terminan por morir, así el sabio más famoso como el último de los
vivientes. Dios es, pues, el Dueño absoluto de la naturaleza, de la salud y de
la enfermedad. En El se ha de creer y no conviene tener como Asá una confianza
exagerada en los medios humanos, porque El les otorga o niega el resultado
según le place. Si, pues, a despecho de los médicos y de las medicinas, el mal
se prolonga y las enfermedades subsisten, en preciso adorar con filial y
humilde sumisión la santísima voluntad de Dios. El Señor no ha permitido que el
médico acierte o que el remedio obre, quizá ha permitido aun que los cuidados
agraven el mal en lugar de curarlo. Nada de esto hace sino con un designio
paternal y para el bien de nuestra alma; a nosotros toca aprovecharnos de ello.
La
primera prueba es, pues, la prolongación del mal. Lejos de nosotros las quejas,
el descorazonamiento, la murmuración y el pensamiento de culpar a los que nos
cuidan. Ellos han cumplido seguramente su deber con gran abnegación y les
debemos mucho reconocimiento. Si han merecido alguna reprensión, Dios les
pedirá cuentas de su falta; pero ha querido servirse de ellos para mantenernos
en la cruz, y será necesario ver en esto mismo un designio de la divina
Providencia. El error o la habilidad, la negligencia o la abnegación, nada hay
que no haya sido previsto por Ella con toda claridad, nada que Ella no haya
elegido, y a ciencia cierta, nada que Ella no sepa utilizar para conducirnos a
sus fines. Por tanto, veamos sólo a Dios, creamos en su amor y bendigamos la
prueba como don de su mano paternal. A los que se quejan con sobrada facilidad
de la falta de cuidados, dice San Alfonso reprendiéndoles: «Os compadezco, no
por vuestros sufrimientos, sino por vuestra poca paciencia; estáis en verdad
doblemente enfermos, de espíritu y de cuerpo. Se os olvida, pero vosotros sois
los que olvidáis a Jesucristo muriendo en la cruz, abandonado de todos por
vuestro amor. ¿Para qué quejaros de éste o de aquél, cuando os habríais de
quejar de vosotros mismos por tener tan poco amor a Jesucristo, y por
consecuencia, mostrar tan poca confianza y paciencia?» San José de Calasanz
decía: « Practíquese tan sólo la paciencia en las enfermedades, y las quejas
desaparecerán de la tierra.» Y Salvino: «Muchas personas no llegarían jamás a
la santidad, si disfrutasen de buena salud.» De hecho, para no hablar sino de
las mujeres que se santificaron, leed su vida, y veréis a todas, o a casi
todas, sujetas a mil enfermedades. Santa Teresa no pasó durante cuarenta años
un solo día sin sufrir. Así el citado Salvino añade: «Las personas consagradas
al amor de Jesucristo están y quieren estar enfermas».
Las
múltiples impotencias debidas a la enfermedad son otra prueba muy crucificante.
Con más o menos frecuencia y extensión, no se puede como en tiempo de salud
observar toda la Regla, asistir al coro, comulgar, orar, hacer penitencia, ser
asiduo al trabajo, al estudio y a todos los deberes de su cargo; y cuando el
mal es tenaz, estas impotencias pueden durar largo tiempo. A esto responde San
Alfonso diciendo: «Dime, alma fiel, ¿por qué deseas hacer estas cosas? ¿No es
para agradar a Dios? ¿Qué buscas, pues, cuando sabes con certeza que el
beneplácito de Dios no es que hagas (como en otro tiempo), oraciones, comuniones,
penitencias, estudios, predicaciones u otras obras, sino soportar con paciencia
esta enfermedad y estos dolores que El te envía? «Amigo mío, escribía San Juan
de Ávila a un sacerdote enfermo, no examináis lo que haríais estando sano, sino
contentaos con ser un buen enfermo todo el tiempo que a Dios pluguiere. Si es
su voluntad lo que de veras buscáis, ¿qué os importa estar enfermo o sano?» Es
incumbencia de Dios aplicarnos, según su beneplácito, a las obras de salud o a
las de enfermedad. A nosotros toca ver en todo su santa voluntad, amarla,
adorarla puesto que ella es siempre la única regla suprema. Hagamos, pues, en
la salud las obras de la salud, en la enfermedad, las de la enfermedad según
que están determinadas por nuestras observancias. Dios nos pide esto y no
quiere otra cosa. ¿Por qué turbarse obrando de este modo? La inquietud
mostraría que no hemos entendido nuestro deber, o que nos dejamos prender de
los artificios del demonio.
Pero,
diréis, el mal, prolongándose, mi impide cumplir los deberes de mi cargo, y
¿qué va a suceder? Sucederá lo que Dios quiera. ¿No tiene el derecho de
disponer de nosotros en esto como en todas las cosas? Todo el tiempo que
vuestros Superiores, debidamente advertidos, juzguen conveniente manteneros en
el empleo, llenadle lo mejor que podáis y conservaos en paz. De vuestra parte
todo va bien, con tal de que hagáis la voluntad de Dios, que tiene mil medios
de suplir lo que hacéis si es tal su beneplácito. Elige obreros según entiende
que debe hacerlo, les da los medios que quiere, deja a San Pablo consumirse en
el fondo de una prisión durante dos años, en tiempo en que la Iglesia naciente
tenía mayor necesidad del Apóstol.
Por
lo menos, dirá alguno, si yo pudiera orar como antes, esto me consolaría en mi
impotencia. Mas, responde San Alfonso de Ligorio, «no hay mejor manera de
servir a Dios que abrazar con alegría su santa voluntad. Lo que glorifica al
Señor no son nuestras obras, sino nuestra resignación y la conformidad de
nuestra voluntad con su beneplácito». Por eso decía San Francisco de Sales que
se da más gloria a Dios en una hora de sufrimiento con filial sumisión que en
muchos días de trabajo con menos amor. Quejándose a él un enfermo de no poder
entregarse a la oración que seria sus delicias y su fuerza, le dijo: «No os
entristezcáis, pues recibir los golpes de la Providencia no es menor bien que
meditar; es mejor estar en la cruz con el Salvador que mirarle solamente.» Por
lo demás un alma generosa persevera fiel a sus prácticas diarias en cuanto le
sea posible; y para llenar su tarea acostumbrada le basta por lo regular
distribuir bien el tiempo, simplificar su oración y adaptarla a su estado
actual. «Para un alma que ama -dice Santa Teresa- la verdadera oración durante
la enfermedad consiste en ofrecer a Dios lo que sufre, en acordarse de El, en
conformarse con su santísima voluntad y en mil actos de este género que se
presentan; no se precisan grandes esfuerzos para entrar en este trato íntimo.»
Y San Alfonso añade: «No digamos a Dios sino esta palabra: Fiat voluntas tua;
repitámosla desde lo íntimo del corazón, cien veces, mil, siempre. Agradaremos
más a Dios con esta sola palabra que con todas las mortificaciones y devociones
posibles.»
Diréis,
en fin, que el malestar, las enfermedades, os hacen inútil, que sois una carga
para la Comunidad, que la escandalizáis no guardando las observancias. Con
seguridad que un enfermo se sacrifica cuanto puede; evita ocasionar demasiados
gastos, reclamar cuidados superfluos, parecer exigente, difícil para hacerse
servir; los cuidados que se le prodigan sabe pagarlos con el agradecimiento y
la docilidad. Es Nuestro Señor a quien se honra en su persona, y El se esfuerza
en parecérsele. Ansioso de adelantar siempre y de no perder el beneficio de
tanta cruz, tiene sin cesar presente a Dios y a su eternidad; observa
generosamente lo que puede de su Regla, compensando lo que le es imposible con
la abnegación, la humildad y el Santo Abandono. Sin él pensarlo, este enfermo
edifica, es una bendición para cuantos le rodean. Mas en definitiva, es la
voluntad divina y no la suya la que pone sobre sus espaldas la cruz de un mal
pasajero o de prolongadas enfermedades. De éstas, es él quien lleva la parte
más pesada, quedando algo también para el enfermero, el superior y la
Comunidad. ¿Y no tiene Dios derecho a servirse de nosotros como de otro
cualquiera para pedir un sacrificio a nuestros hermanos, e imponerles un deber?
Los que nos cuidan sabrán, con la gracia de Dios, abandonarse como nosotros a
la Providencia, y llenar para con nosotros las obligaciones que Ella les
señale. Nuestra misión es aceptar pacientemente la humillación y sentir que
somos una carga; lo es también aligerar la de nuestros hermanos con nuestro
espíritu verdaderamente religioso. Deber nuestro es imitar a aquella religiosa que
no pudiendo explicar su enfermedad, sufría al ver que no era útil, pero
aceptaba con humildad el beneplácito de Dios y se consolaba pensando que le
quedaban tres grandes medios de hacer el bien: la oración, el ejemplo y el
perfecto cumplimiento de sus Reglas. Un buen enfermo no es inútil sino en
apariencia; en realidad puede él hacerse de gran valor si quiere, porque lo que
sobre todo aprovecha a la Comunidad, no son los brazos para los trabajos
pesados, ni la inteligencia para los empleos elevados; es la virtud, son las
almas santamente ávidas de progresar en la santidad y perfección, verdaderos
contemplativos y verdaderos penitentes; de nosotros depende ser así, con la
divina gracia, en la enfermedad como en la salud, aunque por medios diferentes.
Dios estará satisfecho, y la Comunidad no podrá menos de estarlo; y si alguno
que otro, a pesar de nuestra buena voluntad, nos juzga con algo de severidad,
no habrá desedificación ninguna por nuestra parte; sólo nos resta recibir
humildemente la prueba de no ser comprendidos hasta el día en que Dios nos
justifique.
Nuestro
austero San Bernardo era de naturaleza extremadamente tierna y delicada;
escuchó más a su generosidad que a sus fuerzas, de suerte que casi al principio
de su vida religiosa enfermó y siempre anduvo así. Cuando se presentó al Obispo
de Chalons para recibir la bendición abacial, estaba del todo extenuado y
parecía un moribundo. Púsose por obediencia en manos de un practicante, que
acabó de ponerle peor, haciéndole servir platos que un hombre robusto y acosado
de hambre apenas hubiera querido tocar. El santo tomaba todo con indiferencia y
todo lo hallaba igualmente bueno. Una estrechura de garganta que casi no le
permitía pasar más que líquidos, el estómago muy delicado y el vientre en
estado deplorable, eran sus tres dolencias permanentes. A éstos venían
accidentalmente a reunirse otros males. Con frecuencia devolvía los alimentos
como los había tomado, y lo poco que de ellos conservaba sólo servia para
torturarle. A pesar de tantos sufrimientos como le extenuaban, maceraba su
cuerpo con severos ayunos, con vigilias prolongadas, con los más duros
trabajos. Considerábase siempre como un principiante, y decía que le hacía
falta la regularidad de un novicio, la severidad de la Orden y el rigor de la disciplina.
Sin embargo, hubo de adoptar un régimen que su estómago pudiese soportar, sin
perder lo más mínimo el espíritu de sacrificio y la pobreza. Con ánimo
increíble asistía con la Comunidad al coro, al trabajo, a todo. Si había faenas
que él no supiera ejecutar, cavaba la tierra, cortaba leña, la llevaba sobre
sus espaldas; y cuando sus fuerzas le traicionaban, cogía las ocupaciones más
viles, a fin de compensar la fatiga con la humildad. Sólo la necesidad era
capaz de apartarle de los ayunos comunes. Fue, sin embargo, preciso hacerlo,
porque llegó tiempo en que, no pudiéndose sostener sin gran trabajo en pie,
permanecía casi de continuo sentado y muy rara vez se movía. Lo que no podía
hacer lo compensaba dándose más a la oración, a las piadosas lecturas, al
estudio y a la composición; dábase por entero a sus religiosos por la
predicación y la dirección. Y cuando la Iglesia tenía necesidad de sus
servicios, olvidaba su estado de agotamiento, afrontaba la fatiga de los
viajes, resolvía los asuntos, predicaba sin descanso y daba solución a todo.
Volvía luego aún más enfermo, pero también más hambriento de su amada vida de
penitencia y de contemplación. Tal existencia no era otra cosa que una muerte
continua y prolongada. «El Santo lo sentía, y sus religiosos le suplicaban
tomase algún alivio, pero ponía los ojos en Jesús ensangrentado en la cruz,
cubierto de llagas, y, más dócil a la lección del amor que a los consejos de la
prudencia, hacía callar la voz de la ternura filial y saboreaba más la amargura
del cáliz.» ¿Pudo la enfermedad impedirle ser un perfecto cisterciense más útil
que ninguno a su Comunidad y aun a la Iglesia entera?
Nuestra
Beata Aleida hubo de soportar durante toda su vida los más crueles sufrimientos
y una horrorosa lepra. Separada de sus hermanas a causa de este terrible mal,
sirvióse de ello para unirse a Dios con oración más continua; gozábase en su
dolorosa situación por amor de Cristo su Esposo, en cuyas llagas acontecíale
encontrar con frecuencia gozos y una fuerza sobrenatural. Rica en dones
celestiales, ilustre por sus milagros, curó no pocos leprosos con la sola
imposición de sus manos. Había, pues, llegado a la cumbre, pero Nuestro Señor
quiso elevarla a mayor altura. ¿Qué hace? Prepárala un acrecentamiento de
sufrimientos con las correspondientes gracias, para hacerla crecer en la
paciencia. En la fiesta de San Bernabé, parecía estar a las puertas de la
muerte. Nuestro Señor le anuncia que le queda un año de vida todavía y que
durante este tiempo había de soportar males más terribles que los anteriores,
por amor de su Amado Esposo. En efecto, su vista se apaga, sus manos se
contraen, la piel de la cabeza y de todo su cuerpo se cubre de úlceras, de las
que manan sin cesar gusanos y carne dañada. Estos crueles tormentos súfrelos la
bienaventurada con inalterable paciencia, hasta que llegado de nuevo el día de
San Bernabé, exhala su purísima alma en las manos de Cristo, su Esposo.
Santa
Gertrudis, que floreció en Helfta, bajo las leyes de nuestra Orden, con Santa
Matilde, su maestra y amiga, tenía muy precaria salud. Por temporadas que a
veces eran largas, la enfermedad la obligaba a guardar cama. Sus frecuentes
insomnios, su ardor en la oración y sus raptos causábanle tal fatiga que
llegaba al agotamiento. Con frecuencia le era, pues, imposible tomar parte en
el Oficio divino, o bien no podía asistir a él sino permaneciendo sentada.
Estábale prohibido el ayuno aun en la Cuaresma, y hasta durante la noche se la
obligaba a tomar algo para poder sostenerse, o cuando el Oficio era demasiado largo.
Humillábase al verse sometida a tales necesidades, quejábase de no poder hacer
las reverencias del coro, sentíase inclinada a rehusar los alimentos que la
ofrecían, y Nuestro Señor enseñóla a recibir todo como venido de su mano, a
servirse de estos alivios para su adelantamiento espiritual. Una cosa la
afligía, y era fa molestia que causaba a sus compañeras, ¡servíanla éstas con
tanto afecto...! Y ella, ¿no les pagaba en justo retorno con sus incesantes
oraciones, sus consejos sobrenaturales y sus fraternales avisos? Felices
enfermedades que la procuraron entre otros bienes la dicha de vivir toda para
Dios en la contemplación, sin las que quizá no tendríamos sus escritos llenos
de unción tan penetrante.
Pudiéramos
citar otros muchos ejemplos tomados de la hagiografía de nuestra Orden, que nos
mostrarían cómo las enfermedades, lejos de ser obstáculo que cierra el camino,
son por el contrario un sendero que lleva a la santidad. Los enfermos
fervorosos caminan, corren, vuelan hacia el blanco de sus deseos, según el
grado de sus disposiciones. Los malos enfermos no hacen lo mismo, pero hay que
atribuirlo solamente a su falta de valor y de sumisión.
Concluyamos
con una palabra del Padre Saint-Jure a propósito de la convalecencia. «Es,
dice, uno de los momentos más peligrosos de la vida, porque se está
constreñido, a pesar de conocerlo, a conceder algo a la naturaleza, a tratarla
con más suavidad con el fin de restablecer las fuerzas, lo que hace que se
emancipe y se relaje con facilidad; déjase llevar por la gula, procúrase gustos
bajo pretexto de necesidad, entrégase a la ociosidad bajo el pretexto de
debilidad, a la negligencia en la oración y en los ejercicios de piedad por
miedo de fatigarse, a pasatiempos y recreaciones pueriles para descansar, como
si el cuidado de recobrar la salud diese libertad de ver, oír, o decir todo lo
que se ofrece. Y como el espíritu no está ocupado, llénase fácilmente de mil
pensamientos inútiles que le distraen. Todos estos males acontecen a quien no
vigila con cuidado sobre si mismo.» Y sin embargo, la única máxima que debe
seguirse en la convalecencia, así como en la salud o en la enfermedad, debería
ser la de Gemma Galgani: «Primero, el alma, después el cuerpo.»
Artículo 3º.- La vida o la muerte
Tarde
o temprano hemos de morir. Mas, ¿cuándo será y en qué condiciones? Ignorantes
estamos de todo esto. Dios, dueño absoluto de la vida y de la muerte, se ha
reservado el día y la hora; a nadie, por regla general, comunica sus secretos,
y muchos, aun entre los grandes santos, no lo han conocido, o no lo conocieron
sino tarde. Así se explica cómo San Alfonso, treinta o cuarenta años antes de
morir hablaba ya de su muerte próxima. Feliz ignorancia que nos advierte que
estemos siempre dispuestos, y que estimula sin cesar nuestra actividad
espiritual. Hemos de aceptar esta incertidumbre con sumisión y hasta con
reconocimiento. Mas, ¿se ha de desear que la muerte venga en breve plazo o que
nos deje aún largo tiempo?
Numerosos
motivos nos autorizan a llamarla con nuestros deseos.
1º
Los males de la vida presente. Apenas nacido el hombre, comienza la muerte en
él su trabajo, y tiene que luchar sin tregua para librarse de sus asaltos, y a
pesar del alimento, del sueño y de los remedios, camina a pasos agigantados
hacia la tumba; su vida no es sino una muerte lenta y continua. El trabajo y la
fatiga, la intemperie y las estaciones, los achaques y las enfermedades, las
penas del corazón y del espíritu, los cuidados y las preocupaciones, todo lleva
a hacer de la tierra un valle de lágrimas. A nuestras propias penas, vienen a
unirse las de los nuestros, y como si estos tantos males no bastasen, la
malicia humana esfuérzase en agravarlos sin medida: los hombres levántanse
contra los hombres; las familias, contra las familias; las naciones, contra las
naciones; no se sabe ya qué enredos inventar para hacer sufrir, ni qué máquinas
de guerra para mejor destrozarse. Suframos la prueba todo el tiempo que Dios
quiera, mas, ¿no es natural suspirar por la muerte, cuya bienhechora mano
enjugará nuestras lágrimas y nos abrirá la encantadora morada, en donde no
habrá ya gemidos de ningún género, sino calma eterna, paz y reposo sin fin?
2º
Los peligros y las faltas de la vida presente La tierra es un campo de batalla,
en que nos es preciso luchar día y noche contra un enemigo invisible que no
duerme, que no conoce ni la fatiga ni la compasión; enseñado por experiencia
sesenta veces secular, conoce demasiado cuál es nuestro Lado flaco, y halla las
más desconcertantes complicidades en la plaza sitiada; y nosotros, que somos la
debilidad misma y la inconstancia, a pesar del poderoso auxilio de Dios,
siempre hemos de temer un desfallecimiento por nuestra parte. En este momento
estamos en amistad con Dios, y ¿lo estaremos más tarde? La perseverancia final
es un don de Dios, y quien hoy camina por los senderos de la santidad, mañana
quizá ande ya por los de la relajación y resbale sobre la pendiente que conduce
a los abismos. Aun suponiendo que nos libremos de este supremo infortunio, es
cierto al menos que nos quedaremos muy por detrás de nuestros deseos, que
caeremos en multitud de faltas ligeras, y que sentiremos bullir en el fondo de
nuestro corazón todo un mundo de pasiones y de inclinaciones que nos causan
miedo. Hoy, que juzgamos estar preparados, ¿no es natural desear que la muerte
venga pronto a poner término a nuestras incesantes faltas y a nuestras
continuas alarmas, confirmándonos en la gracia?
Por
otra parte, hemos de vivir en medio de un siglo perverso en que se multiplican
los pecados, y crímenes, en que el vicio triunfa, la virtud es perseguida, la
Iglesia, tratada como enemiga, Dios, arrojado de todas partes. Y, ¿cómo no
suspirar por la compañía de los santos, en donde reina el Dios de la paz, en
donde todo regocijará nuestros ojos y nuestros corazones?
3º El
deseo del cielo y del amor de Dios. Hace mucho tiempo que hemos comprendido el
vacío, la ineficacia y la nada de la tierra con todos sus falsos bienes, y
abandonado el mundo, hemos corrido en busca de sólo Dios. A medida que nuestra
alma se despoja y purifica, hácese más vivo el deseo del cielo, el amor divino
más ardiente, casi impaciente: es Dios lo que necesitamos, Dios visto, amado,
poseído sin tardanza, sufrimos por vivir sin El. Cierto que el Dios de nuestro
corazón está allí, muy cerca de nosotros, en la Santa Eucaristía pero le
querríamos sin velo. Déjase a veces encontrar en la oración, mas no basta una
unión fugitiva e incompleta, necesitamos su eterna y perfecta posesión. Nuestro
cuerpo se levanta como los muros de una prisión entre el alma y su Amado; que
caiga de una vez, que deje de ocultarnos el único objeto de todos nuestros
afectos. ¿Cuándo se acabará, Señor, este destierro? ¿Cuándo vendréis por mi?
¿Cuándo iré yo, Señor, a Vos? ¿Cuándo me veré, Señor, con Vos? ¡Cómo se tarda
ya esta hora! ¡Qué contento y alegría será para mí, cuando me digan que llega
ya!
Laetatus
sum in his quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus: stantes erant pedes
nostri in atriis tuis, Jerusalem. «Me he alegrado desde que se me ha dicho:
Iremos a la casa del Señor y pronto nos hallaremos, oh Jerusalén, en el recinto
de tus murallas».
A
semejanza de la Esposa de los Cantares, el gran Apóstol languidecía de amor y
suspiraba por la disolución del cuerpo para estar con Cristo. Estaba enfermo de
amor, y en su impaciente ansia de gozar de su Amado, la menor tardanza
hacíasele una eternidad y llenaba su corazón de tristeza. Tales eran los
sentimientos de Santa Teresa del Niño Jesús en su lecho de muerte. «¿Estáis
resignada a morir? ¡Oh, padre mío!, respondía ella, para vivir es para lo que
se necesita resignación; muriendo no experimento más que alegría»
Hay,
por tanto, sólidas razones que nos hacen desear la muerte; las hay también
igualmente para desear la prolongación de nuestros días, y son casi las mismas.
1º
Los males de la vida presente. Mediante la paciencia y el espíritu de fe, se
convierten en ocasión de mayores bienes; despegan de la tierra y hacen suspirar
por un mundo mejor; es un excelente purgatorio, una mina de virtudes
inagotable. Cuanto más abunden estos males, más rica será la cosecha para el
cielo. Si la malicia de los hombres viene a mezclarse en ellos, ¿qué nos
importa? Nosotros queremos ver tras el instrumento no otra cosa que la
Providencia, y como resultado de todas nuestras pruebas, como adelantamiento
espiritual, Dios glorificado, muchas almas salvadas, el purgatorio rociado con
sangre de Nuestro Señor. En el cielo no habrá ya sufrimientos, es verdad; mas
por lo mismo no será posible dar, como aquí abajo, al divino Maestro el
testimonio de la prueba amorosamente aceptada.
2º
Los peligros y las faltas de la vida presente. Reconocemos sin dificultad que
el sentimiento del peligro mueve a desear vivamente el cielo; mas el combate no
carece de encantos para un alma valiente, ávida de conquistar la vida eterna, y
demostrar su amor y abnegación a su Rey amado. El es quien nos llama a las
armas, y ¿no estará con nosotros? El claustro es la más segura trinchera, y
gracias a la oración y a la vigilancia, esperamos librar un buen combate y no
quedar heridos de muerte. Hasta el momento, nuestra victoria está muy lejos de
ser completa; sin el auxilio del tiempo, ¿cómo reparar nuestras derrotas,
expiar nuestras faltas, rescatar nuestra inutilidad, conquistar un rico botín?
Y ahora que Dios se encuentra atacado por todas partes, el puesto de sus amados
servidores, ¿no ha de ser combatir a su lado y luchar por su causa? Así lo
entendió aquella alma que decía: «Tengo, bien lo sabéis, deseos de ver a Dios,
pero en estos tiempos de persecución le tengo mayor de padecer por El; morir
cuando las Esposas del Cordero están convocadas para la cumbre del Calvario,
no, no es éste mi ideal.»
3º El
deseo del cielo y el amor de Dios. Morir cuanto antes, es quizá lo más seguro,
y más pronto nos hallaríamos con nuestro Amado. Con todo, si Dios prolonga
nuestra vida, con tal de que nos lleve al puerto, le bendeciremos eternamente
por ello; por tanto, a cada paso podemos crecer en gracia y por lo mismo
obtener nuevos grados de gloria. En algunos años podemos ganar cientos de
miles, millones quizá; es decir: añadir por cientos de miles y de millones
nuevas energías a nuestro poder de ver a Dios, de amarle y de poseerle. ¡ Qué
magnífico aumento de gloria para El, y de felicidad para nosotros durante toda
la eternidad! ¿Tenemos ya caudal suficiente? ¿No sería de desear que aún se
acrecentase? Si nuestro cielo se hace esperar, puede embellecerse
indefinidamente, y sería quizá con gran perjuicio nuestro el que escuchara Dios
nuestros apremiantes deseos.
4º Si
acontece que uno y otro se considera muy necesario a los que le rodean, es
señal inequívoca de divina voluntad, y por ende un motivo de moderar sus
deseos. San Martín de Tours, en su lecho de muerte, hállase en una situación de
este género; no teme morir, no rehúsa vivir, se abandona a la misma
Providencia. La misma perplejidad había experimentado el gran Apóstol: «Para
mí, la muerte es una ganancia, escribe a los filipenses; pero si se prolonga mi
vida, he de sacar fruto de mi trabajo. Por dos partes me veo estrechado: deseo
yerme desatado del cuerpo y estar con Cristo, y eso sería mucho mejor; mas mi
permanencia en esta vida os es necesaria. No sé qué escoger»
San
Alfonso ensalza indudablemente la perfecta conformidad con la voluntad divina,
y con todo, presenta sus argumentos en forma que lleva más a desear la muerte
que la vida. Idénticos matices ofrece el P. Rodríguez. A Santa Teresa le
parecía que sufrir era la única rezón de la existencia: Señor, o morir o
padecer. No puede soportar por más tiempo el suplicio de verse sin Dios; sin embargo,
aceptaría con ánimo varonil todos los trabajos de este destierro hasta el fin
del mundo, por recibir en el cielo un grado mayor de gloria. Su amiga María
Díaz, llegada a la edad de ochenta años, rogaba a Dios prolongase su vida.
Santa Teresa le manifestó un día el ardor con que deseaba el cielo: «Yo,
respondió aquélla, lo deseo, pero lo más tarde posible; en este lugar de
destierro puedo dar algo a Dios, trabajando, sufriendo por su gloria, pero en
el cielo nada podré ofrecerle.» Según el venerable P. la Puente «estos dos
deseos tan diferentes descansan sobre sólidos fundamentos, mas el de María Díaz
era mucho más preferible, porque daba más a la gracia, única que puede inspirar
el amor de la cruz». San Francisco de Sales, en su última enfermedad, permanece
fiel a su máxima: nada desear, nada pedir, nada rehusar. Instábasele a que
rezase la oración de San Martín moribundo: «Señor, si aún soy necesario a tu
pueblo, no rehúso el trabajo», y con humildad profunda responde: «nada de esto
haré; no soy necesario, ni útil, que soy del todo inútil». San Felipe de Neri
dijo lo mismo en parecida circunstancia. Notemos, por último, estas acertadas
palabras del Obispo de Ginebra: «Tomo a mi cuidado el cuidado de vivir bien, y
el de mi muerte lo dejo a Dios». En una palabra, todos los santos han
practicado el perfecto abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida,
otros prefirieron no tener ningún deseo.
Por
dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones
en consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha reservado
Dios. De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de
nuestra muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a Dios nuestros
deseos, o de dejarle el cuidado de ordenarlo todo según su beneplácito, en
conformidad con sus intereses, que son también los nuestros.
Mas
hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno
conocimiento, y de tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la
Comunidad; pues entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas
que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta
petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al beneplácito divino.
Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia,
escribía a sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi vida
entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos? Valdría más morir,
pero morir en medio de mis hermanos, de mis hijos, de mis amados. La muerte en
estas condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad,
Señor; concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No
soy digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar
los ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de acompañar con sus
plegarias a su alma al reposo de los bienaventurados, si Vos la juzgáis digna
de él, y de enterrar sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes
compartió la pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo
de todo corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis hermanos. Sin
embargo, hágase vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir
para mí.» Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y
fue rodando hasta el valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido
morir sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de
los auxilios de la Religión en mi última hora, pero aún deseo mucho más lo que Dios
quiere, persuadida como estoy de que la mejor disposición que se puede tener
para morir bien es someterse a la voluntad de Dios.»
Finalmente,
lo esencial es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto
depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de
manera absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia, sea nuestro
cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la eternidad el tiempo
que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única
preocupación conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya en
la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada
es más capaz de hacerla santa y apacible.
Artículo 4º.- La desigual distribución
de los dones naturales
Es
necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la
Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya
recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos
en sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad.
Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre
algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y
será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca
el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en
otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de
malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo, una necia
infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad juntamente con
el desprecio, y quizá también el desaliento.
Tenemos
el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios,
de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que
nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más
considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros,
o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos
ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una
inteligencia tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo,
no hemos de lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan,
ni envidiar a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se
ofendiese de que el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y
rico como hubiera deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más
elevado, un cuerpo mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones
aún menos favorables, o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que
nos ha dado? Todo es puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos
callar a este orgullo miserable que nos hace ingratos, reconozcamos
humildemente los bienes que el Señor se ha dignado concedernos.
En la
distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a
nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño
absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros
menos, perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según
la misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño,
espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual
manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los
designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que
de ellos quiere sacar.» A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la
vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a
unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual
condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de
gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único
objeto final es procurar su. gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos
de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de glorificarle
por nuestra santificación.
Porque,
«¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta,
con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para
quienes la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión
de eterna ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los
demás, y hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias? ¿ Cuántos, por el
contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de
hermosura, los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se
hubieran condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni
mucho talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se nos
ocurra la idea de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar
nuestro cargo, y que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien.
Mas, como hace notar con razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para
muchos y muy importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria,
ni talentos naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha
otorgado les salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en
lugares elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria
prodigiosa que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las
ciencias, una rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven
frecuentemente sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de
ruina.» Hasta es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus
méritos, que desea ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen
cargos, que les denigra y hasta trabaja por perderlos. ¿Qué seria de nosotros
si tuviésemos mayores talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay
partido más prudente que el de confiarle nuestra suerte y entregarnos a Él?
¿No
está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente,
y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra
parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la
hermosura, que el Espíritu Santo llama vana y engañosa. Nosotros podemos
necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen
particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia
penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues,
legitimo pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una
maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a
su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor
juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos
debemos tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es».
En
realidad, lo importante no es envidiar los dones que nos faltan, sino hacer
fructificar los que Dios nos ha confiado, porque de ellos nos pedirá cuenta, y
cuanto más nos hubiere dado, más nos ha de exigir. Que hayamos recibido diez,
cinco, dos talentos, o uno tan sólo poco importa, será preciso presentar el
capital junto con los intereses. El recompensado con mayor magnificencia no
siempre será el que posea más dones, sino el que hubiere sabido hacerlos más
productivos. Para ser mal servidor, no es necesario abusar de nuestros talentos,
basta enterrarlos. ¿Y qué pago podemos esperar de Dios si los empleamos no para
su gloria y sus intereses, sino para sólo nosotros, a nuestra manera y no
conforme a sus miras y voluntad? «Como los ojos de los criados están fijos en
las manos de sus señores», así hemos de tener los ojos de nuestra alma
dirigidos constantemente a Dios, ya para ver lo que El quiere de nosotros, ya
para implorar su ayuda; porque su voluntad santísima es la única que nos lleva
a nuestro fin, y sin ella nada podemos. ¿Quién cumplirá, pues, mejor su modesta
misión aquí abajo? No siempre será el de mejores dotes, sino aquel que se haga
más flexible en manos de Dios, es decir: el más humilde, el más obediente. Por
medio de un instrumento dócil, aunque sea de mediano valor, o aun insignificante,
Dios hará maravillas. «Creedme -decía San Francisco de Sales-, Dios es un gran
obrero: con pobres instrumentos sabe hacer obras excelentes. Elige
ordinariamente las cosas débiles para confundir las fuertes, la ignorancia para
confundir la ciencia, y lo que no es, para confundir a lo que aparenta ser
algo. ¿Qué no ha hecho con una vara de Moisés, con una mandíbula de un asno en
manos de Sansón? ¿Con qué venció a Holofernes, sino por mano de una mujer?» Y
en nuestros días, ¿no ha realizado prodigios de conversión por medio del Santo
Cura de Ars? Este hombre mucho distaba de ser un genio, pero era profundamente
humilde. Cerca de él había multitud de otros más sabios, y con más dotes
naturales; pero, como no estaban de manera tan absoluta en manos de Dios, no
han podido igualar a ese modesto obrero.
¿Quién
hará servir mejor los dones naturales a su santificación? Tampoco será siempre
el mejor dotado, sino el más esclarecido por la fe, el más humilde y el más
obediente. ¿No se han visto con frecuencia hombres enriquecidos en todo género
de dones, dilapidar la vida presente y comprometer su eternidad; mientras que
otros con menos talento y cultura, se muestran infinitamente más sabios, porque
vuelven por completo a Dios y no viven sino para El? Cierta religiosa deploraba
un día en presencia de Nuestro Señor lo que. ella llamaba su «nulidad», y
sufría más que de costumbre al sentirse tan inútil, cuando la vino este
pensamiento: «puedo sufrir, puedo amar, y para estas dos cosas no necesito ni
talento ni salud. ¡Dios mío, qué bueno sois! ¡Aun siendo la nada que soy, puedo
glorificaros, puedo salvaros muchas almas». «¡Qué!, preguntaba el
bienaventurado Egidio a San Buenaventura, ¿no puede un ignorante amar a Dios
tanto como el más sabio doctor? Sí, hermano mío, y hasta una pobre viejecita
sin ciencia puede amar a Dios tanto, y aun más que un Maestro en Teología.» Y
el Santo Hermano transportado de gozo, corre a la huerta y comienza a gritar:
«Venid, hombres simples y sin letras, venid, mujercillas pobres e ignorantes,
venid a amar a Nuestro Señor, pues podéis amarle tanto y aun más que Fray
Buenaventura y los más hábiles teólogos.»
El
que es dueño de sí mismo, busca una ocupación en armonía con sus gustos y
aptitudes, y ha de seguir en todo las reglas de la prudencia cristiana. En
nuestros Monasterios no podemos hacer la elección por nosotros mismos; es la
obediencia la que nos destina a continuar en nuestro puesto de la Comunidad o a
desempeñar tal o cual empleo, tal cargo espiritual. En esto habrá, pues,
materia de abandono y convendrá seguir la célebre máxima del piadoso Obispo de
Ginebra: nada pedir, nada rehusar, y por ende, nada desear, si no es el hacer
del mejor modo posible la voluntad de Dios; nada temer, si no es hacer nuestra
propia voluntad porque esto entraña el doble escollo de exponernos a los
peligros buscando los empleos, o de faltar a la obediencia rehusándolos.
¿No
será más prudente no desear ni pedir nada, sino conservarnos en santa
indiferencia, a causa de la incertidumbre en que nos hallamos? No sabemos, en
efecto, si es más conforme al divino beneplácito, más ventajoso para nuestra
alma pasar por los empleos o permanecer sin cargo particular. En este último
caso nos libramos de muchos peligros y responsabilidades, tenemos completa
libertad para entregarnos a Dios solo, para consagrarnos sin reserva a las
dulces y santas ocupaciones de María, al gobierno de este pequeño reino que
está dentro de nosotros. Mas esto no es pura holganza, sino rudo trabajo.
¿Tendremos siempre la paciencia y el valor de aplicarnos a él con perseverante
energía? O quizá, ¿no iremos, como las gentes desocupadas, a pasatiempos de
fantasía, a ocuparnos de lo que no nos incumbe? En todo caso, perdemos esas mil
ocasiones de sacrificio y abnegación que se encuentran en los empleos. Los
cargos, por el contrario, nos ofrecen abundante mies de renunciamiento y de
cuidados y de humillaciones. Su mismo nombre lo indica; son una carga y a veces
bien pesada para los que la toman en serio; y por esto facilitan la
santificación por el sacrificio. Los empleos espirituales tienen además una
inmensa ventaja: nos ponen en la feliz necesidad de distribuir con frecuencia
el pan de la palabra, de estar en trato diario con almas excelentes y de obrar
siempre bien para predicar con el ejemplo. Pero también acarrean tremendas
responsabilidades; porque si el rebaño no rinde suficientes beneficios, seremos
nosotros quienes primeramente rendiremos cuenta al Dueño. Por otra parte, ¿no
es de temer que se absorba uno en lo' temporal con detrimento de lo espiritual,
que se descuide de sí ocupándose de los otros, que tome pretexto de su cargo
para olvidar los deberes de Comunidad, y que vea más o menos en los empleos un
medio de tomarse libertades y de contentar a la naturaleza? En una palabra,
éstas y otras parecidas consideraciones han de hacernos muy circunspectos en
nuestros deseos, inclinándonos más bien a orar de esta manera: «Dios mío, ¿será
más conducente a vuestra gloria y a mi bien, que yo pase por los cargos o que permanezca
sin empleo? Yo lo ignoro, Vos lo sabéis, Señor, y en Vos pongo toda mi
confianza; disponed de todo esto de manera más favorable a nuestros intereses
comunes, que a Vos me entrego.»
¿Quiere
esto decir que esté prohibido concebir un deseo y formularlo filialmente?
Seguramente que no; pues siendo una petición delicada, ha de mirarse con
atención. Como San Alfonso lo hace notar con mucha razón, «si os gusta elegir,
elegid siempre los cargos menos agradables». San Francisco de Sales también ha
dicho: «Si nos fuera dada la elección, los empleos más deseables serían los más
abyectos, los más penosos, aquellos en que hay más que hacer y más en que
humillarse por Dios. » Aun en este caso, el deseo parece muy sospechoso a
nuestro piadoso Doctor. «¿Sabéis por ventura, dice, si después de haber deseado
los empleos humildes tendréis la fuerza suficiente para recibir bien las
abyecciones que en ellos se encuentran, para sufrir sin sublevaros los
disgustos y amarguras, la mortificación y la humildad? En resumen, de creer al
Santo, es preciso tener por tentación el deseo de todos los cargos,
cualesquiera que sean, y con mayor razón si son honrosos. «En Cuanto a aquellos
-dice el P. Rodríguez- que desean puestos y oficios, o ministerios más altos,
pareciéndoles que en aquellos harían más fruto en las almas y más servicio a
Dios, digo que se engañan mucho de pensar que ese celo es del mayor servicio de
Dios y del mayor bien de las almas; no es sino celo de honra y estimación y de
sus comodidades; y por ser aquel oficio y ministerio más honroso y más conforme
a su gusto e inclinación, por eso lo desean... Y si yo fuese humilde antes
querría que el otro hiciese el oficio alto, porque tengo que creer que lo hará
mejor que yo y con más fruto y con menos peligro de vanidad.» Concluyamos,
pues, con San Francisco de Sales, que será mejor no desear nada, sino
abandonarnos por completo en las manos de Dios y de su Providencia. «¿A qué fin
desear una cosa más que otra? Con tal que agrademos a Dios y amemos su divina
voluntad, esto debe bastarnos y de modo especial en religión, en donde la
obediencia es la que da valor a todos nuestros ejercicios.» Estemos dispuestos
a recibir los cargos que ella nos imponga; «sean honrosos o abyectos yo los
recibiré humildemente, sin replicar ni una sola palabra si no fuere preguntado,
de lo contrario, diré sencillamente la verdad como lo siento». No es posible
dar a Dios testimonio más brillante de amor y de confianza que dejarle disponer
de nosotros como El quiera, y decirle: «Mi suerte está en tus manos»; yo vivo
tranquilo en este pensamiento y no deseo preocuparme de otra cosa.
Cuando
el Superior ha hablado, es Dios quien ha hablado. Ya no se contenta El con
declararnos su beneplácito por los acontecimientos, nos significa también su
voluntad por boca de su representante. El Señor tenía ya sobre nosotros
derechos absolutos; en la profesión religiosa hemos contraído con El nuevas
obligaciones, nos hemos entregado a la Comunidad. El Superior está oficialmente
encargado, en nombre de Dios y del Monasterio, de exigir de nosotros lo que
hemos prometido; y ¿no es uno de estos sagrados compromisos el de aceptar que
el Superior disponga de nosotros según nuestras santas leyes? ¿Que nos deje en
nuestro puesto, que nos confíe empleos o nos los quite, siempre cumple con su
misión, y nosotros hemos de ser fieles a nuestros compromisos. Ora, consulta,
reflexiona y decide en conformidad con su conciencia inspirándose en nuestras
Reglas, y de acuerdo con el personal de que puede disponer. De nadie depende,
sino de Dios y de los superiores mayores; y por tanto, no ha de pedirnos
permiso, ni siquiera exponernos sus motivos de obrar. Por otra parte, deber
suyo es, no menos que interés suyo y nuestro, procurar ante todo el bien de las
almas. Además, Dios, que nos asigna un empleo, pondrá su gracia a nuestra
disposición, porque no cabe abandono de su parte cuando, dejando a un lado
nuestros gustos y repugnancias, vamos con esforzado ánimo a donde El nos
quiere.
No
tenemos derecho a rechazar un empleo por modesto que sea; pues ninguno hay vil
y despreciable sino el orgullo y la falta de virtud. No hay oficio bajo en el
servicio del Altísimo; los menores trabajos son de un precio inestimable a sus
ojos, cuando se los ennoblece por la fe, el amor y la abnegación. La Santísima
Virgen ha superado en mucho a los mismos Serafines, porque ha realzado con las
más santas disposiciones las ocupaciones más sencillas. Por otra parte, la
Comunidad es un cuerpo que necesita de todo su organismo: necesita una cabeza y
precisa también pies y manos; ¿con qué derecho querríamos ser cabeza más bien
que pies, y ojos más bien que manos? Desde el momento que nosotros despreciamos
un empleo como inferior a nuestros méritos, nos falta la humildad, y ¿no ha
querido Dios ponernos precisamente en situación de adquirirla? Y si nosotros le
servimos con esforzado ánimo en un oficio a propósito para huir el orgullo del
espíritu y la delicadeza de los sentidos, ¿no es darle el testimonio más
brillante de nuestro amor y de nuestra abnegación?
No
tenemos derecho de rehusar un empleo porque nos parezca superior a nuestros
méritos. ¡Extraña humildad la que paralizaría la obediencia y nos haría olvidar
nuestros compromisos! Es nuestro Superior quien debe ser juez de nuestras
aptitudes y no nosotros; él asume la responsabilidad de elegimos, y nos deja
únicamente la de obedecer.
Sin
duda, motivo para temer tendríamos si nosotros buscáramos los cargos y se nos
confiaran a fuerza de nuestras instancias, mas desde el momento que es Dios
quien nos los asigna, El nos prestará también su ayuda. Y, como hemos dicho en
el capítulo anterior, es El hábil obrero que sabe ejecutar excelentes obras
hasta con pobres instrumentos. Los talentos son preciosos cuando están unidos a
la virtud; mas Dios quiere sobre todo que su instrumento sea flexible y dócil,
es decir, humilde y obediente, fuera de que Dios no nos exige el acierto, sino
que pide se obre lo mejor que se pueda, y con eso se da por satisfecho.
En
fin, nosotros no tenemos derecho a rechazar los empleos, alegando con sobrada
facilidad el peligro que en ellos pudiera correr nuestra alma, y en ese sentido
dice San Ligorio: «No creáis que ante Dios podéis rehusar un cargo a causa de
las faltas de que teméis haceros culpables en él. Al entrar en religión se
asume la obligación de prestar al Monasterio todos los servicios posibles, mas
si el temor de pecar pudiera servirnos de excusa, en él se apoyarían todos, y
entonces, ¿con quién contar para el servicio del Monasterio y la administración
de la Comunidad? Proponeos ejecutar el beneplácito divino y no os faltará la
ayuda de Dios.»
En
una palabra, «¿no es mejor dejar a Dios disponer de nosotros según sus miras,
atender al empleo que haya tenido a bien imponernos, recibirlo humildemente sin
replicar palabra? Pueden, sin embargo, hallarse empleos que superen nuestras
fuerzas o demasiado conformes con nuestras naturales inclinaciones, o también
peligrosos para nuestra salvación. Entonces nada más conveniente (y a veces
nada más necesario) que dar a conocer a nuestros Superiores estas circunstancias
que pueden serles desconocidas, lo que ha de hacerse con toda humildad, dulzura
y sumisión que la Regla prescribe en semejantes casos. Mas, si a pesar de
nuestros respetuosos reparos los Superiores insisten, aceptemos su mandato con
amor, juzgando que esto nos es más útil, dispuestos por otra parte a vigilar
cuidadosamente sobre nosotros, confiando en la ayuda de la gracia», y fieles en
dar cuenta exacta de nuestro proceder.
Terminemos
con una observación capital del P. Rodríguez: «Lo que Dios mira y estima en
nosotros en esta vida, no es el personaje que representamos en esta vida, no es
el personaje que representamos en la Comunidad, uno de superior, otro de
predicador, otro de sacristán, otro de portero, sino el buen cobro que cada uno
da de su personaje; y así si el coadjutor hace bien su oficio y representa
mejor su personaje que el predicador o que el superior el suyo, será más
estimado delante de Dios y más premiado y honrado. Por tanto, nadie tenga deseo
de otro personaje ni de otro talento, sino procure cada uno representar bien el
personaje que le han dado, y emplear bien el talento que ha recibido», de
suerte que glorifiquéis a Dios por vuestra santificación. Tendréis, pues,
vigilancia en no descuidar, con pretexto de empleo, la regularidad común y la
vida interior, sino cumplir vuestro cargo a la luz de la Eternidad, bajo la
mirada de Dios, de manteneros en una estricta obediencia y humildad, y de
aprovecharos de los deberes y dificultades del empleo para adelantar en la
virtud. He aquí lo esencial, lo único necesario, y el beneficio de los
beneficios.
Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad
Algunos
empleos espirituales o temporales, traen consigo el trabajo, la fatiga y los
cuidados; no es uno dueño de sí mismo, expuesto como se halla continuamente a
ser interrumpido por el primero que se presenta durante el trabajo, la oración,
las piadosas lecturas. Otros cargos, por el contrario, sólo exigen una atención
relativa y no imponen apenas ni cuidados ni molestias, sucediendo lo propio,
con mayor razón, cuando no se tiene ningún empleo.
El
reposo y la tranquilidad facilitan en gran manera la observancia regular y la
vida interior, nos colocan en circunstancias favorables para cultivar a
nuestras anchas nuestra alma y conservarnos unidos a Dios durante el curso del
día. Mas pudiera suceder que nos apegáramos tan desordenadamente, que con
dificultad renunciáramos a ello cuando se ponga por medio obligaciones del
cargo y bien común. Este amor del reposo y de la tranquilidad, tan legítimo en
si, llega en tal caso a ser excesivo; degenera en vulgar egoísmo, y no conoce
el desinterés ni el sacrificio, y por lo mismo que apaga la llama de la
verdadera caridad, nos hace inútiles para nosotros y para los demás.
El
trabajo y los cuidados, las continuas molestias de ciertos cargos, nos
proporcionan una inagotable mina de sacrificio y de abnegación; es un perfecto
calvario para quien desea morir a si mismo, es una continua inmolación en
provecho de todos. Por el contrario, es muy fácil en este torbellino de los
negocios y cuidados descuidar su interior y sobrenaturalizar poco nuestras
acciones; y sin embargo, con un poco de trabajo es fácil purificar la
intención, elevar con frecuencia el alma a Dios y conservarse suficientemente
recogido. Nadie ha estado más ocupado que San Bernardo, Santa Teresa, San
Alfonso y tantos otros. Pregúntase cómo han podido hallar, en medio de tantos
trabajos y cuidados, oportunidad para componer libros de valor tan inestimable,
para consagrarse durante tanto tiempo a la oración y ser perfectísimos
contemplativos: sin embargo, lo hicieron.
¿Qué
querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en la agitación o en la
tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues, prudente establecernos en una santa
indiferencia y estar dispuestos a todo cuanto El quiera. Nosotros, como
miembros de una Orden contemplativa, tenemos desde luego derecho a desear la
calma y la tranquilidad, a fin de vivir con más facilidad en la intimidad del
divino Maestro. San Pedro juzgaba con razón que estaba bien en el Tabor; no
deseaba abandonarlo, sino vivir cerca siempre de su dulce Salvador y bajo la
misma tienda. No dejó, sin embargo, de añadir, y nosotros hemos de hacerlo
también con él: «Señor, si quieres.» Mas, ¿lo querrá? El Tabor no se encuentra
aquí abajo de un modo permanente. Necesitamos el Calvario y la crucifixión, y
no tenemos el derecho de elegir nuestras cruces y de impedir a Dios que nos
imponga otras. Si ha preferido imponernos aquellas que abundan en tal o cual
cargo, aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y el más amante de
los Padres, y ésta es la prueba que necesitábamos para hacer morir en nosotros
la naturaleza; pues otra cruz, elegida por nosotros, no respondería seguramente
como ésta a nuestras necesidades.
En
esto hay una mezcla de beneplácito divino y voluntad significada. En cuanto de
nosotros dependa y lo podamos hacer sin faltar a ninguna de nuestras
obligaciones, hemos de amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por
decirlo así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de recogimiento,
pues es el espíritu de nuestra vocación. Mas si es del agrado de Dios pedirnos
un sacrificio y ponernos en el tráfago de mil cuidados, no tenemos derecho a
decirle que no; tratemos únicamente de conservar aun entonces, en cuanto fuera
posible, el espíritu interior; el silencio y la unión divina; y cuando se
ofreciere un momento de calma, sepamos aprovecharla para internarnos más en
Dios.
Así
lo hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia las órdenes del Soberano
Pontífice le imponen prolongadas ausencias y asuntos de enorme fatiga, y vuelve
a Claraval con una insaciable necesidad de permanecer a solas con Dios. Con
todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para ver a sus nuevos hijos
y alimentarlos con la leche de su palabra. Dábase en seguida a sus religiosos a
fin de derramar en ellos sus consuelos, tanto más abundantes, cuanto mayor era
el tiempo que se habían visto privados de ellos. Primero pensaba en los suyos,
y después en sí mismo. «La caridad -decía- no busca sus propios intereses. Hace
ya largo tiempo que ella me ha persuadido a preferir vuestro provecho a todo
cuanto amo.
Orar,
leer, escribir, meditar y demás ventajas de los ejercicios piadosos, todo lo he
reputado como una pérdida por amor vuestro. Soporto con paciencia haber de
dejar a Raquel por Lía; y no me pesa haber abandonado las dulzuras de la
contemplación, cuando me es dado observar que después de nuestras pláticas el
irascible se torna dulce; el orgulloso, humilde; el pusilánime, esforzado, que
los hijos pequeños del Señor se sirvan de mí como quieran, con tal que se
salven. Si yo no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me perdonarán mis
faltas, y mi descanso más apetecido será saber que no temen importunarme en sus
necesidades. Me prestaré a satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y
mientras tuviere un soplo de vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos con
una caridad sin fingimiento.»
San
Francisco de Sales hacía lo propio: «Si alguno, aun cuando fuere de los más
pequeños, se dirigía a él, tomaba el Santo la actitud de un inferior ante su
superior, sin rechazar a nadie, no rehusando hablar ni escuchar y no dando la
más pequeña muestra de disgusto, aunque tuviere que perder un tiempo precioso
escuchando frivolidades. Su sentencia favorita era ésta: «Dios quiere esto de
mí, ¿qué más necesito? En cuanto que ejecuto esta acción no estoy obligado a
ejecutar otra. Nuestro centro es la voluntad de Dios, y fuera de El no hay sino
turbación y desasosiego.» Santa Juana de Chantal asegura que en la abrumadora
multitud de los negocios siempre se le veía unido a Dios, amando su santa
voluntad igualmente en todas las cosas, y por este medio, las cosas amargas se
le habían vuelto sabrosas.
5. EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN
Cosa
muy querida nos es nuestra reputación, y en especial con respecto a nuestros
Superiores y a la Comunidad. Damos la mayor importancia a su estima y
confianza, aparte de que podamos necesitar de ellas para el ejercicio de
nuestro cargo. Pues bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con
razón o sin ella, se desaten las lenguas contra nosotros, lo cual no es pequeña
prueba. El Salmista quéjase de ella con frecuencia a Dios: «bien conocía las
contradicciones de las lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son
armas y flechas y su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes y
engañosas, semejantes a carbones de fuego voraz, a flechas agudas lanzadas por
vigoroso brazo».
Si
acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el descubierto, hieren
nuestra reputación, debemos soportar siempre con paciencia sus ataques y
conformarnos con el divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso
ver a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no conciencia de
ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra y les pagará según sus obras.
Mas entretanto, se servirá del celo, la ligereza y de la guía de la malignidad
misma para probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de
disponer de ella como le place. Nosotros creemos que la necesitamos para el
desempeño de nuestro cargo, pero sabe El mejor lo que conviene a los intereses
de su gloria, al bien de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha
resuelto probarnos en este punto, es dueño de escoger para este fin el
instrumento que quiera. A pesar de los lamentos y las recriminaciones de la
naturaleza, olvidemos deliberadamente a los hombres para no ver sino a Dios
sólo; y besando con filial sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio,
apliquémonos a recoger todos los frutos que la prueba nos puede proporcionar.
Estas
tribulaciones nos .brindan, en efecto, ocasiones raras de crecer en muchas y
sólidas virtudes. El alma, despojándose de su reputación, elévase por encima de
la opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con absoluta pureza de
intención. La humildad toma fuerza y se arraiga profundamente, cuando acepta
esta dura prueba; entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta
ser despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura ahogando los arrebatos
de la cólera; en la paciencia, moderando la tristeza que producen estas
injusticias. ¡Bella y sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que
ama a sus enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve bien por mal! La
confianza en Dios se dilata en la tranquilidad con que se lleva la cruz, y el
amor de Nuestro Señor en la fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce
fruto de esta amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de
continuo la bienaventuranza prometida a los que son perfectamente dulces,
misericordiosos y pacíficos.
Quiere
Dios por este medio hacernos humildes de corazón, siguiendo el ejemplo y las
lecciones del Cordero y de sus fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más
destrozada que la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué calumnias
no pesaron sobre él? Sin embargo, el Padre le ha dado un nombre que está sobre
todo nombre, y le ha exaltado tanto más cuanto fue más abatido. Y los
Apóstoles, ¿no salían gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas
por el nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan digna causa.
Bien veo que nosotros no queremos sino persecuciones aparatosas, a fin de que
nuestra vanidad brille en medio de nuestros sufrimientos; querríamos ser crucificados
gloriosamente. Según nuestra apreciación, cuando los mártires sufrían tan
crueles suplicios, eran alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no
eran, por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de execración? ¡Cuán
pocos son los que se determinan a despreciar la propia reputación, a fin de
promover así la gloria de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para
procurarnos una gloria que no tendrá fin. »
Así
habla San Francisco de Sales, y añade: «¿Qué es, pues, la reputación para que
tantos se sacrifiquen ante ese ídolo? Después de todo, no pasa de ser un sueño,
una sombra, una opinión, un poco de humo, una alabanza cuya memoria se extingue
con su eco, una estimación frecuentemente tan falsa, que muchos se maravillan
de verse culpados de defectos que en manera alguna tienen, y alabados de
virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios opuestos.» Venían a veces a
decir al Santo Obispo que se hablaba mal de él que se llegaban a decir cosas
extrañas y escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No dicen más que
eso? Pues en verdad que no saben todo; al lisonjearme, me perdonan y bien veo
que me juzgan mejor de lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es preciso corregirse, y
si en esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras muchas cosas; con que
siempre es una misericordia el que me corrijan tan benignamente.»
Sin
embargo, por perfecto que sea nuestro desasimiento de la reputación, nuestro
abandono en Dios en lo a ella referente, no podemos menos de tener un cuidado
razonable. Expresamente lo recomienda el Sabio; y, por consiguiente, es
voluntad de Dios significada. La buena reputación, dice San Francisco de Sales,
«es uno de los fundamentos de la sociedad humana, sin la cual no sólo somos
inútiles al público, sino también perjudiciales a causa del escándalo que de
nosotros recibe; la caridad, pues, lo exige, y la humildad se complace en que
nosotros conservemos y deseemos con toda diligencia el buen nombre. Además, no
deja de ser muy útil para la conservación de nuestras virtudes, en particular,
de las virtudes aún débiles. La obligación de conservar nuestra reputación y de
ser tales que se nos pueda estimar, estimula a un ánimo generoso con poderosa y
dulce violencia. Con todo, no seamos demasiado apasionados, exigentes y
puntillosos para conservarla. El desprecio de la injuria y de la calumnia es
por lo regular un remedio mucho más saludable que el resentimiento; el
desprecio hace que se desvanezcan, y el resentimiento, al contrario, parece
darles consistencia. Es necesario ser celoso, mas no idólatras de nuestro buen
nombre.»
«Renunciemos,
pues, aquella conversación vana, aquel trato inútil, aquella amistad frívola,
aquellos modales inconsiderados si ofenden la buena fama, porque el buen nombre
es mucho más estimable que todo vano solaz; pero si murmuran, nos reprenden y
calumnian a causa de los ejercicios de piedad, los progresos en la devoción y
la diligencia en buscar los bienes eternos, dejémoslos hablar, puestos siempre
los ojos en Jesucristo crucificado, que será el protector de nuestra fama. Si
permite que nos la arrebaten, será para devolvernos otra mejor o para hacernos
adelantar en la santa humildad, de la cual una sola onza vale más que mil
libras de honra. Si injustamente somos censurados, opongamos con serenidad la
verdad a la calumnia, y si ésta persevera, perseveremos también nosotros en
humillarnos, pues nunca estará más al abrigo que cuando la ponemos juntamente
con nuestra alma en manos de Dios. Exceptuemos, sin embargo, ciertos crímenes
tan atroces e infames, que nadie tiene derecho a sufrir su imputación, cuando
de ellos se puede justamente sincerarse. Exceptuemos, también ciertas personas
de cuya buena reputación depende la edificación de muchos, porque en estos
casos es preciso procurar tranquilamente la reparación de la ofensa recibida.»
Así
hablaba San Francisco de Sales a su Filotea, y éste era su modo de obrar.
Quería que la dignidad episcopal fuese respetada en su persona, pero era
indiferente en cuanto a su persona concernía tocante a la estima y al
desprecio, y no tanto le preocupaban las alabanzas como los menosprecios.
Defendióse modestamente de ciertas calumnias que podían comprometer su
ministerio, pero, en general, permanecía insensible a las injurias y juicios
desfavorables que contra él se hicieran; contentándose con reír cuando de ellos
se acordaba (lo que rara vez acontecía). «Los que se quejan de la maledicencia
-acostumbraba a decir- son harto delicados, porque al fin y al cabo es una
crucecita de palabras que lleva el viento; y se necesita tener la piel y los
oídos muy tiernos para no poder sufrir el zumbido y la picadura de una mosca.»
En las calumnias de mayor importancia, pensaba en el Salvador expirando como un
infame sobre la cruz y entre dos ladrones: «Esta es -decía- la verdadera
serpiente de bronce, cuya vista nos cura de las mordeduras del áspid. Ante este
gran ejemplo, vergüenza habríamos de tener de quejamos, y mayor aún de
conservar resentimientos contra los calumniadores.» Pensaba también en el
juicio final que nos hará completa justicia, e importábale poco entretanto el
ser censurado de los hombres, con tal de agradar a su amado Maestro. Ni
siquiera quería se tomase su defensa: «¿Os he dado el encargo de incomodaros
por mí? Dejad que hablen, pues no es sino una cruz de palabras, una tribulación
de viento, y es posible también que mis detractores vean mis defectos mejor que
los que me aman, siendo de esta manera, más que enemigos, nuestros amigos,
puesto que cooperan a la destrucción del amor propio.» En una palabra,
indiferente a las alabanzas y a los desprecios, se abandonaba en manos de la
Providencia, dispuesto a cumplir su obligación con buena o mala fama, y no
deseando otra reputación, sino la que Dios juzgara conveniente que disfrutara
para los intereses de su servicio.
Aun
en ocasiones en que podían rechazar la calumnia y que hasta parecía imponérselo
el deber, los santos han preferido casi siempre guardar silencio, a ejemplo de
Nuestro Señor durante la Pasión, dejando a la divina justicia el cuidado de
justificarlos si lo juzgaba conveniente. San Gerardo Magella, entre otros
muchos, nos ofrece de ello un memorable ejemplo. «Una infame le acusó de un
crimen horrible. Inquieto y turbado, San Alfonso llamó al acusado, le manifestó
la denuncia y le preguntó qué alegaba en contra. Impasible como el mármol,
Gerardo no articuló palabra. Alfonso le privó de la comunión y de toda relación
con los de fuera, y el hermano, sin embargo, no se permitió la menor
murmuración. Convencidos de su inocencia, los Padres le instaban a que se
justificara: "Hay un Dios -decía- y a El le corresponde ocuparse de
eso". Y aconsejado de que para aliviar su martirio pidiese al menos poder
comulgar, respondió: "No; muramos bajo el peso de la divina
voluntad". Cincuenta días después, satisfecho de haber obrado con Gerardo
como con su divino Hijo, "el oprobio de las gentes", declaró su
inocencia. La infeliz que le había acusado retractó su calumnia, declarando
haber obrado por inspiración del demonio. El verse declarado inocente no
impresionó más a Gerardo que la acusación, y como San Alfonso le preguntase por
qué había rehusado disculparse, le respondió de manera sublime diciendo:
"Padre mío, ¿no es prescripción de la Regla no excusarse jamás, sino
sufrir en silencio cualquier mortificación?"» Es verdad que la Regla no le
obligaba en aquella circunstancia, y el ejemplo es más de admirar que de
imitar, pero, ¡qué lección para nuestra delicadeza!
Artículo 2º.- Las humillaciones
La
humildad es una virtud capital y su acción altamente beneficiosa. De ella
provienen la fuerza y la seguridad en los peligros, ilusiones y pruebas, pues
sabe desconfiar de sí y orar. Es del agrado de los hombres, a quienes hace
sumisos a los superiores, dulces y condescendientes con los inferiores; es el
encanto de nuestro Padre celestial, porque nos hace adoptar la actitud más
conveniente ante su majestad y su autoridad, imprime a nuestro continente un
notable parecido con nuestro Hermano, nuestro Amigo, nuestro Esposo, Jesús,
«manso y humilde de corazón». ¿No es El la humildad personificada? «El humilde
le atrae, el orgulloso le aleja. Al humilde le protege y le libra, le ama y le
consuela, y hacia el humilde se inclina y le colma de gracias, y después del
abatimiento le levanta a gran gloria; al humilde revela sus secretos, le
convida y le atrae dulcemente hacia Si». La palabra del Maestro es categórica:
«El que se humillare será ensalzado, y, por el contrario, el que se ensalce
será humillado».
Si
tenemos, pues, la noble ambición de crecer cada día un tanto en la amistad e
intimidad con Dios, el verdadero secreto de granjeamos sus favores será siempre
rebajarnos por la humildad; secreto en verdad muy poco conocido. Hay quienes no
se preocupan sino de subir, siendo así que ante todo convendría esforzarse por
descender. Cuánto convendría meditar la respuesta tan profunda de Santa Teresa
del Niño Jesús a una de sus novicias: «Encójome cuando pienso en todo lo que he
de adquirir; en lo que habéis de perder, querréis decir, porque estoy viendo
que equivocáis el camino y no llegaréis jamás al término de vuestro viaje.
Queréis subir a una elevada montaña, y Dios os quiere hacer bajar, y os espera
en el fondo del valle de la humildad... El único medio de hacer rápidos
progresos en las vías del amor, es conservarse siempre pequeña.»
Muchos
son los caminos que conducen a la humildad. Confiemos muy particularmente en
los abatimientos, según esta bella expresión de San Bernardo: «La humillación
conduce a la humildad, como la paciencia a la paz y el estudio a la ciencia.»
¿Queréis apreciar si vuestra humildad es verdadera? ¿Queréis ver hasta dónde
llega, y si avanza o retrocede? Las humillaciones os lo enseñarán. Bien
recibidas, empujan fuertemente hacia adelante y con frecuencia hacen realizar
notables progresos, y sin ellas jamás se alcanzará la perfección en la
humildad. «¿Deseáis la virtud de la humildad? -concluye San Bernardo-; no
huyáis del camino de la humillación, porque si no soportáis los abatimientos,
no podéis ser elevados a la humildad.»
Decía
San Francisco de Sales que hay dos maneras de practicar los abatimientos: la
una es pasiva y se refiere al beneplácito divino, y constituye uno de los
objetos del abandono; la otra activa, y entra en la voluntad de Dios
significada. La mayor parte de las personas no quieren sino ésta, llevando muy
a mal la otra; consienten en humillarse, y no aceptan el ser humilladas; y en
esto se equivocan de medio a medio.
Conviene
sin duda humillarse a sí mismo, y hemos de. dar siempre marcada preferencia a
las prácticas más conformes a nuestra vocación y más contrarias a nuestras
inclinaciones. San Francisco de Sales quería que nadie profiriese de sí mismo
palabras despreciativas que no naciesen del fondo del corazón, de otra suerte,
«este modo de hablar es un refinado orgullo. Para conseguir la gloria de ser
considerado como humilde, se hace como los remeros que vuelven la espalda al
puerto al cual se dirigen; y con este modo de obrar se camina sin pensarlo a
velas desplegadas por el mar de la vanidad». Recurramos, pues, más a las obras
que a las palabras para abatirnos. La mejor humillación activa en nuestros
claustros será siempre la leal dependencia de la Regla, de nuestros superiores
y aun de nuestros hermanos. Nadie ignora que los doce grados de humildad, según
nuestro Padre San Benito, se fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es
también de esta virtud de la que San Francisco de Sales hace derivar la señal
de la verdadera humildad, fundándose en esta expresión de San Pablo, que
Nuestro Señor se anonadó haciéndose obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida
de la humildad? Es la obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente,
sin murmuración, sin rodeos y sin réplica sois verdaderamente humildes, y sin
la humildad es difícil ser verdadero obediente; porque la obediencia pide
sumisión, y el verdadero humilde se hace inferior y se sujeta a toda criatura
por amor de Jesucristo; tiene a todos sus prójimos por superiores, y se
considera como el oprobio de los hombres, el desecho de la plebe y la escoria
del mundo.» Humillación excelente es también descubrir el fondo de nuestros
corazones y de nuestra conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos,
dándoles fiel cuenta de nuestras tentaciones, de nuestras malas inclinaciones
y, en general, de todos los males de nuestra alma. Finalmente, es saludable
humillación acusarse ante los Superiores como lo haríamos en presencia del
mismo Dios, y cumplir con corazón contrito y humillado las penitencias usadas
en nuestros Monasterios. Además de estas humillaciones de Regla, hay otras que
son espontáneas. San Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas,
porque el amor propio puede deslizarse en ellas sagaz e imperceptiblemente, y
ponía en sexto grado procurarse las abyecciones cuando no nos vinieren de
fuera».
El
santo estimaba mucho las humillaciones que no son de nuestra libre elección;
porque en verdad, las cruces que nosotros fabricamos son siempre más delicadas,
además de que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar nuestro
amor propio.
Necesitamos,
pues, que nos cubran de confusión, que nos digan las verdades sin miramientos,
y que nos hagan sentir todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en
nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya nuestras facultades
naturales, nos abandone a la impotencia y oscuridad, o nos aflija con otras
penas interiores. Esta misma razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás,
a ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la Comunidad que tome
parte conforme a nuestros usos en la corrección de nuestros defectos. La acción
ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por
aquellos que nos rodean; a todos los emplea en la obra, utilizando para ello el
buen celo y el celo amargo, las virtudes y los defectos, las intenciones
santas, la debilidad y aun, en caso necesario, la malicia. Los hombres no son
sino instrumentos responsables, y Dios se reserva el castigarlos o
recompensarlos a su tiempo. Dejémosle esta misión, y no viendo en El sino a.
nuestro Dios, a nuestro Salvador, al Amigo por excelencia, y olvidando lo que
en ello hay de amargo para la naturaleza, aceptemos como de su mano este
austero y bienhechor tratamiento de las humillaciones. De ordinario, éstas son
breves y ligeras, y aun cuando fuesen largas y dolorosas, no lo serian sino de
una manera más eficaz, dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de
las faltas pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el remedio de
nuestras enfermedades, un tesoro de virtudes y méritos, un testimonio de
nuestra total entrega a Dios, el precio de sus divinas amistades y el
instrumento de nuestra perfección».
La
humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con indignación o se sufre
murmurando; y esto explica cómo «se hallan tantas personas humilladas que no
son humildes». Sólo será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en
la medida en que la reciba humildemente como si fuera de la mano de Dios,
diciéndose, por ejemplo: en verdad que la necesito y bien la he merecido. Y si
una ligera ofensa, una falta de consideración, una palabra desagradable es
suficiente para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el orgullo
se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar de mirar la
humillación como un mal, debiera mirarla como mi remedio; bendecir a Dios que
quiere curarme, y saber agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi
amor propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera
humillación, ¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo después de
tantos años pasados en el servicio del Rey de los humildes? Si conociéramos
bien nuestras faltas pasadas y nuestras miserias presentes, poco nos costaría
persuadirnos de que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y ultrajarnos
en la medida que lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía
la confusión, se lo agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a
trueque de una prueba corta y ligera oculta nuestras miserias de aquí abajo a
casi todas las miradas y nos ahorra la vergüenza eterna. Y no digamos que somos
inocentes en la presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han
quedado impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es menos merecido.
San
Pedro mártir, puesto injustamente en prisión, quejábase a Nuestro Señor de esta
manera: «¿Qué crimen he cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el
divino Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia en uno
de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor, solo Altísimo con el
Espíritu Santo en la gloria del Padre», y con todo, vino a su reino y los suyos
no le recibieron, sino que le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le
acusaron, le condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al suplicio
entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el más despreciado, el
último de los hombres; su faz adorable es maltratada con bofetadas, manchada
con salivazos. No aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de
reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre y la reconoce
enteramente justa, y la acepta con amor porque se ve cubierto de los pecados
del mundo, ¿y nosotros, viles criaturas suyas, tantas veces culpables,
miraríamos con deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y
recibirlos humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la Santa Víctima
padezca sola por faltas que son nuestras y no suyas, y no querremos beber en el
cáliz de las humillaciones? ¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una
vergüenza? ¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a Aquel «que es manso y
humilde de corazón»? ¿No tendría derecho a decirnos: «He sido calumniado,
despreciado, tratado de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás
siendo todavía sensible a los desprecios»?
Por
otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto amado, y a medida que aquél
crece, se acepta con más gusto y hasta se considera uno dichoso en compartir
las humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado Jesús. Entonces el
amor «nos hace considerar como favor grandísimo y como singular honor las
afrentas, calumnias, vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace
renunciar y rechazar toda gloria que no sea la del Amado Crucificado, por la
cual nos gloriamos en el abatimiento, en la abnegación y en el anonadamiento de
nosotros mismos, no queriendo otras señales de majestad que la corona de
espinas del Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio que le fue
impuesto y el trono de su cruz, en la cual los sagrados amantes hallan más
contento, más gozo y más gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».
Al
hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus propias disposiciones. En
medio de la tempestad, de los desprecios y de los ultrajes reconocía la
voluntad de Dios y a ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil
sin conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión para rehusar
petición alguna razonable; y de seguro que si alguno le hubiera arrancado un
ojo, con el mismo afecto le hubiera mirado con el otro. Ante el amago de
tenerse que enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca infernal y
una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es precisamente lo que nos hace
falta. ¿No ha sido Nuestro Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no
sacará Dios de mi confusión! Si descaradamente somos insultados, magníficamente
será El exaltado; veréis las conversiones a montones, cayendo a mil a vuestra
derecha y diez mil a vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los
mismos sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su compañero:
«Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que ganar en donde se nos honra; nuestra
ganancia está en los lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»
Artículo 3º.- Persecuciones de parte
de las personas buenas
Las
persecuciones pueden venirnos de parte de los malos y de parte también de las
personas buenas.
«Ser
despreciado, reprendido y acusado por los malos, es realmente dulce para un
hombre animoso -dice San Francisco de Sales-; empero ser reprendido, acusado y
maltratado por los buenos, por los amigos, por los parientes, eso sí que es
meritorio. Así como las picaduras de las abejas son más agudas que las de las
moscas, del mismo modo, el mal que proviene de las personas buenas y las
contradicciones que nos ocasionan, se toleran con mayor dificultad que las de
los otros.» San Pedro de Alcántara, penetrado de la más viva compasión por
Santa Teresa, le dijo que una de las mayores penas de este destierro era lo que
ella había soportado, es decir, esta contradicción de los buenos. ¿Radica esto
en que el aprecio y el afecto de estas personas nos son más estimados, o en que
la prueba era menos esperada? ¿Obedece acaso a que las personas buenas,
creyendo seguir el dictamen de su conciencia, guardan menos consideraciones?
Sean cualesquiera el origen y las circunstancias de estas duras pruebas, nos
parece conveniente entrar en algunas consideraciones que ayudarán a
santificarías.
Todos
los santos han pasado aquí abajo por la persecución, dice San Alfonso. Ved a
San Basilio acusado de herejía ante el Papa San Dámaso, a San Cirilo condenado
por hereje por un Concilio de cuarenta Obispos y depuesto luego
vergonzosamente, a San Atanasio perseguido por culpársele de hechicero y a San
Juan Crisóstomo por costumbres relajadas. «Ved también a San Romualdo, quien
contando más de cien años, es con todo acusado de un crimen vergonzoso, tanto
que se intentó quemarle vivo; a San Francisco de Sales, a quien por espacio de
tres años se le juzgó manteniendo relaciones ilícitas con una persona del
mundo, y esperar por todo ese tiempo que Dios le justifique de esta calumnia;
por último, ved a Santa Liduvina, en cuyo aposento entró un día una mujer
desgraciada para vomitar injurias a cuál más grosera.» Ninguno de nosotros
ignora que nuestro bienaventurado Padre San Benito estuvo a punto de ser envenenado
por los suyos, y ¡cuánto no tuvieron que sufrir nuestros primeros padres del
Cister, así de sus hermanos de Molismo, como de otros monjes de su tiempo! Otro
tanto aconteció al venerable Juan de la Barriére y al Abad de Rancé cuando
quisieron implantar su reforma. San Francisco de Asís renunció al cargo de
Superior a causa de la oposición que encontró' entre los suyos: Fray Elías, su
vicario general, no reparó en acusarle ante un crecido número de religiosos de
ser la ruina del Instituto, y este mismo Fray Elías fue el que encarceló a San
Antonio de Padua. San Ignacio de Loyola fue encerrado en los calabozos del
Santo Oficio. San Juan de la Cruz, habiendo reformado el Carmelo, es arrojado
por los Padres de la Observancia en una oscura cárcel, y allí privado de
celebrar la Santa Misa durante largos meses, y tuvo además que sufrir
rigurosísima abstinencia y las más duras disciplinas y reprensiones. Por
idéntico motivo, y a causa de los caminos por los que Dios la llevaba, hubo de
sufrir Santa Teresa durísimas vejaciones, de las que se percibe el eco en su
Vida. Su confesor, el P. Baltasar Álvarez, sufrió también una especie de
persecución motivada por su oración sobrenatural. Otros muchísimos podríamos
citar, pero terminaremos por San Alfonso, que fue perseguido durante largos
años: como teólogo por los rigoristas, como fundador de los Redentoristas por
los regalistas, y finalmente por sus hijos, como ya dejamos dicho. Baronio
cuenta cómo el Papa San León IX cedió a las prevenciones contra San Pedro
Damián: «Yo lo digo -añade este sabio Cardenal-, para consolar a las víctimas
de estas malas lenguas, para hacer más prudentes a los demasiado crédulos y
enseñarles a no prestar fácilmente oídos a las calumnias.»
Estas
persecuciones hallan su aparente explicación en la diversidad de espíritus:
«¿Qué acuerdo puede haber entre Jesucristo y Belial?» Los malos no pueden
soportar la virtud por modesta y reservada que sea, porque los condena, los
molesta y los quiere convertir. Las personas buenas, hasta que no han mortificado
bastante sus pasiones (si éstas son numerosas), déjanse cegar y arrastrar
cualquier día con menoscabo de la paz y de la caridad. Ejemplo de ello tenemos
en el P. Francisco de Paula, encarnizado perseguidor de San Alfonso, que lejos
de ser mal religioso, hasta gozaba de reputación muy recomendable. Mucho se
hubiera extrañado si se le hubiese predicho que, andando el tiempo, trabajaría
con celo digno de mejor causa en perder a su ilustre y santo Fundador, mediante
informes tendenciosos, envenenados y llenos de calumnias; hízolo, sin embargo,
porque no había combatido suficientemente su desmesurada ambición, que ni
siquiera había echado de ver hasta entonces. Los más santos pueden hacerse
sufrir mutuamente, ya porque se engañan, o porque no entienden su deber de la
misma manera, existiendo como existe entre los hombres diversidad de miras y
caracteres.
Mas
para penetrar a fondo el misterio de estas pruebas es preciso remontarse hasta
Nuestro Señor y penetrar en los consejos de la Providencia. Jesús nos advierte
que ha venido a traer la espada y no la paz, y que los enemigos del hombre
serán los de su casa; que ha sido perseguido y hasta se ha llegado a llamarle
Belcebú, y que no es el discípulo más que su Maestro; se nos odiará, se nos
perseguirá de ciudad en ciudad, se nos entregará y llegará tiempo en que los
mismos que nos den la muerte crean hacer un servicio a Dios. El Apóstol, a su
vez, se hace eco de su Maestro: «Todos los que quieren vivir piadosamente en
Cristo padecerán persecución»; pero termina diciendo el Señor, «bienaventurados
los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los
cielos. Cuando os maldijeren y persiguieren y se hubieren dicho contra vos
todos los males imaginables sin razón y por mi causa, regocijaos, alegraos
porque vuestra recompensa es grande en el Reino de los cielos y tened presentes
a los Profetas, que antes que vosotros fueron también perseguidos». Y ¿qué fin
se propone la Providencia con estas pruebas purificadoras? Quiere señalar todas
sus obras con el sello de la cruz, despojarnos de la estima y afecto propio,
formarnos en la paciencia, en el perfecto abandono, en la caridad sólo por amor
de Dios, consumar la santidad de sus mejores amigos.
Jesús
humilde, despreciado, víctima de la iniquidad, pero manso y humilde de corazón
en medio de los ultrajes, amante y abnegado hasta la total efusión de su sangre
a pesar de todas las injusticias y perfidias, es el Maestro que nos muestra el
camino, el Modelo al que el Espíritu Santo ha encargado la misión de hacernos
semejantes. La Providencia emplea a los buenos y a los malos como instrumento
para reproducir en nosotros a Jesús ultrajado, vilipendiado, tratado
indignamente; pero al propio tiempo el Espíritu Santo nos ofrece la gracia,
obra en nosotros para hacernos imitar fielmente a Jesús manso y humilde de
corazón, a Jesús lleno de dulzura y de heroica caridad. Caminar con paso
resuelto por las huellas de Jesús perseguido, es entrar en las vías de la
santidad. Murmurar, quejarse y andar con repugnancia, es arrastrarse
penosamente en la mediocridad. San Alfonso, por su parte, dice: «Persuadámonos
que en recompensa de nuestra paciencia en sufrir de buen grado las
persecuciones, tendrá Dios cuidado de nosotros, pues es Dueño de levantarnos
cuando quisiere. Mas aunque fuera preciso vivir en lo sucesivo, bajo el peso
del deshonor, existe la otra vida, en la que por nuestra paciencia seremos
colmados de honores tanto más sublimes.»
Olvidemos,
pues, a los hombres y todas las faltas que creemos tienen, y desechemos de
nuestro corazón la amargura y el resentimiento. Fijos constantemente los ojos
en el eterno perseguido, en Jesús nuestro modelo y en el Amado de nuestras
almas, adoremos como El todos los designios de su Padre, que es también el
nuestro. Abracemos con amor las pruebas que El nos envía y los efectos de ellas
ya consumados e irreparables, esforzándonos por sacar de ellos el mejor partido
posible, entrando plenamente en las disposiciones de nuestro dulce Jesús y
obrando en todo como El lo haría en nuestro caso. Esto no nos impide, en cuanto
al porvenir, hacer lo que depende de nosotros para precaver los peligros, para
evitar las consecuencias si fuere del agrado de Dios, siempre que la gloria
divina, el bien de las almas, u otras justas razones lo exijan o lo permitan.
El
beato Enrique Susón recorrió durante largo tiempo este doloroso camino, y ved
las enseñanzas que recibió del cielo. Díjole una voz interior: «Abre la ventana
de tu celda, mira y aprende.» La abrió, y fijando la vista, vio a un perro que
corría por el claustro, llevando en su boca un trozo de alfombra con la que se
divertía, ya lanzándola al aire, ya arrastrándola por el suelo, destrozándola y
haciéndola pedazos. Una voz interior dijo al beato: «así serás tú tratado y
despedazado por boca de tus hermanos». Entonces hízose esta reflexión: «Puesto
que no puede ser de otra manera, resígnate; mira cómo esta alfombra se deja
maltratar sin quejarse, haz tú lo mismo.» Bajó, cogió la alfombra y la conservó
durante largos años como preciado tesoro. Cuando tenía una tentación de
impaciencia, la cogía en sus manos, a fin de reconocerse en ella y de adquirir
la valentía de callarse. Cuando desviaba el rostro despreciando a los que le
perseguían, era por ello castigado interiormente y una voz decíale en el fondo
de su corazón: «Acuérdate que Yo, tu Señor, no aparté mi rostro a los que me
escupían.» Entonces experimentaba un verdadero arrepentimiento y entraba de
nuevo en sí mismo... Decíale aún la voz interior: «Dios quiere que cuando seas
maltratado con palabras y hechos soportes todo con paciencia, quiere que mueras
del todo a ti mismo, que no tomes tu diario alimento antes de haberte dirigido
a tus adversarios y de haber sosegado, en cuanto te fuere posible, la ira de su
corazón por medio de palabras y modales caritativos, dulces y humildes... No
has de suponer que ellos sean otros Judas en el verdadero sentido de la
palabra, sino los cooperadores de Dios que debe probarte para bien tuyo.»
San
Alfonso, condenado por el Papa a causa de injustas acusaciones y separado
definitivamente de la Congregación que había fundado, no se quejó y no
recriminó a nadie, tan sólo dijo con heroica sumisión: «Seis meses ha que hago
esta oración: Señor, lo que Vos queréis lo quiero yo también.» Y aceptó con el
alma toda destrozada, aunque con resignación, vivir proscrito hasta la muerte,
puesto que tal era la voluntad de Dios. Lejos de conservar animosidad contra su
perseguidor, escribíale: «Me entero con alegría de que el Papa os prodiga sus
favores. Tenedme al corriente de todo lo bueno que os acontezca, para que pueda
dar gracias a Dios. Le pido aumente en vos su amor, que multiplique vuestras
casas, y que os bendiga a vos y a vuestras misiones.» En esta prueba, como en
todas las circunstancias difíciles, había comenzado por hacer que orase su
Congregación y por recomendar a cada uno se renovase en el fervor, a fin de
tener a Dios de su parte; después había tomado cuantas medidas podía aconsejar
la prudencia, pero sometiéndose de antemano al divino beneplácito.
En lo
más crudo de la persecución, San Juan de la Cruz recibía los oprobios con
alegría, porque creíase merecedor de peores tratamientos. Parecíale que no se
le injuriaba bastante y suspiraba por el momento en que tendría que sufrir
sangrientas disciplinas, a fin de poder sufrir por Dios esta afrenta y dolor.
Creía tener tantos defectos, ser culpable de tantos pecados, que no se
indignaba por las reprensiones y ultrajes, pues para él no eran injustos ni
crueles. Por más que sus penas interiores fuesen aún mayores en esta época, se
consolaba en sus continuas comunicaciones con Dios, y componiendo ese admirable
cántico que explicó más tarde.
6. DEL ABANDONO EN LOS BIENES ESENCIALES ESPIRITUALES
Consideremos
aquí la vida espiritual en su parte esencial: 1º Su fin esencial, que es la
vida de la gloria. 2º Su esencia aquí abajo, que es la vida de la gracia. 3º Su
ejercicio esencial en este mundo, es decir, la práctica de sus virtudes y la
huida del pecado. 4º Sus medios esenciales, que son la observancia de los
preceptos, de nuestros votos y de nuestras Reglas, etc. Todas estas cosas son
necesarias a los adultos, religiosos o seglares, cualquiera que sea la
condición en que Dios los ponga o el camino por donde los lleve. Son ellas el
objeto propio de la voluntad de Dios, significada, y, por tanto, son del
dominio de la obediencia y no del abandono. El abandono, sin embargo, hallará
ocasiones de ejercitarse aun en estas cosas.
Artículo 1º.- La vida de la gloria
«Dios
nos ha significado de tantos modos y por tantos medios su voluntad de que todos
fuésemos salvos, que nadie puede ignorarlo. Pues aunque no todos se salven, no
deja, sin embargo, esta voluntad de ser una voluntad verdadera, que obra en
nosotros según la condición de su naturaleza y de la nuestra; porque la bondad
de Dios le lleva a comunicamos liberalmente los auxilios de su gracia, pero nos
deja la libertad de valernos de estos medios y salvarnos, o de despreciarlos y
perdernos. Debemos, pues, querer nuestra salud como Dios la quiere, para lo
cual hemos de abrazar y querer las gracias que Dios a tal fin nos dispensa,
porque es necesario que nuestra voluntad corresponda a la suya.» Así se expresa
San Francisco de Sales, al que nos complacemos en citar, para vindicar su
doctrina del abuso que de ella han hecho los quietistas. De este pasaje toma
pie Bossuet para establecer con mil pruebas en su apoyo, que comprendida como
está la salvación en primer término en la voluntad de Dios significada, el
piadoso Doctor de Ginebra no la hacía materia del abandono y que, «si él
extiende la santa indiferencia a todas las cosas», ha de entenderse con esto
los acontecimientos que caen bajo el beneplácito divino. Además, sería impiedad
contra Dios y crueldad para nosotros mismos hacernos indiferentes para la
salvación o la condenación.
Esta
monstruosa indiferencia era con todo muy querida de los quietistas, y
condenaban el deseo del cielo y despreciaban la esperanza: unos, porque este
deseo es un acto; otros, porque la perfección exige que se obre únicamente por
puro amor, y el puro amor excluye el temor, la esperanza y todo interés propio.
Tantos errores hay en esta doctrina como palabras contiene. Para dejar obrar a
Dios y tornarse dócil a la gracia, es preciso suprimir lo que hubiera de
defectuoso en nuestra actividad, mas no la actividad misma, ya que ella es
necesaria para corresponder a la gracia: A Dios rogando y con el mazo dando,
reza el refrán. El motivo del amor es el más perfecto, pero los demás motivos
sobrenaturales son buenos y Dios mismo se complace en suscitarlos a las almas.
La caridad anima las virtudes, las gobierna y ennoblece, mas no las suprime; y
como reina que es, no va nunca sin todo su cortejo, ocupando ella el primer
puesto y siguiéndola la esperanza, pues ambas son necesarias y, lejos de
excluirse, viven en perfecta armonía. ¿Acaso no es propio del amor tender a la
unión? Y así, cuanto más se enciende el amor, más intenso es el deseo de la
unión, se piensa en el Amado, deséase su presencia, su amistad, su intimidad y
no acertamos a separarnos de él. Cuando un alma fervorosa consiente de grado en
no ir al cielo sino algún tanto más tarde, es por el sólo deseo de agradar a
Dios abrazando su santa voluntad y de verle mejor, de poseerle más
perfectamente durante toda la eternidad. En definitiva, ¿no es la salvación el
amor puro, siempre actual, invariable y perfecto, mientras que la condenación
es su extinción total y definitiva?
Es
verdad que Moisés pide ser borrado del libro de la vida, si Dios no perdona a
su pueblo; San Pablo desea ser anatema por sus hermanos; San Francisco de Sales
asegura que un alma heroicamente indiferente «preferiría el infierno con la
voluntad de Dios al Paraíso sin su divina voluntad; y si, suponiendo lo
imposible, supiera que su condenación seria más agradable a Dios que su
salvación, correría a su condenación». En estos supuestos imposibles, los
santos muestran la grandeza, la vehemencia, los transportes de su caridad, que
están, sin embargo, a infinita distancia de una cruel indiferencia de poseer a
Dios o perderlo, de amarle u odiarle eternamente. Tan sólo quieren decir que
sufrirían con gusto, si el cumplimiento de la voluntad divina lo precisara,
todos los males del mundo y hasta los tormentos del infierno, pero no el
pecado; en todo lo cual demuestran lo que aman a Dios, y cuán deseosos se hallan
de agradarle haciendo todo lo que El quiere, y glorificarle convirtiéndole
almas. Santa Teresa del Niño Jesús era el eco fiel de estos sentimientos
cuando, «no sabiendo cómo decir a Jesús que le amaba, que le quería ver por
todas partes servido y glorificado, exclamaba que gustosa consentiría en verse
sepultada en los abismos del infierno, porque El fuese amado eternamente. Esto
no podía glorificarle, ya que no desea sino nuestra felicidad; pero cuando se
ama, se experimenta la necesidad de decir mil locuras». Tales protestas son muy
verdaderas en San Pablo, en Moisés y otros grandes santos; en las almas menos
perfectas corren el riesgo de ser una presuntuosa ilusión, un vano alimento de
su amor propio.
En
resumen, es necesario querer positivamente lo que Dios manda; y como nada desea
tan ardientemente como nuestra dicha eterna, es necesario querer nuestra
salvación de un modo absoluto y por encima de todo. Aquí no cabe el abandono
sino en cuanto al tiempo más cercano o más lejano, como hemos dicho tratando de
la vida o de la muerte, y también en cuanto a los grados de gracia y gloria que
ahora vamos a explicar.
Artículo 2º.- La vida de la gracia
La
vida de la gracia es el germen cuya expansión es la vida de la gloria. La una
pasa luchando en la prueba, la otra triunfa en la felicidad; mas en realidad,
es una sola y misma vida sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se
consuma en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la condición
indispensable de la vida de la gloria. y es la que determina su medida. En
consecuencia, hemos de desear tanto la una como la otra. Dios quiere ante todo
que aspiremos a ellas como a fin supremo de la existencia, ya que trabaja
exclusivamente por hacérnoslas alcanzar, y el demonio por hacérnoslas perder.
Las almas que plenamente han entendido la importancia de su destino, no tienen
otro objetivo en medio de los trabajos y vicisitudes de esta vida, que
conservar la vida de la gracia tan preciosa y tan disputada, y de llevarla a su
perfecto desenvolvimiento. Tocante, pues, a la esencia de esta vida, no hay
lugar al santo abandono, por ser la voluntad claramente significada que las
almas «tengan la vida y que la tengan en abundancia».
Pero
el abandono hallará su puesto en lo que concierne al grado de la gracia, y por
ende al grado de las virtudes y al grado de la gloria eterna; pues, según el
Concilio de Trento, «recibimos la justicia en nosotros en la medida que place
al Espíritu Santo otorgárnosla, y en la proporción que cada uno coopera a
ella». La gracia, las virtudes y la gloria dependen, por tanto, de Dios que da
como El quiere, y del hombre en cuanto que se prepara y corresponde.